Por. Rodolfo Pastor Fasquelle
¿Cómo razonarán el momento en que se perdió el país? No solo en Honduras, en el mundo entero, dentro de la deriva de esta burbuja de tiempo que, con no poca arbitrariedad, llaman el presente, estamos curados de espanto. Habituados a ver con naturalidad estos abusos infinitos y desórdenes, estas costumbres rarísimas, los aliños y vestidos bárbaros y plagiados, la polución, ¡las basuras que comemos y bebemos burbujeantes! El estridente fundamentalismo, los cultos de personalidad y los multitudinarios conciertos y rituales satánicos. La voracidad codiciosa de los agentes económicos, dispuestos a destruir la naturaleza. La insensibilidad feroz de los aparatos bélicos, la mezquina riña de intereses comerciales, la opresión, la explotación, la indignidad y la afrenta, la torpeza de la miseria, la enajenación del consumismo y la desorientación mediática. ¡Nuestra total dependencia con respecto a una frágil tecnología! Pero, si existe un futuro, allá, nadie considerará nada de todo esto natural o inevitable.
Si se acaba la historia, que no es algo que deba permitirse compañero, porque la historia es la única forma de conocer, siendo la investigación de lo que ha sucedido, el estudio de lo que transcurre. Y por supuesto que la historia se puede acabar de repente, incluso cuando se dilate el género, sin que desaparezcan las comunidades organizadas, bandas, clanes, tribus, símbolos, asentamientos liados que existieron cientos de miles de años antes que comenzara la civilización reflexiva, la inscripción, un registro de los hechos que se puede rastrear, que inventa y recuerda más que el arte y la técnica, y que genera una conducta nueva.
Puede acabarse la otra historia por una epidemia, en que por cualquier razón de muchas no funcionara la ciencia maravillosa que esta vez nos está salvando. O por el impacto de un asteroide, contra lo cual aún podemos hacer poco, o por el calentamiento extremo o su contrario. Por una guerra termonuclear, que nos devuelva a un estadio primitivo, que seria posthistórico, análogo, pero diferente a lo prehistórico, porque habrá una memoria colectiva de lo que antes fue. Los habitantes del s, XXII o después, en todo caso, verán este siglo sorprendidos. Y los que habiten -si aún se puede- esta parte pequeña del planeta que ocupamos, que podrá otra vez despoblarse, como se despobló en el s. IX y otra vez en el s. XVI, y que quizás entonces ya no se llame Honduras, como no se llamaba en el s. IX, o antes del XVI.
Se preguntarán esos futuros habitantes de lo que podría ya no ser Honduras ¿Cómo pudimos en nuestro tiempo, tolerar sin más que canciones de protestas silenciadas, la construcción paso a paso de un régimen dictatorial e ilegal, indispuestos a luchar para reclamar cosas tan esenciales como el bienestar básico del empleo, la seguridad para trabajar en paz, la salud y la educación, no digamos ya elegantes derechos cívicos, de participación y elecciones libres? ¿Cómo fue que los ciudadanos se sometieron secularmente a poco velados sistemas despóticos de partidos fingidos, que, aun llamándose cristianos, liberales, socialdemócratas o nacionalistas, nada tuvieron de eso? ¿Cómo se afiliaron los hondureños a iglesias que prosperaron rebosantes, practicando lo contrario de lo que reza su credo? ¿Cómo dejamos que mataran más mujeres y niños que en cualquier otro lugar del globo? ¿Qué la gente se fuera desesperada, sin buscarle opciones, como si no fuera la gente la única riqueza real ulterior de un país?
¿Cómo pudo suceder que encarceláramos y persiguiéramos a quienes defienden nuestros bienes comunes en vez de perseguir a quienes se los apropian y abusan? ¿Cómo fue que construimos caras infraestructuras públicas, carreteras, puertos y aeropuertos, y luego alegamos que eran incosteables para concesionárselas a privados? Se preguntarán sin duda en ese entonces ¿Cómo pudimos permitir -por la cobardía de hablar mucho y aun escribir más, pero no actuar- que a horas de haberse promulgado los decretos que las eximen de pagar impuestos y las habilitan para establecer su jurisdicción propia, las proyectadas ZEDE proliferasen como hongos en tiempos de aguas. Y acompañadas de una propaganda oficialista, procedieran a desarticular el país, dividiéndolo en parcelas en que no rigen nuestras leyes, duramente conquistadas, de protección social y ambiental, en las que no podrán circular libremente los paisanos, ni sus mercancías.
Se preguntarán ¿de dónde salió? y ¿Cómo pudo propagarse a cientos de miles de personas ignorantes, por culpa de quienes no educaron, la aberrante teoría conspiratoria de que la aplicación de la vacuna, que nos permitiría detener el contagio, en realidad es un genocidio simulado? ¡Y que todos los vacunados caeremos muertos sin remedio exactamente dos años después de aceptar la inyección! Vengo de Copán. Eso es lo que está circulando entre los campesinos del interior. ¡Que la vacuna es una marca del Anticristo! Tengo un deja vu.[1] Y me resulta claro que sucede lo mismo porque 200 años después y al igual que en las tierras de Trump, la gente no cree que el gobierno sea suyo, tenga su interés en mente, o esté constituido para preservar sus derechos. Cree y además tiene razón, en el estado profundo que instrumentaliza la ley y las instituciones. Y ante la desconfianza, necesita de pronto entender las cosas de algún modo, dentro de sus marcos de referencia, aunque a nosotros la explicación nos resulte absurda.
Acaso dejarán de preguntarse los historiadores futuros ¿Cómo pudo pasar lo que ha ocurrido bajo nuestras narices? ¿Cómo pudo una pequeña elite local, sin más pretensión que una genética nómada, vincularse a la clica de un partido oficial, al procónsul y al crimen internacional y apoderarse por completo de los recursos de todos? ¿De qué tuvimos tanto miedo que permitimos el despojo? ¿Cómo pudimos, sin más que lloriqueos lastimosos, dejárselos, perderlo todo? Dejar, sin pelear, que nos quitaran el país los violentos y matones de apellidos incógnitos. De diferentes clases sociales, porque no solo entre los ricos hay desgraciados. Y porque vivimos entre la violencia articulada desde la conspiración, arriba y la desmoralización abajo, bestial.
[1] Es exactamente igual al rumor de una conspiración oficial para el etnocidio -ante el avance de la epidemia del cólera que se propagó en 1836, en el Oriente de Guatemala-. Que interpretaba los intentos para establecer cuarentenas y limitar la movilidad de posibles contagiados hacia áreas aún no infectadas y la desinfección de las fuentes de agua, que, según los preclaros gobiernos, eran fuentes de contagio. Pero que las huestes de fanáticos que seguían a Rafael Carrera, malaconsejadas por clérigos perversos, declararon que eran medidas para acorralar a la gente para que se infectara y envenenar el agua para rematarlos.
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Tengo algunos años de experiencia y me encanta practicar el periodismo incómodo que toque los tinglados del poder, buscando cambios en la forma de gobernar y procurar el combate a la corrupción, develando lo que el poder siempre quiere ocultar. Ver todas las entradas