Por: Mark Lowcock y Axel van Trotsenburg*
NUEVA YORK/WASHINGTON, DC – El cóctel tóxico de cambio climático, conflictos y COVID-19 se está haciendo sentir con mayor intensidad sobre los países más pobres y vulnerables del planeta. Como resultado, 235 millones de personas necesitarán protección y asistencia humanitaria en 2021, un aumento del 40% en comparación con el año pasado.
Puede ser difícil imaginarse esas cifras en términos concretos, pero tras las estadísticas hay vidas humanas individuales. Para los más vulnerables, los efectos secundarios de la pandemia –no el coronavirus mismo- causarán los peores daños, y la pandemia de hambre por el COVID-19 amenaza con ser el que se cobre más vidas.
Se estima que la cantidad de personas con hambre crónica se elevó el año pasado en unos 130 millones, a más de 800 millones, cerca de 8 veces la cantidad de casos de COVID-19 a la fecha. Los países afectados por conflictos y el cambio climático son particularmente vulnerables a la inseguridad alimentaria. Los estómagos vacíos pueden afectar a generaciones enteras.
Más aún, el fantasma de múltiples hambrunas acecha cuando los presupuestos fiscales de los gobiernos están en pleno intento de proteger de la pandemia a su población y economías. Puede parecer que la solidaridad internacional para ayudar a prevenir esos desastres es un tema difícil de promover en estas circunstancias, pero prevenir el hambre y la inseguridad alimentaria es una inversión inteligente para todos y cada uno de nosotros.
Con todo, debemos asegurarnos de aprovechar al máximo cada dólar que gastemos. Para ello, las Naciones Unidas y el Banco Mundial están invirtiendo cada vez más en un enfoque anticipatorio a las necesidades humanas. Cada vez es más evidente que una acción temprana ante las crisis es más eficaz, digna y barata que esperar a que haya ocurrido el desastre, además de proteger avances de desarrollo obtenidos con gran esfuerzo.
Por ejemplo, el año pasado en Bangladesh la ONU y la Cruz Roja / la Media Luna Roja entregó efectivo a personas vulnerables para que pudieran ponerse a salvo a ellas mismas y su ganado antes de sufrir la devastación de las inundaciones previstas. Este esfuerzo costó la mitad de los fondos que, de otro modo, se habrían gastado en recuperación después del desastre y ayudó a más personas.
En ese sentido, estamos aplicando un enfoque similar a la creciente pandemia de hambre, tomando medidas antes de que las emergencias alimentarias se conviertan en hambrunas. Esto implica abordar los factores de largo plazo de la inseguridad alimentaria –como la vulnerabilidad a condiciones climáticas extremas y plagas, bajos ingresos, cadenas de valor frágiles y conflictos- a fin de prevenir nuevas crisis en el futuro.
En línea con este objetivo, la Asociación Internacional de Fomento (AIF, el fondo del Banco Mundial para los países más pobres) comprometió $5,3 mil millones para la seguridad alimentaria en los seis meses comprendidos entre abril y octubre de 2020. La cifra comprendía una combinación de respuestas de corto plazo al COVID-19 e inversiones para enfrentar las causas de más largo plazo de la inseguridad alimentaria.
En Bangladesh, el Banco Mundial redirigió recursos de un proyecto ya existente para otorgar, entre otras cosas, transferencias de efectivo a 620.000 hogares vulnerables de pequeña escala que vivían de la cría de aves y la producción de lácteos. En Haití, donde se espera que las remesas bajen debido a la pandemia, la AIF proporcionó semillas y fertilizante a campesinos para proteger sus futuras cosechas, y apoyó proyectos de irrigación a pequeña escala para aumentar la resiliencia a futuro. Además, la AIF amplió su Ventana de Respuesta a Crisis con $500 millones en fondos destinados a dar respuesta en las primeras etapas de inicio lento de las crisis de seguridad alimentaria y los brotes de enfermedades.
De manera similar, el Fondo Central de Respuestas a Emergencias de la ONU proporcionó los recursos necesarios para ayudar a evitar una crisis alimentaria en Somalia. Las medidas de prevención de la triple amenaza de las langostas, las inundaciones y el COVID-19 redujo el riesgo de que se produjeran brotes de la enfermedad. Al ir llenando las brechas a tiempo, la ONU evitó disputas relacionadas con las fuentes hídricas, la salud del ganado, además de mejorar el estado de las finanzas de los hogares, fortalecer la salud mental y prevenir grandes desplazamientos de la población.
Es posible que el desarrollo de vacunas eficaces para el COVID-19 signifique para el mundo la luz al final del túnel de la pandemia. Pero para muchos de los países más vulnerables, la crisis habrá tenido efectos profundos y duraderos sobre los ingresos, la salud, la nutrición, la educación y las economías completas.
La adopción de medidas rápidas puede aminorar la gravedad de estos efectos. Debemos centrarnos hoy en monitorear los riesgos y factores que los determinan, y priorizar acciones tempranas e inversiones de largo plazo para evitar costes mucho mayores en el futuro.
Actuar hoy ante las señales de peligro es la estrategia más inteligente, moral y con menos costes en función de sus resultados. Al colaborar para salvar y transformar vidas, podemos liberar a los más vulnerables del planeta de la inseguridad y el hambre persistentes y sentar los cimientos para un mejor futuro para todos.
*Mark Lowcock es el Vicesecretario General de las Naciones Unidas para Asuntos Humanitarios y Coordinador de Alivio ante Emergencias. Axel van Trotsenburg es Director Gerente de Operaciones del Banco Mundial.
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Tengo algunos años de experiencia y me encanta practicar el periodismo incómodo que toque los tinglados del poder, buscando cambios en la forma de gobernar y procurar el combate a la corrupción, develando lo que el poder siempre quiere ocultar. Ver todas las entradas