Por: Víctor Meza
Foto portada: Claudia Mendoza
Muchedumbre en marcha, pueblo que se va, que emigra en busca de mejores horizontes, pobres que peregrinan, masa desesperada que no ve más solución que la salida. Honduras ha sido y sigue siendo un punto de partida y un punto de llegada, territorio de paso, emisor de emigrantes y receptor de repatriados, tierra de albergue y de rechazo, ruta inevitable para el emigrante foráneo…
En otros tiempos, en la época del asentamiento de las economías de enclave, a finales del siglo XIX y principios del XX, las minas y las plantaciones atraían al forastero y requerían mano de obra tan masiva como barata. Llegaban los vecinos ansiosos para cultivar el oro verde de la misma forma que habían llegado, años antes, los caribeños para construir el ferrocarril y explotar las entrañas de las minas. El país entero se había vuelto un centro de atracción de trabajadores extranjeros.
Con el tiempo, la patria también empezó a producir emigrantes. La crisis económica de finales de los años veinte y principios de los treinta en el siglo pasado, debilitó la economía del enclave y el país dejó de ser el primer productor de bananos en el mundo. Las inundaciones recurrentes y la prolongada huelga de mayo/junio de 1954, produjeron mayores flujos migratorios hacia el norte del continente. El país se volvió punto generador de emigración local. Al mismo tiempo, el territorio también era ruta de paso y centro de retorno. En esencia, un país cruzado por los ejes de la emigración local e internacional.
Pienso en estos hechos mientras miro, con ira contenida e indignación creciente, las escenas televisadas de los miles de compatriotas que intentan cruzar las fronteras de Guatemala para avanzar en su desesperada marcha hacia el territorio norteamericano. Es la muchedumbre desesperada, la marcha de los pobres, el éxodo de los miserables.
Y me pregunto: ¿es que acaso nosotros, en tanto que sociedad y pueblo, ya no sentimos vergüenza por lo que está pasando, no somos capaces de vibrar de frustración y enojo, cargados de indignación y furia por los sacrificios que deben hacer nuestros connacionales para buscar mejores oportunidades y huir de esta tierra en donde les cierran los caminos y les encierran los sueños? ¿Cómo entender esa perseverancia casi suicida, esa voluntad de horizonte, ese afán que a veces parece irracional y descabellado para alejarse de la patria y acercarse a la tierra soñada?
El migrante es un ser transicional, aferrado a la esperanza. Sale de un país atrasado, casi medioeval, autoritario y asfixiante para llegar a otro, símbolo de la modernidad creciente, capitalismo vibrante, territorio anhelado. Esa transición desde el atraso local hasta la prosperidad del norte, desde el mundo de la ruralidad circundante hacia el urbanismo desbocado, no es una transición fácil. Supone un salto cultural que, con frecuencia, se produce en el vacío existencial que sufre el que se desarraiga de su tierra sin haber logrado echar raíz alguna en la tierra ajena. El emigrante siente que ya no cabe aquí, pero que todavía no encuentra cabida allá. Es un ser desgarrado por la incertidumbre, pero reforzado por la esperanza.
“Es un pino errabundo el emigrado”, escribió el poeta Jacobo Cárcamo mientras sufría, solitario y abandonado, su angustiosa lejanía en México. Hoy, miles de “pinos errabundos” avanzan, se detienen y recomponen su marcha en carreteras y montes de países vecinos que, aunque solo fuera por sentido piadoso, deberían tener un gesto siquiera de solidaridad y compasión humanas.
Pero no. Esos países, al igual que el nuestro, prefieren ser gendarmes ajenos de intereses foráneos, guardianes de fronteras lejanas mientras las propias siguen siendo tan porosas como vulnerables. Son los malinches del nuevo milenio, los criados nacionales al servicio del amo extranjero.
Ni siquiera muestran vergüenza al ver a sus compatriotas abandonar el territorio y emprender la ruta incierta del éxodo desesperado. Las caravanas se han convertido en la mejor forma de practicar elecciones limpias y creíbles en Honduras: los electores votan con los pies y se alejan lo más que pueden de unas urnas electorales que, por lo visto, se han convertido ya en urnas funerarias.
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Tengo algunos años de experiencia y me encanta practicar el periodismo incómodo que toque los tinglados del poder, buscando cambios en la forma de gobernar y procurar el combate a la corrupción, develando lo que el poder siempre quiere ocultar. Ver todas las entradas