Por: Rafael del Cid
Honduras es una nación, una república, un Estado. Si todavía existiera la República Federal de Centroamérica, seríamos un Estado formado por varias naciones. Posiblemente nos identificaríamos ante el mundo como ciudadanos de un solo Estado: Centroamérica. Pero en el fondo también nos sentiríamos hondureños. Algo así como sucede en España donde, con diferentes grados de adhesión, se escucha la dualidad de ser español y, a la vez, catalán, vasco, gallego, etc. Las naciones nacen, más que de un territorio, de la identificación de las personas con determinados valores, ideales, creencias relacionadas a un origen o ascendencia común (territoriales, étnicas, religiosas, lingüísticas). Nadie espere encontrar el perímetro preciso de una nación; aunque si de una república o un Estado. La República de Honduras se ubica inequívocamente en el territorio (el país) definido por la Constitución de la República, pero la nación también se extiende a las numerosas colonias de emigrantes en el mundo entero que, abierta o silenciosamente, se identifican como hondureños.
¿Qué construye y qué mantiene la unidad o la identidad de una nación? Los estudios especializados en el tema destacan la importancia de los símbolos (himno, bandera, escudo, folklore, etc.) y de las obras simbólicas (una basílica, un estadio, un puerto, una estatua, un ferrocarril, etc.). A no dudar, son elementos importantes, pero lo son más el lenguaje, los valores (ideales), creencias (mitos culturales) y las instituciones.
Al hablar de instituciones acostumbramos a pensar en grandes organizaciones, por ejemplo, el gobierno, las burocracias y lo que se deriva de estos como, las secretarias de Estado, los establecimientos educativos, los hospitales, las fuerzas armadas, la policía, pero también las iglesias, los medios de comunicación, los partidos políticos, los sindicatos, las asociaciones profesionales, las organizaciones no gubernamentales, etc. Para los especialistas de las ciencias sociales las instituciones son algo más que eso, son también las normas sociales. Las normas son códigos o regulaciones de comportamiento de las personas, impuestos o negociados. La imposición implica uso de violencia u otras formas menos obvias de coerción. La negociación también conlleva imposición asociada al grado de poder de los negociadores, pero más sutil. Las normas más simples son las sobreentendidas, dictadas por la costumbre y generalmente fundamentadas en la palabra o buena fe de las partes; por ejemplo, la regulación de quién toma la decisión de cómo gastar los recursos del hogar. Otras adquieren más visibilidad, al consagrarse por escrito en la forma de leyes, políticas y reglamentos o al convertirse en organizaciones, privadas o públicas, locales (p.ej. una junta de agua) o globales (p.ej. el sistema de las Naciones Unidas).
Las normas -y por extensión todo el entramado institucional- tienen como cimiento a los valores o ideales. Son varios los valores que conforman nuestro sentido ético o moral, menciono unos cuantos: justicia, solidaridad, misericordia, verdad. La relación entre las instituciones y los valores o ideales son como un iceberg (témpano de hielo). La parte sobre la superficie representaría a las instituciones, mientras que lo sumergido, casi invisible, a los valores. Mucho se ha discutido si estos valores o ideales (la ética) son innatos o son socialmente adquiridos. Yo me inclino por la teoría de que todo ser humano nace con una cierta capacidad ética, o sea, con una predisposición mental a entender, incorporar y practicar conceptos como justicia, misericordia, verdad, etc. Estos son valores que van madurando en cada humano a medida interactúa con otros -comenzando con la madre y el núcleo hogareño- y que se manifiestan bajo la forma de normas o códigos morales. Los descubrimientos de la neurociencia respaldan la afirmación anterior al localizar en la corteza prefrontal las funciones mentales humanas relacionadas con lo ético y lo moral.
Las normas establecen las condiciones de la relación mutua: lo permitido o lo prohibido, en vivencias como el afecto, el amor, el saludo, el sexo, la educación de los niños, la práctica de una ocupación o una fe religiosa, el trato comercial, en suma, en el comportamiento frente a las diferentes situaciones de la vida. Interesante de la norma es que posibilita esconder la relación de poder subyacente en la relación que regula. La norma termina por ser percibida como “lo normal”, “lo natural” y, por ello, “lo objetivo”. Contravenir la norma altera la mente por identificarse como antinatural, perturbador, disociador. Ejemplo, el patriarcado: la primacía del hombre sobre la mujer. ¿Por cuánto tiempo ha permanecido como una norma incuestionada? Es una institución involucrando poder, poder eficiente porque se oculta (“el poder más eficiente es el que no se ve”, según M. Foucault). Así que cuestionar esta institución es desenmascarar (deconstruir, volver a los orígenes de) la imposición oculta: “Macho es una forma desigual y jerárquica de organizar el mundo” (M. Barbero).
Encima de los valores fundamentales los humanos construyen sus instituciones, comenzando por las normas más simples de convivencia. Veamos ¿Cómo definimos el valor de la justicia? ¿Alguien lo puede definir de forma satisfactoria a todo mundo? No. La justicia, como los demás valores fundamentales, es interpretada (no totalmente explicada) según las circunstancias, es culturalmente entendida. Si la cultura permaneciera estática la interpretación de los valores y las instituciones difícilmente cambiaría. Pero sucede que la cultura (todo lo creado por la humanidad) cambia sin descanso. Con ello, cambia también la interpretación de los valores (las instituciones), aunque no necesariamente al mismo ritmo. El patriarcado resultó aceptado -visto como natural- porque pudo garantizar la protección del patrimonio hogareño y la sobrevivencia en general. Hoy, cuando los cambios sociales han ampliado las oportunidades para las mujeres, el patriarcado se cuestiona en tanto sus beneficios pasados pueden ser logrados mediante otros arreglos familiares.
De entre lo cultural o humano sobresale lo económico (el trabajo, la producción, el intercambio, el consumo) por su importancia y dinamismo. Las relaciones humanas comenzaron siendo sencillas, con poca diversidad en ocupaciones y medios de vida como fue el caso de las tempranas comunidades de cazadores y recolectores. En tanto reguladoras de esas relaciones simples, las instituciones tendieron a ser igualmente simples. Por ejemplo, la historia enseña que tales comunidades no necesitaron de un Estado como lo conocemos hoy día. Con el tiempo fueron surgiendo sociedades más complejas. Hoy, una ciudad y, más aún, una megaciudad o un país, ejemplifican sociedades caracterizadas por una enorme diversidad de ocupaciones, medios y estilos de vida. En consonancia, las instituciones que regulan esa diversidad resultarán inevitablemente complejas.
Los cambios en la contextura de una nación, especialmente en lo tecnológico-productivo, desde el predominio de las aldeas a los complejos asentamientos humanos actuales, desafían cualquier normativa institucional vigente. Más rápidos los cambios, mayores los retos. Un ejemplo es lo que sucede con la migración. Los inmigrantes pronto llegan a constituirse en un desafío, a diferentes grados, a la institucionalidad imperante en la ciudad o país receptor. El migrante trae costumbres, comportamientos propios de otros lugares, también demandan viviendas, empleo, servicios diversos. La magnitud de esos factores puede resultar abrumadora para las capacidades del lugar; fácilmente puede conducir a conflictos, injusticias, resistencia, reacción. En algunas ciudades el migrante se adapta (o es adoptado, incluido). En otras el proceso puede resultar doloroso; porque el migrante resiste la adaptación a instituciones injustas, lesivas, discriminatorias a su persona. La resistencia puede tomar diferentes formas: visibles, invisibles, pacíficas, violentas. El conflicto generado encenderá luces de advertencia, que obligarán a buscar soluciones: ¿Negarse a cambiar las leyes o tratos injustos contra los migrantes al extremo de usar la violencia? ¿Expulsarlos? ¿Aceptar cambios parciales? ¿Abrirse a transformaciones más profundas?
El mundo es como es porque la mayoría de los conflictos se resuelve mediante el poder, impuesto abusivamente, por unos sobre otros. Se acude con demasiada frecuencia a la represión, la manipulación, el engaño. Dichosamente la historia también muestra un camino más certero, más eficiente en términos de costo humano y ganancias perdurables. Esta es la vía de la negociación empática. Con la solución violenta del conflicto el más fuerte se queda con la tajada de león. Cuando esta ruta prueba su inutilidad, la disponibilidad a una negociación más balanceada puede agrandarse.
Negociar un conflicto con voluntad de empatía, implica la preocupación por entender los valores sustantivos violentados y que, por lo mismo, forman la raíz del conflicto. Esto llevará a revisar el marco institucional pertinente (políticas, leyes, normas). Pero este enfoque no está exento de problemas. Primero, es de considerar que los valores sustantivos se interpretan y expresan de maneras diferentes. Por eso es necesario ser empático (ponerse en la situación del otro). Segundo, no es lo mismo confesar adhesión a un valor que practicarlo. Los humanos somos incoherentes. Por ejemplo, raras veces encontraremos a alguien que se confiese adverso al mandamiento de “amar al prójimo”. Sin embargo ¿un supremacista blanco, con todo y que va a la iglesia, acepta a los negros como su prójimo? ¿O dos extremistas políticos adversarios, coincidirán en definir por igual quién es el “pueblo”? La negociación empática necesita el complemento de la humildad y la tolerancia para el perdón mutuo de la incoherencia.
Cuando las partes en conflicto consiguen dar entrada a la empatía, humildad y tolerancia, entre otras virtudes, el resultado más probable será desatar cualquier nudo ciego. Los gobernantes y el resto de los líderes necesitan de estas actitudes o capacidades para saber responder oportunamente a los desafíos de la diversidad y la complejidad de la nación. Un liderazgo capaz, dispuesto a resolver conflictos de forma justa, digna (donde todas las partes ganan) es una necesidad de la nación para mantener su cohesión y resultar constantemente engrandecida en lugar de permanentemente degradada.
No es el estancamiento sino el crecimiento, el dinamismo de una economía, lo que crea diversidad y complejidad social. E irremediablemente, los conflictos. Pese a su dosis de lentitud, Honduras ha estado cambiando, empezando por su acelerado crecimiento poblacional desde la segunda mitad del siglo pasado. Atrás quedó el país impulsado por el banano o el café. La agricultura continúa siendo importante, pero hoy la diversidad es más visible al crecer la industria y los servicios. Cierto, todavía es una industria de maquilas de bienes ligeros. Los servicios de pequeña escala son numéricamente más importantes, pero hay un mayor valor agregado de la banca, las finanzas y las telecomunicaciones. También nos demeritan los altos porcentajes de pobreza, empleos informales y emigración. Sin embargo, con todo y esto, tenemos algo más que el país tradicionalmente agrícola de antaño. Estos cambios, nadie se engañe, emergen preñados de conflictos; ningún liderazgo inteligente se tragará los diagnósticos que subestimen el conflicto y soslayen los cambios necesarios, algunos angustiosamente urgentes. Los gobiernos están obligados a velar por el Estado de derecho, por democratizarlo. Cada día deben buscar la justicia. Un buen gobierno no consigue estabilidad social a palos; antes bien, refuerza la coherencia social a base de cambios oportunos, radicalmente justos, orientados a propiciar el bienestar de la mayor cantidad de población posible. Complemento necesario al buen gobierno es la compañía, el calor, la exigencia de una ciudadanía vigilante, crítica, organizada, activa, capaz de sentar en el banquillo de los acusados, cuando precise, a los líderes ineficientes, inoperantes y/o corruptos. Quienes busquen la democracia deben creer en el poder popular, cedido en parte a los políticos, pero necesario de contrabalancear, controlar, con una ciudadanía con las características antes listadas.
“Lo que no nos une, no nos sirve” (doctora Ligia Ramos). Supongamos que la nación es una delicada telaraña y la ineptitud del liderazgo algo pesado, como elefantes…
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Tengo algunos años de experiencia y me encanta practicar el periodismo incómodo que toque los tinglados del poder, buscando cambios en la forma de gobernar y procurar el combate a la corrupción, develando lo que el poder siempre quiere ocultar. Ver todas las entradas