Por: Víctor Meza
Tegucigalpa. –La pregunta es válida y resulta legítima, sobre todo en un ambiente de tanta confusión y dudas como en el que estamos viviendo. La reciente selección en el Congreso Nacional de los funcionarios que dirigirán los órganos de gestión electoral, ha dejado en la opinión pública una cierta sensación de desconfianza y un sospechoso sinsabor.
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Los diputados votaron pero, según parece, no eligieron. Solamente respaldaron a los que ya estaban seleccionados, es decir aquellos que ya habían recibido previamente el beneplácito de sus respectivas cúpulas partidarias. El propio presidente del Poder Legislativo, en un arranque de franqueza, limítrofe con el cinismo, advirtió a los aspirantes que, si no tenían un padrino político que los respaldara, mejor ni pensaran en proponerse como candidatos a ocupar las codiciadas posiciones. Más claro ni el agua.
Y, siendo así las cosas, la pregunta es más que válida: ¿fueron ingenuos los numerosos profesionales – más de un centenar – que se presentaron ante una Comisión legislativa y multipartidaria para someterse a un interrogatorio por momentos ridículo y casi infantil? ¿Ignoraban acaso las maniobras tras bambalinas que precedían al simulacro de examen y análisis de méritos curriculares de cada uno? O, ¿simplemente se prestaban al juego y se aferraban al momentáneo delirio de las luces de las cámaras y la episódica atención de los medios de comunicación? Son preguntas que requieren respuesta pública y explicación debida, aunque solo sea para limpiar imágenes y aclarar un poco la confusa sensación de burla y engaño que contamina a la opinión pública.
Las cúpulas partidarias, tanto las oficiales y públicas como las oscuras y ocultas, ya habían construido la trama clandestina que distribuye los cargos y las posiciones. Acorde con la tradición de la vieja política, el reparto se produjo a partir de la antigua y perniciosa concepción del Estado patrimonial, aquella que considera al aparato estatal como si fuera un botín, cuyo disfrute cada cuatro años se gana en las urnas electorales, a las buenas o a las malas. De acuerdo con esta tradición, el torneo electoral se convierte para muchos en una especie de lotería sui generis, un certamen en donde el que gana se queda con el premio mayor y lo reparte en cuotas entre sus partidarios y seguidores, con la proverbial benevolencia de los viejos caudillos y caciques primitivos.
Estas prácticas, tan nocivas como persistentes, son el obstáculo más grande para construir una nueva y auténtica institucionalidad política, un verdadero Estado de derecho que asegure la modernidad necesaria y la gobernabilidad suficiente para que podamos vivir en una sociedad pluralista, tolerante y democrática.
La visión imperante del Estado patrimonial permite confundir los valores y disfraza de integración lo que es apenas una simple repartición. La asignación de cuotas políticas en la conformación de las instituciones convierte a sus integrantes en simples representantes de sus partidos políticos. El representante sustituye a quien debería ser un servidor público. La actividad del funcionario se desvía de sus fines institucionales y se convierte en algo más parecido al activismo político. La discrecionalidad del poder burocrático se pone al servicio de un interés minúsculo, el interés de los partidos políticos y sus cúpulas orgánicas. El Estado se deforma y sus funciones básicas se subordinan a las necesidades inmediatas o a la ambición de largo plazo que se anidan en los círculos dirigentes de los partidos políticos, grandes y pequeños. El sistema de partidos en su conjunto se desnaturaliza y deja de ser un elemento clave para la construcción democrática. Atrapados en la tradición histórica, los partidos se anquilosan y no pueden emprender las tareas urgentes de la modernización y la democratización políticas. El proyecto de bienestar y progreso, de cultura política democrática y modernización social, sucumbe y fracasa. La nación es la perdedora, mientras los viejos políticos resultan ganadores en la lotería tramposa del Estado patrimonial.
Una vez seleccionados los nuevos cargos del sistema electoral, siguen todavía pendientes los desafíos de la reforma del sistema político y comicial. De la profundidad y coherencia de esta transformación dependerá la credibilidad del sistema y su legitimidad política y social. Si al diseñarla se aplican los mismos vicios y procedimientos dudosos utilizados en la escogencia de sus operadores, desde ya podemos estar seguros que vamos caminando hacia un nuevo abismo y que las futuras elecciones serán algo más que una simple lotería.
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Un comentario
Saludo muy especial a un gran hombre como lo es el Sr. Víctor Mesa