La perversidad de su tolerancia… y de su combate
Por: Marcelo Moriconi
La perversidad del discurso contra la corrupción, y no la corrupción como problema, brinda indicios de la degradación ética a la que se ha llegado. No se trata de defender la corrupción o de negarla como problema, sino de subrayar cómo la comprensión del flagelo es manipulada por presupuestos ideológicos, morales y jurídicos. Los hechos empíricos son significados de maneras incluso opuestas, dependiendo del interés particular de quien establece las significaciones. Y para el discurso anticorrupción, el régimen político es óptimo, el problema es que hay corrupción. Si eliminamos el flagelo, viviremos felices y en armonía. Administración sí, política no.
Lo interesante de los conceptos es el horizonte de pensamiento que crean, y ese horizonte está siempre delimitado por el campo narrativo en el que operan. El sentido común puede indicar que está mal que alguien robe. En términos abstractos, esto es incuestionable. Pero nadie cuestionaría a un ladrón que roba un esclavo para dejarlo en libertad. «¿Qué es robar un banco en comparación con crearlo?», se preguntaba Bertolt Brecht. En lo que respecta a la corrupción, sería difícil encontrar argumentos para condenar a un judío que soborna a un oficial nazi para que lo deje escapar del campo de concentración. El delito –y la corrupción– es un medio, no un fin. Y los medios no son ni buenos ni malos: son efectivos o no. El juicio de valor opera sobre los fines. ¿Hay otros medios disponibles para lograr los mismos fines con igual efectividad?
La crítica a priori se fundamenta en la ilegalidad de los medios, como comportamientos y prácticas. Se trata de comportamientos desviados e ilegales no por su esencia, sino por convención, porque se entiende que tales prácticas afectan el orden social democrático y la posibilidad de una convivencia cohesionada y pacífica. Pero limitar el horizonte cognoscitivo del concepto a lo legal puede ser una trampa. En democracia, ni todo lo legal es justo, ni todo lo que es condenable es crimen. Aunque hoy se condene la corrupción, el imaginario político y las leyes eran muy diferentes durante la Guerra Fría. El fin justificaba los medios.
Cuando en los años 60 Vietnam comenzó a transformarse en un problema y en una demostración de que no alcanzaba con la mera fuerza para ganar la pugna ideológica contra el bloque del Este, la ciencia política promovió la corrupción como una forma alternativa de influencia. La corrupción fue defendida (y naturalizada en la práctica) como un medio efectivo para estabilizar nuevas democracias y extender el capitalismo. Nathaniel Leff, Joseph Nye y Samuel Huntington fueron algunos de quienes argumentaron que la corrupción generaba «previsibilidad» en contextos administrativos «inestables», algo central para pronosticar tendencias económicas e impulsar el crecimiento. La corrupción, entonces, afectaba positivamente el desarrollo: «en términos de crecimiento económico, la única cosa que es peor que una sociedad con una burocracia rígida, excesivamente centralizada y deshonesta es una sociedad con una burocracia rígida, excesivamente centralizada y honesta».
La corrupción era una vía legítima e institucionalizada para imponer la democracia (liberal/capitalista) y consolidar el statu quo dentro del bloque occidental. Las empresas de las democracias avanzadas podían deducir de impuestos los sobornos que pagaban en el extranjero. Muchas de las prácticas de Odebrecht que hoy espantan a la opinión pública latinoamericana habrían sido legales en las democracias desarrolladas del Primer Mundo algunos años atrás. «Quien inventó los sobornos no fue Odebrecht. Si nosotros teníamos una relación política de grado 10, nuestros socios llegaban a 40, 50, 60», aseguró en su delación el ex-director de la compañía. Sin sobornos, no había empresa posible. Pero la empresa brasileña también abusaba de los sobornos en el ámbito nacional, algo mal visto entre los sobornadores del Primer Mundo por atentar contra la moral del buen vivir de sus países. Mismos medios, diferentes fines y sentido del deber nacional.
Lo cierto es que la corrupción fue una de las mayores armas geopolíticas para la expansión de la democracia liberal/capitalista y un medio eficaz para que las democracias centrales consolidaran su tejido industrial e incluso obtuvieran fondos provenientes del exterior que permitieran sostener el Estado de Bienestar. Y también fue este el marco institucional en el cual se sedujo a los países para abrir las economías, privatizar, reducir el Estado. El neoliberalismo global generó una inmejorable coyuntura para seguir sobornando. El problema no es la corrupción, sino lo que se hace con ella. El problema no es el medio, sino el fin. Por ello, la tolerancia electoral y social a la corrupción se justifica con el «roba, pero hace».
Del problema a la tolerancia
En la década de 1990, la democracia neoliberal/capitalista había llegado para quedarse. Era el fin de la historia, y algunos pensaron que, ahora sí, con la democracia se iba a comer, a educar y a curar, como había asegurado sin éxito en los años 80 el ex-presidente argentino Raúl Alfonsín.
Pero la cosa fue para peor. Ganaron los mismos de siempre y perdieron bastantes más que los de antes. La democracia se había convertido en un fin en sí mismo, ya no era necesario prestar atención a los verdaderos fines, a los valores, a las éticas públicas. Asociada sin posibilidad de queja al neoliberalismo y el capitalismo (cada vez más salvaje y financiero), la democracia comenzó a diseñar entramados que modificaron sustancialmente sus prácticas e instituciones fundamentales. El trabajo formal perdió prestigio, el salario dejó de ser, en demasiados casos, fuente de satisfacción y riqueza, la familia se desestructuró. Incluso se pudo reconocer públicamente que la justicia no era para todos por igual.
Se pasó de tener una economía de mercado a vivir en una sociedad de mercado, donde todo tiene precio, pero seguimos sin querer entender las modificaciones culturales y morales que esto produce. Se consideran problemas lo que son lógicas consecuencias. El pensamiento y los valores del mercado dominan todas las esferas y aspectos de la vida pública y privada, ambas esferas reguladas por un hiperindividualismo radical y perverso. Este pensar individual, al tiempo que naturaliza una ceguera moral, consolida la tolerancia a la corrupción como problema social, si en lo personal se obtienen beneficios. La corrupción es un problema en tanto nos afecta personalmente, en particular en lo económico. Si lo económico nos satisface y hay un orden social donde es posible desarrollarnos sin amenazas, la corrupción deja de ser un problema real. «Es mi economía, ¡estúpido!».
Recesión democrática, colapso del Estado de Bienestar: «las nuevas generaciones van a vivir peor que sus padres». El mito del progreso eterno se derrumba. La política condensada alrededor de la especulación financiera. La vida digna enunciada por las elites para el ciudadano común (que incluye salud pública, educación pública y un trabajo normal con salario promedio, o incluso más bajo) es muy diferente de lo que para ellas es una vida que vale la pena ser vivida. Lo público dejó de ser una opción para quien puede evitarlo y el éxito social está signado por una vida de goce, consumo, derroche y hedonismo, que dista demasiado de la mera vida democráticaque la política institucional vende como su mayor anhelo para el pueblo.
La legalidad dejó de ser efectiva como medio político y se reconoce abiertamente que existe una corrupción estructural. La corrupción es «aburrida (…) y ubicua: todo el mundo roba, pero hace. Hasta que alguien roba de más o se olvida de hacer», considera Andrés Malamud. La corrupción es un medio sin el cual la clase política y empresarial tiene muchísimos problemas para desarrollar su trabajo y perseguir sus intereses. Esto trasciende la política: en términos sociales, seguir a ultranza el camino de la legalidad puede ser un obstáculo para conseguir prestigio social y económico. En muchos casos, los mercados ilegales se han convertido en fuente de bienes y servicios, protecciones y resoluciones de conflicto mucho más efectivas que el Estado de derecho.
La corrupción como chivo expiatorio
Si la corrupción fue central para expandir esta democracia, también ha sido fundamental para defenderla cuando los resultados no eran los esperados. El discurso anticorrupción es el dispositivo ideológico que permite defender la democracia neoliberal/capitalista y la sociedad de mercado sin tener que detenernos a analizar la compatibilidad de cada término. La premisa es simple: el régimen político es óptimo, el problema es que hay corrupción. Si eliminamos el flagelo, viviremos felices y en armonía. Administración sí, política no.
Mientras tanto, legalidad e ilegalidad se fusionan. Poco tiempo atrás, se creía que el crimen estaba relacionado con un orden paralelo distinto del estatal. Si el Estado era el orden, lo legítimo y legal, el crimen era todo lo contrario. Pero en la actualidad no hay una gran diferencia entre el comportamiento predatorio de las mafias y el de los grupos financieros. El apetito voraz de ambos deglute la moralidad y la legalidad y convierte la transgresión no solo en una posibilidad lógica sino, muchas veces, en el único camino posible.
Debido a que las elites permanentemente se envuelven en comportamientos ilegales, la necesidad de recurrir a la despenalización de crímenes es constante. Un ejemplo claro es la naturalización de las amnistías fiscales, que son recomendadas por los organismos internacionales y son recurrentemente impulsadas por gobiernos en todo el mundo. Hay riquezas ilegales que merecen ser legitimadas y hay otras que no. Los blanqueos de capitales y los discursos con los cuales se presentan reconocen que existe un delito. Pero en lugar de activar el sistema judicial que se ha creado y financiado para perseguir y condenar a los delincuentes, se parte de la idea de que, por acción u omisión, la justicia nunca llegará. Por lo tanto, se establece un marco para que los delincuentes dejen de ser delincuentes. Si, por decreto presidencial, se extiende la medida a los familiares de los miembros del gobierno y sus familias blanquean –como ocurrió recientemente en Argentina–, ¿hay que entender que los integrantes del gobierno estaban enterados de delitos y conocían a los delincuentes, pero en vez de activar la legalidad, la modifican en una muestra de tolerancia a la ilegalidad? Y si eso se hace en pos de la sinceridad y la integridad, en el marco de un gobierno que enarbola la lucha anticorrupción como una de sus banderas principales, ¿hay que entender que tomarse el problema de la corrupción en serio es, por ponerlo en términos científicos, absolutamente estúpido?
Sincerar o no sincerar, esa es la cuestión. Se dirá que la democracia puede curarse y convivir con el capitalismo (ya sea uno más humano, solidario y cordial o el capitalismo financiero depredador actual). Para ello no es necesario analizar estereotipos ni ideas sobre el éxito, ni medios efectivos para lograr prestigio económico y social, ni la vida que vale la pena ser vivida, ni pautas de consumo ni valores y éticas contemporáneas. Alcanza con la transparencia (y el consecuente acceso a la información).
El mito de la transparencia y sus nubarrones
Transparencia no es lo contrario de corrupción. Transparencia es un concepto que proviene de la estética y la óptica. Si entendemos la corrupción como un fenómeno moral, lo contrario sería probidad u honestidad. La rama legal que aborda estas cuestiones emerge, de hecho, de esta lógica y convierte la corrupción en delito por el hecho de afectar la ética pública. Para el discurso moralista anticorrupción, la transparencia es el medio para recuperar la confianza pública en los dirigentes y en las instituciones y relegitimar la democracia. Pero, justamente, si algo no se necesita frente a la transparencia es la confianza. Mientras lo transparente no deja lugar a duda, la confianza se activa frente a lo desconocido, a lo opaco. La confianza es cuestión de virtud, no dé certeza. Confío en mi pareja, porque creo en su lealtad, no porque me dé las claves de acceso a sus redes sociales y correo electrónico y tenga control sobre sus acciones y comunicaciones. Con la transparencia, lo que está en juego es la degradación de la virtud. La transparencia niega el campo de la moral. La moral es personal, es siempre hacia uno mismo. Estamos solos en un supermercado, no tenemos dinero, pero tenemos el producto deseado al alcance de la mano. La decisión de robarlo o no depende de nosotros, es personal, individual. Ese es el campo de la moral. Si mientras deliberamos internamente vemos una cámara con un cartel que informa «Sonría, lo estamos filmando», el marco personal de la moral se esfumó. Pasamos al campo de la coerción. Y, con coerción, no hay moral, hay miedo. La moral nunca parte de la amenaza.
El control absoluto que subyace al discurso de la transparencia lleva la democracia a un ámbito donde la moral ya no cuenta, donde la moral se entorpece con medidas coercitivas. El resultado es una democracia posmoral en la que la estética reemplaza a la virtud, el marketing a la política. El mito de la transparencia surge, en realidad, de un prejuicio: si dejamos a los funcionarios públicos al libre albedrío de la moral, tomarán decisiones que no estarán basadas en una ética del bien común. La única manera de confiar en ellos es la coerción, la inexistencia de posibilidad de duda (paradójicamente, la no confianza, la no moral).
El estereotipo del político
En un trabajo reciente mostramos cómo el estereotipo del político en América Latina se construye sobre la base de una moralidad negativa (corruptos, mentirosos, ladrones). Nada que resulte muy nuevo. Lo nuevo es la demostración de cómo esta realidad tiene serios efectos sobre la creencia en un mundo justo, aquella que considera que las personas necesitan creer que la gente recibe lo que merece y merece lo que recibe. Un mundo justo es aquel en el que los comportamientos, atributos y logros de las personas son predecibles y tienen consecuencias lógicas apropiadas según las normas sociales o la ideología imperante. La creencia en un mundo justo es funcional a la suposición de que uno puede influenciar el mundo de una manera predecible para conseguir fines particulares. Pero lo más importante es que la creencia en un mundo justo está directamente vinculada a la satisfacción, al descenso de la depresión y al aumento de la autoestima, a la mejor gestión y adaptación a acontecimientos estresantes. La sensación de justicia sedimenta la necesidad básica del ser humano de sentirse un sujeto de bien y de suponer que su vida y la de los demás están sujetas a una estabilidad y un orden que, en gran medida, dependen de ellos mismos. Por el contrario, cuando el sentimiento de justicia de los individuos se ve afectado, se genera rencor y odio y, como bien explicó Hannah Arendt, es allí donde la violencia brota con facilidad como método más efectivo de resolución de conflictos interpersonales. El estereotipo del político en la región afecta el sentimiento de justicia. Los resultados indican que, incluso en Chile y Uruguay, la gente considera que los políticos tienen una moralidad negativa, aunque se reconoce su jerarquía en términos de prestigio y dinero. Esto genera afectos negativos (por ejemplo, rabia y desilusión) y motiva la creencia de que el mundo no es justo.
Paradojas de la transparencia
Paradójicamente, esta estigmatización tiene sentido debido a la cantidad de evidencia que produce la abundante transparencia de la sociedad hipermediatizada. Los jugadores de fútbol se dieron cuenta de que debían taparse la boca para hablar entre ellos durante un partido porque las nuevas tecnologías permitían descifrar lo que decían. Los políticos aún no han percibido la gigantesca base de datos que dejan en internet y las redes sociales al mentir descaradamente o al modificar radicalmente sus opiniones dependiendo de sus conveniencias. Y es que para la corrupción funciona el mismo principio con el que Friedrich Nietzsche define el bien y el mal: la diferencia entre los corruptos y los no corruptos es que los no corruptos somos siempre nosotros (o quienes están con nosotros).
Por ejemplo, el actual presidente argentino Mauricio Macri fue alguna vez para la hoy diputada oficialista Elisa Carrió un «empresario ligado al robo del país», hasta que formó con él una alianza y el actual mandatario, automáticamente, se convirtió en el ser destinado a consolidar la República y acabar con la corrupción. Para la directora de la Oficina Anticorrupción, Laura Alonso, los blanqueos de capital, los conflictos de intereses, las cláusulas secretas en contratos públicos o la utilización de paraísos fiscales solo eran indicios, o evidencias, de corrupción cuando era diputada de la oposición y directora del capítulo argentino de Transparencia Internacional y los acusados eran los funcionarios kirchneristas. Y no se trata de que la gente no pueda cambiar de opinión, o de que las opiniones actuales sean más o menos correctas que las anteriores. Lo crucial es que un programa contra la corrupción debe ser verosímil, y su enunciador y sus defensores deben ostentar una elevada legitimidad. Su retórica debe ser coherente. Las mutaciones deben estar enmarcadas en un discurso muy cuidado, en el que cada cambio venga expresado con argumentos claros y evidentes. Pero esto no sucede.
Los gobiernos progresistas también pecaron de incoherencia al hablar en pos de la justicia social y la redistribución de la riqueza, mientras dirigentes, sindicalistas y empresarios amigos amasaban fortunas que les permitían el acceso al estilo de vida derrochador, ostentoso y obsceno que la sociedad perversa supo sedimentar como evidencia de prestigio y éxito social. El fin es el mismo, aunque a veces por izquierda sea más efectivo.
La transparencia brinda datos, no intenciones. ¿Quién puede asegurar cuáles son los verdaderos intereses detrás de las filtraciones? ¿Por qué se filtran unos datos y no otros? ¿Por qué los involucrados en los «Panama Papers» son quiénes son? ¿Podría haber más gente que, intencionalmente, no fue delatada? ¿Las filtraciones son la pura verdad? Denunciantes y filtradores de información como Julian Assange, Edward Snowden, Antoine Deltour o Hervé Falciani, ¿son peligrosos para la sociedad?
La naturalización de las delaciones premiadas –método estrella para avanzar en la «lucha anticorrupción» en Brasil– también genera preguntas. ¿La delación mejora la transparencia? ¿A quiénes delatan los «arrepentidos»? Dado que la politización de la justicia y la judicialización de la política son hechos comprobados, ¿quién puede asegurar que las delaciones no estén manipuladas? Esto es importante porque no es difícil mostrar que las delaciones solo son defendidas cuando ningún aliado político está incluido en ellas. Incluso se ve que, ante la falta de pruebas fehacientes, los indicios y convicciones ideológicas surgidos en una delación pueden ser suficientes para enviar a alguien a prisión.
Que frente a la «transparencia» de una sentencia judicial, los discursos que consideran que el ex-vicepresidente ecuatoriano Jorge Glas o el ex-presidente brasileño Luiz Inácio Lula da Silva son presos políticos resulten verosímiles y la coherencia discursivo-jurídica de las condenas sea cuestionable es de una gravedad social absoluta. Que el gobierno argentino presione para que Cristina Kirchner no sea detenida porque eso lo perjudicaría electoralmente es preocupante. ¿Democracia?
Comentarios finales
Si la destitución de Dilma Roussef fue transparentemente constitucional, ¿por qué entonces generó tantas interpretaciones antagónicas? La ortodoxia politológica criticará a quienes ven amenazas a la democracia y recordará a politólogos como Aníbal Pérez-Liñan: la democracia está más fuerte que nunca en la región y la nueva inestabilidad presidencial se procesa constitucionalmente mediante reglas legales preestablecidas que promueven la continuidad de la democracia a pesar del cambio de líder. Esto marca, de hecho, un cambio radical con el pasado, cuando el gobierno era depuesto y a la democracia seguía una dictadura. Datos, no intenciones. Los datos se constatan, las intenciones se discuten. Esa es la política y no la lógica.
Ni democracia ni dictadura brindan datos ciertos sobre los intereses reales por los cuales acontecen estos procesos. La democracia de hoy puede estar cumpliendo los mismos fines fundamentales, defendiendo los mismos intereses que las dictaduras anteriores. Y en ese caso, continuar con el fetichismo democrático podría ser peligroso. Es entonces cuando más enseñan (sobre valores y ética contemporánea) la corrupción y su condena. Las élites, la academia, el periodismo y la ciudadanía no reaccionan ante la evidencia de la corrupción. Su existencia como dato estructural se conoce previamente. La obscenidad es tan amplia que incluso se pueden dar indicios de cinismo sin que eso provoque mayores consecuencias: volviendo al ejemplo del blanqueo fiscal en Argentina, se puede modificar el espíritu de una ley por decreto para posibilitar que delitos familiares (que resultaría ridículo que no se conociesen de antemano) sean legalizados.
En la sociedad de mercado, la gente (de todos los estratos) reacciona según sus intereses. No importa la naturaleza del hecho, importan el fin y el contexto. La corrupción se vuelve un problema porque bajó el precio de las materias primas que exporta América Latina, antes que por sus devastadoras consecuencias morales y sociales. Sin crisis no hay corrupción. La comprensión de la corrupción es contingente y la transparencia de esa contingencia es la mayor fuente de deslegitimación de su persecución y condena. La condena a la corrupción es el medio por el cual se activa el interés, la ideología; una herramienta para crear o negar escándalos que generen estabilidad o inestabilidad política.
El problema no es la deslegitimación de la democracia, el problema es la perversidad, el cinismo y la hipocresía. Valores, no medios, esa es la cuestión. No es secreto que abundan la inmoralidad y la ilegalidad. Lo sabemos, pero es tan cruel y denigrante que preferimos obviarlo. Recurrimos, diría Slavoj Žižek, a la denegación fetichist. Somos, como expliqué en otros trabajos, víctimas-cómplices.
Antes de establecer programas y políticas públicas contra la corrupción, muchas sociedades latinoamericanas deben decidir si están dispuestas a tener una comunidad, lo que implica un orden coherente e inclusivo. Para sedimentar una buena democracia es preciso responsabilidad, criterio, virtud, deseo y, como diría Antonio Gramsci, voluntad colectiva. La Patria, como comunidad de destino, no puede conseguirse con la ausencia de alguno de estos componentes. Pero en América Latina, las grietas imposibilitan proyectos conjuntos desde mucho antes del siglo xxi. Y en una sociedad cuyos integrantes toleran la irresponsabilidad, el cinismo y la hipocresía, la democracia puede ser, incluso, un peligro. O quizás se vea democracia incluso allí donde no existe.(Tomado de nuso.org)
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Tengo algunos años de experiencia y me encanta practicar el periodismo incómodo que toque los tinglados del poder, buscando cambios en la forma de gobernar y procurar el combate a la corrupción, develando lo que el poder siempre quiere ocultar. Ver todas las entradas