Por: Edmundo Orellana
El que mal se comporta tiende a ocultarlo. Es lo primero que se aprende. El mundo de los “no”, es el de los niños. “No toques eso”, “no hagas eso”, “haz esto”, es lo que escuchan y a esa tierna edad comienzan a entender su significado, es decir, lo prohibido y lo permitido. Desafiar la prohibición se convierte en una tendencia desde el momento en que empezamos a percibir la existencia de la autoridad. Cuando se descubren sus alcances, en función de su capacidad de castigar, el desafío se torna un juego, en el que el infractor se empeña en burlarse de la autoridad, evitando, con artimañas, el castigo.
La sociedad, desde sus inicios, entendió que imponer reglas éticas, sociales y jurídicas estableciendo límites, era la forma de impedirlo. En sus comienzos, cuando los prejuicios y las supersticiones poblaban nuestro universo mental, era la iglesia la que reinaba espiritualmente, indicando el camino, advirtiendo de los extravíos y calificando la infracción, mientras el Poder Político, asociado al religioso y limitado por éste, se preocupaba por preservar su Poder, ejerciendo la coacción sobre sus súbditos.
En nuestra sociedad contemporánea, siguen vigentes las normas éticas, sociales y jurídicas, pero exigir el respeto es competencia de varias organizaciones, incluido el Estado. Nos lo exigen en lo personal, social y laboral; en lo personal, la familia; en lo social, las organizaciones a las que pertenecemos y en lo laboral, la empresa o institución en donde trabajamos. El Estado interviene cuando la infracción trasciende al ámbito al que se aplica el ordenamiento jurídico. La iglesia se reserva el mundo espiritual y el “del más allá”, en el cual será premiado o castigado, según sea su comportamiento terrenal.
Se juzga de otro modo a quien asume una posición por decisión de los demás. Los que ocupan cargos públicos, están sometidos, además, a las reglas propias de la función pública. Por eso se les exige no solo respetar la ley, que es una obligación de todos, sino también hacer que los demás la respeten, y, adicionalmente, contraer el compromiso de servir a la comunidad. Estos rigurosos requerimientos son dados por la naturaleza de los intereses que administran. Son intereses ajenos, no propios. Por consiguiente, se supone que quienes asumen esas posiciones es porque se elevan por sobre los demás, por sus cualidades, personales y profesionales, debidamente verificadas. Esta es la razón por la que se han aprobado procedimientos de selección y de nombramiento para los funcionarios públicos. Para asegurarse que tengan las cualidades requeridas para el cargo a desempeñar.
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Cuando el más alto funcionario del Estado se asegura de estar por sobre todas las instituciones, arrogándose potestades que suponen el desconocimiento de las competencias legales de los demás, ceden los cerrojos puestos para prevenir y reprimir los abusos y se coloca fuera del alcance del sistema cuya función es evitarlo y su formación viene desde los albores de la humanidad. En adelante todo es posible, porque lo admitido y lo no admitido, se fija en función del interés, no de la comunidad, sino del gobernante.
En este esquema, intrínsecamente corrupto, todo está al alcance del Supremo. Si decide aprovecharse de la función pública para incrementar su patrimonio personal, nadie está en capacidad de evitarlo. Igualmente, nadie puede impedir que ejerza el Poder para mantenerse en él. Lo que estimula a los demás para hacer lo mismo, puesto que solo el Supremo podría frenar sus bajos impulsos. En estas condiciones, se desarrolla un estrecho vínculo entre todos los participantes, quienes se aseguran de evitar que un cambio de circunstancias les sea adverso. Se empeñarán en rodear de formalidades legales sus fechorías, evitando que trasciendan y pactando, explícita o tácitamente, proteger con el silencio a todos los involucrados, porque es de conveniencia de todos. No ven, no oyen ni dicen nada. Esto es de la esencia de la corrupción, puesto que el secreto impide que trascienda el hecho o se identifique a los responsables. Quien viole el pacto de silencio, sufrirá las consecuencias, que van, desde la amenaza, hasta la muerte del delator o de su familia.
El promotor del proceso corruptor, desde el vértice de la jerarquía política y administrativa, sabe que las acciones en solitario solo tendrán consecuencias para él, hará, entonces, cuanto esté a su alcance para que otros participen, especialmente sus adversarios. Apelando a las reglas de la democracia formal, permite que, en las instituciones encargadas de perseguir la corrupción, designen, de entre sus parciales (siempre que sean confiables o, personal o familiarmente, vulnerables), los miembros minoritarios de los órganos colegiados o los que ocuparan los cargos de suplencia, cuando se trate de órganos unipersonales. De ese modo retiene el poder y genera en la oposición la falsa sensación de participar en los procesos de decisión, dándose por bien servida, cuando, en realidad, están participando en el proceso corrupto y corruptor y en, caso de que se dé, también de las consecuencias.
Si a esto, puede agregar la reforma de los instrumentos, metodologías y técnicas de persecución del delito de corrupción, imponiendo el secreto oficial a los casos que le interesen, reduciendo las penas para los delitos de corrupción y constituyendo centros de decisión en los que participen los responsables directos de la persecución de la corrupción, en cuyo seno se reorienten sus acciones o se tornen selectivas, ha cerrado, entonces, el circulo de protección definitiva. Este es el momento en que se constituye plenamente el sistema de impunidad. Lo que no puede lograrse sin la participación de la supuesta oposición política.
En adelante, nada ni nadie puede alcanzarlo a él o a sus secuaces. Nada irregular trasciende. Si el hecho corrupto es desconocido nadie debe temer porque en ningún caso estarán en peligro. Lo que es un juego inocente en el niño, es una maquinación perversa en el adulto y un crimen cuando se trata del servidor público.
En esto reside la certeza de la sentencia latina, que según el Papa Francisco es de San Gregorio Magno: “Corruptio optimi pessima”, es decir, “la corrupción de los mejores es la peor de todas”. De ahí que la Conferencia Episcopal nos exhorte a “rehabilitar” la Política, la Democracia, el Derecho y la Esperanza.
Para evitar la peor de las corrupciones, estimado lector, debemos, siguiendo la exhortacion de la Conferencia Episcopal, reconstruir el Estado de Derecho, declarando la plena vigencia de la Seguridad Jurídica, en otras palabras, votar conscientemente, pensando en el bienestar de su familia y en las generaciones que vendrán.
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Tengo algunos años de experiencia y me encanta practicar el periodismo incómodo que toque los tinglados del poder, buscando cambios en la forma de gobernar y procurar el combate a la corrupción, develando lo que el poder siempre quiere ocultar. Ver todas las entradas