Por: Víctor Meza
Aunque oficialmente se denominan partidos políticos, la gente tiende a llamarles partidos de maletín o partidos de bolsillo, remarcando así su carácter minoritario y, en muchos casos, su cuestionado origen y finalidad dudosa. Son pequeñas agrupaciones políticas que surgen o se reaniman siempre que se acercan las elecciones generales cada cuatro años. Sus promotores, algunos de ellos “políticos de oficio”, es decir una especie de malandrines en apogeo, se las ingenian para inscribir sus mini partidos y participar en los torneos electorales. Los beneficios que obtienen siempre serán mayores que los esfuerzos que realizan para conformar los grupos e inscribirlos legalmente en el Tribunal electoral.
A veces deciden aliarse, generando figuras híbridas de curiosa composición en la que participan los grupos que ni siquiera han nacido con aquellos que ni siquiera han crecido. Una simbiosis singular en la que confluyen desde despistados ciudadanos, hasta folclóricos personajes de la picaresca política criolla. Sus dirigentes, casi siempre individuos de columna elástica y principios gelatinosos, pululan en torno a los círculos del poder ofreciendo sus servicios y proponiendo alianzas tan curiosas como desproporcionadas. Sabedores de su escasa fuerza, los jefecillos de los partidos pigmeos le apuestan al regateo y trasiego de las famosas credenciales, documentos oficiales que les permiten acreditar dos representantes en cada mesa electoral, con la divertida excusa de asegurar su representación política y la vigilancia adecuada.
El negocio de las credenciales, es decir su venta al mejor postor que, por supuesto, casi siempre es el partido gobernante, es la verdadera razón de ser de algunos de esos partidos en miniatura. No todos, por supuesto, justo es decirlo. Algunos fueron creados en la segunda mitad del siglo pasado con buenas y prometedoras intenciones, sin duda. Pero, por varias razones que no son motivo de este artículo de opinión, no lograron crecer, más bien entraron en un lento proceso de evaporación electoral que los ha llevado al borde de la inanición política. Otros, simplemente fueron creados para hacer negocio electoral, apoyando al partido oficial y recibiendo generosas porciones de la deuda política legal. Para ellos, la venta de las credenciales se convierte en una simple transacción monetaria, que, a su vez, le permite al comprador redoblar con creces su fementida “representación” en las mesas electorales y “competir” con ventaja desleal frente a los demás actores políticos. Otros de esos partidos bonsái simplemente son obra y creación del poder gubernamental que, valiéndose de argucias y abusivo control de los órganos electorales, se las ingenia para dar vida momentánea a pequeños grupos de vividores y truhanes que han hecho de la política un habilidoso y productivo modus vivendi. De todo se encuentra en la viña del señor…
La proliferación de esos mini partidos no es ni puede ser una saludable señal de un tonificante y plural multipartidismo, como nos quieren hacer creer sus promotores y financistas. Es al revés: la abundancia de tales grupos es una maniobra no tan encubierta para mantener vivo al agonizante bipartidismo. Y si alguien lo duda, veamos esa funesta triple alianza entre los dos partidos tradicionales y la Democracia Cristiana, que les permite a sus beneficiarios repartirse con calculado cinismo los cargos y posiciones de toda clase dentro de las instituciones que controlan. Esa es una de las formas más grotescas y vulgares de la politización partidaria que afecta y desnaturaliza la institucionalidad estatal.
Aunque la ley dispone requisitos mínimos para asegurar la existencia legal de esos grupúsculos políticos, los intereses del bipartidismo en el sistema judicial se conjugan para asegurarles la vida prolongada y oxigenar su desfalleciente existencia. Esa es una prueba de que la sobrevivencia de la política minúscula, abona beneficios sustanciales a la llamada política mayúscula. El falso multipartidismo contribuye a prolongar la agonía del tradicional bipartidismo.
Es hora ya de incluir en las necesarias reformas electorales un tratamiento riguroso y estricto del desempeño de los partidos de maletín, aplicando la ley y exigiendo porcentajes claros de participación real para que puedan tener derecho a la deuda política y a la representación en los organismos de gestión electoral. La proliferación de esos pequeños grupos en manos de impostores y trujamanes de feria, es una deshonra para el sistema electoral hondureño y una prueba más de la corrupción y los vicios que corroen al sistema de partidos y al régimen político en general. Es hora de ponerlos en su lugar.
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Tengo algunos años de experiencia y me encanta practicar el periodismo incómodo que toque los tinglados del poder, buscando cambios en la forma de gobernar y procurar el combate a la corrupción, develando lo que el poder siempre quiere ocultar. Ver todas las entradas
Un comentario
Lastima de Democracia Cristiana y Unificacion Democratica, cuya fundación si fué autentica, de este ultimo la UD, cuya militancia se pasó al Partido Libre, su cupula que quedó decidió venderse al poder central.