Por: Rodil Rivera Rodil
El Partido Libre ha experimentado grandes pruebas en apenas un poco más de dos años y medio de su gobierno. La mayor de todas ha sido, sin duda, la divulgación del video que muestra al hermano del ex presidente Zelaya aceptando contribuciones para la campaña electoral del 2013 de personas acusadas de narcotráfico. Al margen de las interioridades que rodearon su grabación y de las repercusiones políticas que podrá acarrear para las próximas elecciones, el suceso, por razones obvias, me ha movido a reflexionar acerca de lo que entraña ser o considerarse de izquierda o progresista, independientemente de que se milite o no en un partido de esta ideología.
Por motivos de espacio, no voy a referirme a los orígenes del término izquierda durante la Revolución Francesa, bastante conocidos. Bastará recordar que se identifica con los cambios sociales y económicos que favorecen a las grandes mayorías, aunque el elemento ideológico preponderante que lo caracteriza estriba en la posición que cada movimiento o partido de izquierda adopte en relación a la propiedad privada sobre los medios de producción, aun cuando sea de manera muy indirecta. Así, se habla de izquierda moderada y de izquierda radical, con todos los matices que pueden hallarse entre estos extremos.
La primera, a diferencia de la segunda, no pretende nacionalizar ningún medio de producción y busca la reducción de la desigualdad a través, básicamente, de mecanismos tributarios. La derecha defiende, sin ambages, los intereses del gran capital. Cuando una izquierda mesurada, social demócrata, digamos, aboga por la redistribución de la riqueza por medio de reformas impositivas, como lo pregona el famoso economista francés, Thomas Piketty, y la derecha, en franco contraste, demanda su drástica reducción, como lo predica Donald Trump, la cruda verdad, aunque esta lo niegue o lo quiera encubrir con argumentos de corte seudo económico, es que lo hace porque quiere evitar todo recorte, por ínfimo que sea, de las ganancias de las grandes corporaciones, sin importar lo exhorbitantes que ya sean. Y no por ninguna otra razón.
En la asunción de una posición ideológica de izquierda pueden contar otros factores, como el tener una cierta formación marxista y estar dotado de una mínima sensibilidad social. Un conocimiento básico del marxismo es indispensable si se quieren sortear con conocimiento de causa los problemas y cuestiones que diariamente tiene que afrontar la izquierda, y particularmente, cuando alcanza el poder. Los que afirman que el marxismo ha perdido vigencia no saben lo que dicen. Son muchos los integrantes de la derecha culta que lo conocen y citan a menudo porque están conscientes que constituye el mejor método para conocer e interpretar el devenir de la naturaleza y de la sociedad.
La célebre obra de Carlos Marx “El 18 de brumario de Luis Bonaparte” sigue siendo considerada por los historiadores, incluyendo a los de la derecha cultivada, como el más brillante estudio que se ha hecho de los acontecimientos que condujeron en Francia al golpe de Estado del 2 de diciembre de 1851 y a la posterior entronización del régimen imperial de Luis Bonaparte, esto es, una obra maestra de lo que ahora denominamos “análisis de coyuntura”. Pues donde Víctor Hugo, en su libro “Napoleón el pequeño”, solo pudo ver un rayo que cayese de un cielo sereno, o lo que es igual, un acto de fuerza de un solo individuo, con lo que, en lugar de empequeñecer al emperador más bien lo engrandeció, y Pierre Proudhon, el revolucionario anarquista francés, en su “Golpe de Estado”, apenas lo apreció como el resultado de un desarrollo histórico anterior, Marx demostró que fue la crucial lucha de clases que azotó a Francia en ese período, que describe con singular maestría, la que creó las condiciones y circunstancias que permitieron a un personaje mediocre, como lo era Luis Bonaparte, representar el papel de héroe.
La sensibilidad social no es menos importante para un hombre de izquierda, quien debe poder “sentir”, por decirlo así, como si fuera en su propia carne, las terribles carencias de sus conciudadanos y entender que la macroeconomía y la microeconomía son nombres puestos al revés, porque la primera se refiere a los fríos datos estadísticos que atañen al Producto Interno Bruto, a la balanza comercial, balanza de pagos y otros similares, mientras que la segunda tiene que ver con las reales y lastimosas condiciones de vida de millones de personas. Pero el buen izquierdista, el inteligente y capaz, tampoco menosprecia a los ricos y propugna por un balance un poco más equitativo con los pobres que permita reducir la enorme brecha que existe entre ambos. Algo similar al experimento que produjo el “milagro” chino, de valerse del sistema capitalista para conducir a su máximo desarrollo las fuerzas productivas del país, mayormente de la industria ligera, lo que, dicho sea de paso, ya había sido puesto en práctica por Lenin en la Unión Soviética en 1921 y que perduró, con notable suceso, hasta 1928.
Existen, además, existen otros temas en los que la discrepancia ideológica no siempre es tan diáfana, o es objeto de confusión, inconsciente o deliberada, o bien, de una clara manipulación política, como sucede con el aborto y la migración, para solo citar dos casos emblemáticos. En lo que respecta al primero, la izquierda históricamente ha defendido el derecho de las mujeres a practicarlo, casi sin limitación alguna, y, muy al contrario de las falsedades difundidas por algunos ideólogos de la derecha, de que Lenin era contrario a él por asociarlo a tesis neomalthusianas, la Unión Soviética, bajo su dirección, fue el primer país en el mundo en legalizar la interrupción voluntaria del embarazo y en permitir su práctica gratuita en los hospitales públicos. Postura que más tarde fue recogida por los partidos liberales, con raras excepciones, y bajo determinadas condiciones, como la violación y el incesto. En tanto que la derecha se centra, en lo toral, en un supuesto y no muy definido derecho del feto más que en los derechos de la mujer.
En cuanto a la migración, este se ha vuelto un problema de enorme trascendencia, especialmente en Europa y los Estados Unidos, del que la extrema derecha ha sabido sacar el máximo provecho debido a que no puede negarse que es válida la preocupación de los nacionales por sus empleos y seguridad frente al masivo e incontrolable arribo de extranjeros, y ello, ante la incomprensible incapacidad de la social democracia para encontrar una solución equilibrada que concilie esa innegable realidad humana con los invaluables principios internacionales de solidaridad.
Ser de izquierda significa haber hecho nuestra, con pleno conocimiento, una de las dos ideologías que mueven al mundo. Y los que, con aires seudo académicos, se empeñan en reiterar que las ideologías son perjudiciales, que son un invento de la izquierda para introducir un falsa división en la sociedad, tampoco saben lo que dicen. Lo que acontece es que no se han percatado que desde que nacieron han vivido totalmente inmersos en la misma ideología que no les permite ver otra cosa más que a ella misma, por lo que están persuadidos de que siempre ha sido así y que no puede existir ninguna otra distinta. Pasan por alto que esa ideología impera en el mundo desde hace poco menos de cuatro siglos y que alcanzó la madurez hasta el siglo XIX, y menos aún, que desde hace no más de cuatro décadas pasó a una nueva fase, que posiblemente será la última, el llamado neoliberalismo, o lo que es lo mismo, el capitalismo salvaje, por el que la derecha quiere convertirlo todo en negocio y le rinde culto al libre mercado como los creyentes a Dios.
Ser de izquierda, pues, equivale al convencimiento científico de que estar de parte de las transformaciones que se requieren para repartir mejor la riqueza y disminuir la pobreza es estar del lado correcto de la historia. Y, dicho de otro modo, es reconocer la veracidad del lema cristiano de que la pobreza no es designio de Dios. Al día de hoy, puede leerse en un artículo del 24 de agosto recién pasado de diario El País, de España: “Un puñado de sólo 3.000 personas han amasado una riqueza de 14.4 billones de dólares, equivalente al 13 por ciento del PIB mundial, y apenas en1993 su riqueza acumulada equivalía al 3% del PIB mundial”.
Pero también ser de izquierda conlleva sacrificios y sinsabores. Como que te despidan del trabajo, que te nieguen oportunidades y, sin el menor reparo, las den a los que no tienen mérito alguno. Exige soportar frustraciones, que las cosas no resulten como esperábamos, aprender a tolerar los inevitables errores de todo tipo que de seguro se cometerán, en aras del ideal superior del cambio social, y en la confianza, claro está, de que las fallas y el rumbo será enderezado oportunamente. Ser de izquierda acarrea, por definición, la imposibilidad de sumarnos a propósitos que, ya sea directa o indirectamente, beneficien los intereses de la derecha, por mucho que estos se encubran bajo un dudoso manto de una legalidad democrática. Y es bueno saber que, siendo de izquierda, muy a menudo se corre el riesgo de que te arrebaten la libertad o la vida.
Abrazar la causa de la izquierda, en fin, es como escoger la mujer con la que compartiremos nuestro destino, con la que deberemos estar “en las buenas y en las malas” y con la que, como dice la canción de Joan Manuel Serrat, nunca nos importará que no sea perfecta:
“La mujer que yo quiero, no necesita
bañarse cada noche en agua bendita.
Tiene muchos defectos, dice mi madre
y demasiados huesos, dice mi padre.
La mujer que yo quiero, me ató a su yunta
para sembrar la tierra de punta a punta…”.
Tegucigalpa, 11 de septiembre de 2024.
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Abogado y Notario, autor de varios ensayos sobre diversos temas de derecho, economía, política e historia; columnista por cuarenta años de varios diarios, entre ellos, EL Pueblo, El Cronista, Diario Tiempo y La Tribuna, y diputado por el Partido Liberal al Congreso Nacional de 1990-1994. Ver todas las entradas