Por: Slavoj Žižek
LIUBLIANA – La sorpresa en las elecciones del Parlamento Europeo de este mes fue que el resultado que todos esperaban… realmente ocurrió. Parafraseando una escena clásica de los hermanos Marx, es posible que Europa hable y actúe como si estuviera desplazándose hacia la derecha radical, pero no dejen que eso los engañe; en realidad Europa… está desplazándose hacia la derecha radical.
¿Por qué debemos insistir con esta interpretación?, porque la mayoría de los medios de difusión dominantes han tratado de restarle importancia; nos sigue llegando este mensaje: «Es cierto, Marine Le Pen, Giorgia Meloni y Alternative für Deutschland (AfD) de vez en cuando coquetean con los modelos fascistas, pero no hay motivo para entrar en pánico porque siguen respetando las normas e instituciones democráticas cuando llegan al poder». Sin embargo, esta domesticación de la derecha radical debiera preocuparnos a todos, porque indica que los partidos conservadores tradicionales están dispuestos a seguirle la corriente al nuevo movimiento; silenciosamente se abandonó el axioma de la democracia europea posterior a la Segunda Guerra Mundial: «no colaboraremos con los fascistas».
El mensaje de estas elecciones es claro: la grieta política en la mayoría de los países de la UE ya no se da entre la derecha y la izquierda moderadas, sino entre la derecha convencional —encarnada en el gran ganador, el Partido Popular Europeo o PPE (que incluye a la democracia cristiana, los conservadores liberales y los conservadores tradicionales)— y la derecha neofascista, representada por Le Pen, Meloni, y el AfD, entre otros.
La cuestión ahora es si el PPE colaborará con los neofascistas. La presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, interpreta al resultado como el triunfo del PPE frente a ambos «extremos»… Sin embargo, el nuevo Parlamento no incluirá a ningún partido de izquierda cuyo extremismo sea remotamente comparable al de la extrema derecha. Esa mirada «equilibrada» por parte de los principales funcionarios de la UE constituye una señal ominosa.
Cuando hablamos hoy del fascismo no debemos limitarnos al Occidente desarrollado; una política similar ha estado ganando terreno en gran parte del Sur Global. En su estudio sobre el desarrollo de China, el historiador marxista italiano Domenico Losurdo (conocido también por su rehabilitación de Stalin) enfatiza la diferencia entre el poder económico y el político: mientras avanzaba con sus «reformas», Deng Xiaoping era consciente de que son necesarios elementos capitalistas para liberar a las fuerzas productivas de la sociedad, pero insistió en que el Partido Comunista de China (PCCh) debía mantener un férreo control del poder político (como representante autodenominado de los obreros y agricultores).
Es un enfoque con profundas raíces históricas; durante más de un siglo China abrazó el «panasianismo», que surgió hacia fines del siglo XIX para oponerse a la dominación y explotación imperialista occidental. Como explica el historiador Viren Murthy, este proyecto se basó siempre en el rechazo al individualismo liberal y el imperialismo occidentales, no al capitalismo occidental. Basándose en las tradiciones e instituciones premodernas, los panasianistas argumentaron que las sociedades asiáticas podían organizar su propia modernización para lograr un dinamismo aún mayor que el occidental.
Aunque el propio Hegel entendía que Asia era un entorno de orden rígido que no permitía el individualismo (la libre subjetividad), los panasianistas propusieron un nuevo marco conceptual hegeliano: como la libertad que ofrece el individualismo occidental niega en última instancia al orden y conduce a la desintegración social, sostuvieron, la única manera de proteger a la libertad es canalizándola hacia una nueva agencia colectiva.
Podemos encontrar uno de los primeros ejemplos de este modelo en la militarización y expansión colonialista japonesa previa a la Segunda Guerra Mundial. Pero las lecciones históricas se olvidan pronto, en la búsqueda de soluciones a los grandes problemas, muchos occidentales podrían encontrar al modelo asiático que subsume a los impulsos individualistas y al ansia de significado en un proyecto colectivo como una novedad atractiva.
El panasianismo tendió a oscilar entre sus versiones socialista y fascista (cuya división no siempre fue clara), recordándonos que el «antiimperialismo» no es tan inocente como tal vez parezca. En la primera mitad del siglo XX, los fascistas japoneses y alemanes se presentaron con frecuencia como defensores contra el imperialismo estadounidense, británico y francés, y ahora vemos a políticos nacionalistas de extrema derecha que adoptan posiciones similares para la Unión Europea.
Se puede discernir la misma tendencia en la China post-Deng, a la que el politólogo A. James Gregor clasifica como «una variante del fascismo contemporáneo»: una economía capitalista controlada y regulada por un Estado autoritario cuya legitimidad se enmarca en los términos de la tradición étnica y la herencia nacional. Por eso el presidente chino Xi Jinping enfatiza la larga historia China, que se extiende de manera continua hasta la antigüedad. Aprovechar los impulsos económicos en pos de proyectos nacionalistas es la propia definición del fascismo; también podemos encontrar dinámicas políticas similares en la India, Rusia, Turquía y otros países.
Es fácil entender por qué este modelo ha ganado terreno: mientras que la Unión Soviética sufrió una desintegración caótica, el PCCh avanzó con la liberalización económica, pero retuvo un estricto control. Por ello, los simpatizantes de la izquierda favorables a China la alaban por haber subordinado al capital, a diferencia de lo que ocurre en los sistemas estadounidense y europeo, donde el capital es dueño y señor.
Pero el nuevo fascismo también se basa en tendencias más recientes. Además de Le Pen, otro de los grandes ganadores en las elecciones europeas es Fidias Panayiotou, cipriota y personalidad de YouTube, que había llamado la atención con sus esfuerzos para abrazar a Elon Musk (mientras esperaba a su objetivo afuera de la sede de Twitter, alentó a sus seguidores a enviar correo no deseado a la madre de Musk). Finalmente, Musk se encontró con Panayiotou y lo abrazó, después de lo cual este anunció su candidatura al Parlamento Europeo (se presentó con una plataforma antipartidista, obtuvo el 19,4 % del voto popular y consiguió así una banca).
En Francia, el Reino Unido, Eslovenia y otros lugares también brotaron como hongos personajes similares. Todos justificaron sus candidaturas con un argumento «de izquierda»: como la política democrática da risa, los payasos bien pueden postularse. Es un juego peligroso, si la política emancipatoria saca de quicio a suficiente gente y esta acepta la retirada hacia las payasadas, se amplía el espacio político del neofascismo.
Para reclamar ese espacio es necesaria la acción auténtica y seria. Más allá de todos mis desacuerdos con el presidente francés Emmanuel Macron, creo que hizo lo correcto al responder a la victoria de la extrema derecha disolviendo la Asamblea Nacional y llamando a nuevas elecciones legislativas. El anuncio sorprendió a casi todos y ciertamente conlleva riesgos, pero vale la pena correrlos. Incluso si Le Pen gana y decide quién será el próximo primer ministro, Macron, como presidente, mantendrá la capacidad de movilizar a una nueva mayoría contra el gobierno. Debemos combatir al nuevo fascismo con toda la fuerza y velocidad posibles.
Slavoj Žižek, profesor de Filosofía de la European Graduate School, es director internacional del Instituto Birkbeck de Humanidades de la Universidad de Londres. Su último libro es Christian Atheism: How to Be a Real Materialist [El ateísmo cristiano o cómo ser un verdadero materialista] (Bloomsbury Academic, 2024).
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