Por: Rodil Rivera Rodil
El pasado miércoles 15 de este mes, en el programa “Frente a Frente” del periodista Renato Álvarez comparecieron dos representantes de una ZEDE, un profesional del derecho y un ejecutivo, este último por más señas político liberal, abogando a capa y espada por el supuesto derecho constitucional adquirido por estas empresas a seguir operando aun después de haber sido derogada la ley que las “autorizó” a instalarse en nuestro país. O, dicho más claro, defendiendo lo indefendible, cual es la mayor violación que jamás se ha cometido en contra de nuestra soberanía e integridad territorial.
En esta columna he insistido muchas veces en que la Constitución de la República, más que jurídica, es una ley fundamentalmente política. Y empleado este término en su correcto y noble sentido, como la ciencia de gobernar un Estado, lo que incluye la ineludible obligación de defender hasta las últimas consecuencias sus atributos esenciales, como son la soberanía y el territorio, sin los cuales este deja de serlo.
Para que se tenga una idea más clara del significado profundo de nuestra constitución permítaseme recordar que no es más que la continuidad histórica del pacto social que en nombre y representación de todos los habitantes de Honduras suscribieron como diputados seis de nuestros compatriotas el 11 de diciembre de 1825, una vez que finalizó la anexión al imperio mexicano que en mala hora acordó la federación centroamericana en que nacimos a la vida independiente.
En ese contrato social, o constitución, hicimos uso de nuestro propio albedrío como pueblo, asumimos soberanía, o lo que es igual, el poder supremo para disponer las reglas con las que conviviríamos de allí en adelante, y fijamos como territorio patrio el que comprendía el “obispado de Honduras”, el que, en el ámbito religioso, fuera asignado en 1539 por una bula del papa Paulo III al obispo Fray Cristóbal de Pedraza, quien dos años más tarde radicaría su sede en el puerto de Trujillo.
Esta es la tierra, por tanto, que la historia nos deparó. Es nuestra si, porque la heredamos de nuestros antepasados, pero no como sus dueños absolutos para hacer lo que quisiéramos, sino únicamente para ser sus custodios, para protegerla, hacerla producir y conservarla intacta para nuestros descendientes y estos para los suyos. De lo anterior se desprende el incontrovertible principio fundacional de que nadie, ya sea legislador o dictador, puede ceder, dar en concesión o en cualquiera otra forma enajenar o permitir que una sola pulgada de ella quede sustraída a nuestro poder soberano.
Pretender, entonces, que alguna de las constituciones que hemos tenido, incluyendo, por supuesto, la actual, pueda incluir o admitir una reforma, o la validez de una ley ordinaria, que en cualquier forma niegue o vulnere ese poder soberano y nuestro territorio, más que de una mera transgresión a nuestra Constitución conlleva un absurdo político jurídico. Y sobre lo absurdo, sobre lo que no tiene sentido por ser opuesto a la razón, no cabe debatir. Y más en este caso, en que tal concepción es contraria a nuestra existencia misma como Estado, o sea, a nuestra “razón de Estado”, entendida esta conforme al pensamiento de Maquiavelo:
“En las deliberaciones en que está en juego la salvación de la patria, no cabe detenerse por consideraciones de justicia o de injusticia, de humanidad o de crueldad, de gloria o de ignominia. Ante todo, y, sobre todo, lo indispensable es salvar su existencia y su libertad”.
Y Giovanni Botero, considerado, junto con Gramsci, otro gran teórico de la razón de Estado y quien la elevó a la categoría de doctrina, no obstante, su discrepancia con Maquiavelo en la idea del príncipe, coincide con él al definirla como la “noticia de los medios aptos para fundar, conservar y ampliar un dominio”. Pero nunca para debilitarlo o disminuirlo, ni en cuanto a su territorio ni en lo que respecta a sus atribuciones soberanas.
La inconstitucionalidad de las ZEDES es, pues, de carácter axiomático, no necesita ser demostrada. De ahí que hayan provocado indignación en muchos hondureños los exasperados esfuerzos que con gran soberbia desplegaron sus apoderados en el mencionado programa de televisión para tratar de probar un ilusorio fundamento constitucional de que en esas empresas mercantiles los tres poderes del Estado de Honduras no tendrán ninguna jurisdicción ni regirán las leyes laborales, tributarias, administrativas ni de ninguna otra clase que emita el Congreso Nacional durante ¡nada menos que medio siglo!
Esta tortuosa concepción de las ZEDES que Juan Orlando Hernández quiso implantar en Honduras se enmarca en la del enclave neocolonial que los Estados Unidos impusieron a sangre y fuego en Panamá durante más de 70 años, al que los panameños no podían ingresar sin un permiso especial so pena de ser masacrados, tal como ocurrió el 9 de enero de 1964, bautizado para la historia como “Día de los Mártires” cuando miles de panameños se propusieron penetrar en la Zona del Canal en protesta por la negativa de sus autoridades a izar la bandera nacional junto con la norteamericana, como había sido sugerido por una comisión bipartita creada específicamente para tal efecto.
El desconocimiento de la inmensa mayoría de los hondureños, incluyendo profesionales de las ciencias jurídicas, no del simple texto de los preceptos constitucionales -esos cualquiera se los puede aprender de memoria- sino de lo que, en verdad, representa la Constitución de la República, obedece, en gran medida, a la ausencia entre nosotros del fenómeno sicológico colectivo que los tratadistas denominan “sentimiento constitucional”. El que, en una pobre definición, consiste en la aceptación o credibilidad de una sociedad, por encima de cualquier diferencia, en un orden superior obligatorio para gobernantes y gobernados. Sentimiento que, desde luego, no puede surgir en donde la generalidad de la población adolece de información básica sobre su constitución.
Una explicación de esto puede hallarse en que nuestro pueblo ha tenido muy poca participación, por no decir ninguna, en la gestación de nuestras constituciones, por lo que no siente que sean de su autoría sino de las élites que lo han subyugado desde siempre. Y si no podemos decir que hay desconfianza hacia la Carta Magna tampoco podemos hablar de fidelidad. Pero si de una inquietante indiferencia.
Aunque debo reconocer que en el caso de las ZEDES se manifestó con gran vehemencia, no tanto el sentimiento constitucional, sino el patriotismo, esa pasión, más originaria e instintiva, si se quiere, que mueve a los hombres a dar la vida por la libertad del suelo que los vio nacer, aun antes de contar con un Estado y una constitución. Y, de repente, también habría sido el que impulsó a los diputados nacionalistas y liberales, que tan irreflexivamente las habían aprobado, a votar unánimes por su abrogación.
Pero lo más preocupante, quizás, fue el deshonroso comportamiento de la cúpula de las Fuerzas Armadas al tolerar el vergonzoso atropello, no obstante, el juramento constitucional que prestaron de “defender la integridad territorial y la soberanía de la República” y su autoproclamado apego a los ideales morazanistas.
¡Y qué decir de los propietarios de las ZEDES que, en lugar de acogerse a los beneficios que les brindan los regímenes especiales que contempla la legislación hondureña, o recurrir, si así lo prefieren, a los tribunales de justicia a reclamar un derecho que no tienen, se aprovechan de la prensa hondureña para confundir e introducir la duda en nuestro pueblo con el claro propósito de descalificar la lucha por erradicarlas! ¿O acaso es que los dueños de estos medios de comunicación y sus periodistas no están persuadidos en lo personal de que, efectivamente, estos negocios suplantan nuestra soberanía y usurpan los poderes constituidos? Por lo que su causa es contraria a la moral cívica y al interés público que el periodismo debe observar, según su código de ética.
Repárese en que, bien vista, cabe perfectamente la comparación entre las ZEDE y cualquier país que nos hubiera invadido, pues ambos perseguirían exactamente el mismo objetivo: apoderarse de al menos parte de nuestro territorio para gobernar a su antojo en él. Justo como aconteció en 1969. En el afán de proyectar una dudosa objetividad e imparcialidad, ¿se atreverían nuestros comunicadores sociales a invitar a los generales enemigos a que expusieran al pueblo hondureño en sus programas de radio y televisión las razones que tuvieron para atacarnos a mansalva?
Pues es igual. Las ZEDE tienen un origen espurio, fueron entronizadas en Honduras, en un acto de lesa soberanía cuyos alcances debe investigar a profundidad el Ministerio Público, por el más corrupto presidente de nuestra historia que hoy se halla a la espera de ser juzgado por narcotráfico en una cárcel estadounidense. Y ellas mismas fueron repetidamente advertidas de la ilegalidad de lo que hacían y objeto del repudio de la ciudadanía. Y, aun así, siguen procurando burlarse de nosotros y salirse con la suya.
He aquí el porqué, estimado lector, un patriota nicaragüense que se llamó Augusto César Sandino alcanzó la gloria inmortal hace cerca de 100 años. Porque en lugar de ponerse a discutir sobre la soberanía de su país, mancillada por tropas norteamericanas, “se ciñó la doble carrillera”, como cuenta Jacobo Cárcamo de Emiliano Zapata, y se lanzó a una desigual batalla contra ellas. En otras palabras, porque fue fiel hasta la muerte a su célebre proclama: “La soberanía de los pueblos no se discute, se defiende con las armas en la mano”.
Tegucigalpa, 21 de junio de 2022.
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Tengo algunos años de experiencia y me encanta practicar el periodismo incómodo que toque los tinglados del poder, buscando cambios en la forma de gobernar y procurar el combate a la corrupción, develando lo que el poder siempre quiere ocultar. Ver todas las entradas