Efemérides, historia y política

Por: Rodolfo Pastor Fasquelle
Pocas ocasiones hay más significativas que las llamadas independencias o el final de una guerra: ambas generan nuevas identidades. Aunque, en rigor, las independencias solo “terminarían” cuando todas las naciones se sometieran a un gobierno universal —y entonces ninguna sería del todo independiente— y las guerras parecerían desplazarse al espacio exterior. Las efemérides son sencillas: celebran hitos únicos, en plano. La historia es más compleja: rastrea procesos y está bordada de contradicciones. Aun cuando se presenten como hechos históricos, las efemérides interesan más a la política que a la historia; hablan más de la coyuntura en que se celebran que del proceso del que son apenas un recuerdo jabonoso.”
Casi al mismo tiempo, Japón conmemora la tragedia de la bomba atómica que lo obligó a rendirse en la primera semana de agosto de 1945 —hace 80 años—, y una semana más tarde (el 15 de agosto) Corea celebra la “Restauración de la Luz”, su llamada Independencia, que en realidad fue una liberación respecto de Japón. ¿Qué significa hoy hablar de independencia en Corea, en un mundo interdependiente?
La ocupación japonesa
Invirtiendo con método, en las últimas décadas del siglo XIX el Imperio del Sol Naciente se apropió de buena parte de los recursos y de la infraestructura estratégica de la península coreana hacia 1900, provocando fuerte resentimiento y necesidad creciente de injerencia. Aisló a la corona —incluso con el magnicidio de la reina Min, símbolo de la resistencia, que buscaba balancear influencias externas—, y el imperialismo japonés avanzó su proyecto.
Tras derrotar en varias guerras a chinos y rusos —que también disputaban influencia en la península—, Japón impuso sobre Corea un Protectorado mediante el Tratado de Eulsa (1905), desigual por excelencia y contrario a la voluntad del emperador viudo Gojong. Aquella “protección” devino dominación total con el Tratado de Anexión de 1910, firmado por el primer ministro Yi Wan-yong —político colaboracionista— contra la voluntad del emperador Sunjong y a instancias de una élite acomodada a los intereses japoneses: un partido pro-japonés. Corea siempre ha tenido facciones subordinadas a potencias externas —ayer pro-mongol, pro-Yuan, pro-Ming, pro-Meiji, pro-ruso; hoy pro-chino o pro-estadounidense—, con sus intelectuales orgánicos dispuestos a justificarlas.
El gobierno coreano se disolvió ipso facto en 1910 y se estableció una administración colonial directa que implementó una política de asimilación contra el idioma y la cultura coreanos, percibidos como inferiores. De hecho, se pretendió hacer desaparecer la identidad misma, considerada innecesaria.
Aún hoy el tema es controvertido y rara vez se aborda con candor o valentía. ¿Se beneficiaban las élites locales de las inversiones japonesas en procura de materias primas y comercio? Muchos miraban a Japón con admiración: ejemplo y vehículo de modernidad y —alegaban, con poca sustancia— garantía frente a amenazas externas e internas. Aún ahora, algunos sostienen que Japón “civilizaba” a la vez que modernizaba. Incluso un intelectual coreano de gran prestigio llegó a formular la teoría de que la ocupación y la asimilación japonesas fueron una mejora y la restauración de virtudes perdidas.
Los colaboracionistas pudieron pensar, además, que las armas japonesas garantizaban mejor sus intereses, en un contexto de fuertes tensiones campesinas —como en casi todo el mundo entonces—, en Corea con tinte fundamentalista y, sin duda, milenarista. Por contraste —y conviene recordarlo, lo exige la efeméride—, además de los campesinos hubo patriotas en la élite (pocos, pero hubo): ministros de la corte, altos funcionarios, maestros eruditos y oficiales coreanos que, entre 1900 y 1910 y después, llegaron incluso al suicidio, en protesta pasional ante la humillación de aquel despojo.
La lucha por la independencia
Corea hubo de librar una larga lucha por su independencia: organizó gobiernos republicanos clandestinos en el extranjero, comités de políticos emigrados y se incorporó a fuerzas militares enemigas de Japón. Otros tantos coreanos colaboraron: militares y policías pelearon del lado japonés, mientras cientos de miles trabajaban en su industria para suplir la mano de obra que exigía la movilización total en la isla. Dentro del país se formaron cuadros de resistencia con sus propios héroes, algunos curiosamente desestimados por razones ideológicas.
La liberación de Corea —tras la derrota total de Japón en 1945— se alcanzó aquel 15 de agosto, Día de la Restauración de la Luz (Gwangbokjeol), una semana después de la rendición. Aunque se la llame heroicamente Independencia —y aunque así la denomine el presidente Lee—, ¿no fue en realidad un resultado fortuito de otra disputa, y el antecedente de una nueva y larga lucha? Que desembocó en dos Estados nacionales en 1948 y luego en otra guerra que, en rigor, fue civil (entre facciones de una misma nación originaria). En ella intervinieron masivamente potencias y decenas de países: unos, en nombre de la ONU, afirmando defender la democracia de Syngman Rhee; otros, como los voluntarios chinos y algunos militares rusos, que en realidad vinieron a hacer la guerra para sostener gobiernos afines a sus intereses.
La memoria dolida de la guerra
La Segunda Guerra Mundial —como toda guerra— dejó espantos y calamidades que abren heridas profundas y traumas psíquicos casi insuperables: tragedias personales y colectivas, masacres y abusos multitudinarios cuyos efectos se reflejan en el comportamiento de los descendientes varias generaciones después.
A comienzos de la semana pasada, en agosto de 2025, The New York Times publicó un extenso reportaje sobre soldados sobrevivientes que hoy rechazan las retóricas con que —siendo jóvenes— el Imperio japonés los reclutó para arrastrarlos a los desastres y barbaridades de una guerra de expansión: de Manchuria a Nankín, de Corea a Oceanía, pasando por Filipinas y de Vietnam a Taiwán. “No lo hagan”, aconsejan. “No hagan caso de esas propagandas”, predican —patéticos y lúcidos— a los jóvenes de hoy.
En Japón, el gobierno —ya plenamente controlado por la derecha nacionalista— ha acogido desde hace tiempo una versión revisionista de esa historia, alegando que el país circa 1930 estaba acosado y buscaba defenderse de un exterior agresivo: su guerra imperialista habría sido, pues, ¿defensiva? Se rehúsa a pedir disculpas por los daños causados a terceros —dizque ya lo hizo suficiente—. Tal vez piensan también que Estados Unidos tampoco está pidiendo perdón. ¿Qué están solos? En efecto, nadie pide perdón cuando todavía hay locos en el mundo que sueñan esas pesadillas del amplio hinterland.
En China no han perdonado los horrores de Nankín. Tampoco aquí: los coreanos resienten vivamente los muchos crímenes de guerra japoneses y recuerdan con particular amargura los cometidos contra las muchachas reclutadas por la fuerza —prácticamente esclavas sexuales (comfort women) de los ejércitos japoneses—, una gran parte de ellas coreanas. Por su tragedia se escenificaron protestas semanales frente a la embajada de Japón en Seúl hasta hace unas semanas, cuando, al cambiar el gobierno, cesaron casi automáticamente.
Esos traumas interfieren las relaciones entre países. Los demagogos los instrumentalizan y aprovechan esa memoria dañada para estorbar vínculos inevitables entre vecinos; interpretan accidentes de la vecindad como agresiones, atan cada diferendo posterior a un odio antiguo e inextinguible y atizan los malos sentimientos del ignorante a ambos lados de la frontera. Mientras tanto, otros políticos quieren valerse del revisionismo historiográfico para blanquear los hechos y justificar un neonacionalismo redivivo, al tiempo que recuerdan —con solemne amargura— los agravios del pasado. En toda batalla, cada parte acomoda su memoria según su conveniencia y su punto de vista, y queda atrapada en sus propias mentiras o en sus autoconfirmaciones contradictorias. Como en la convivencia cuántica de los físicos. Y, como recuerda Kurosawa en Rashomon, todas las historias son verdaderas, y Kanazawa es Japón.
La efeméride en clave política
El presidente Lee escapa de esa fijación terrible: no busca culpables, sino caminos de solución. Por eso, aunque al final formularé un reclamo, me gustó su discurso en esta celebración solemne —cada 15 de agosto en el Teatro Nacional— para mirar de frente el problema del país. Antes, se había aprovechado la concentración popular en la plaza para divulgar el plan de gobierno: un plan encomendado, tras la elección, a una comisión que, mediante consultas masivas a la población, concretó 123 iniciativas de respuesta y que, además, se compromete —mediante reformas judiciales y constitucionales— a prevenir corruptelas e interferencias militares en la política. Lee lo presentó como el “Plan de la Luz”, vinculándolo a la efeméride y seleccionando para lectura fragmentos del plan y del discurso según el segmento de la audiencia y el propósito.
En relaciones exteriores, Lee argumentó que hay que superar la memoria dañada asumiendo cada cual su responsabilidad, para caminar hacia adelante en relaciones ineludibles —como las de Corea con sus vecinas—, cruciales para la seguridad (también la económica) y el progreso de las naciones y de la región en su conjunto. Del mismo modo, hay que superar la conflictividad entre las dos Coreas para construir juntos una ruta de futuro, paz y prosperidad, y prevalecer sobre la polarización ideológica exacerbada. Fue el discurso astuto de un hombre de Estado, con dignidad y sabia ecuanimidad. Ha pasado un siglo casi, hay que ver al porvenir.
Casi ese mismo mensaje —negociar diferendos y buscar salidas prácticas— llevó Lee, días después, a la Oficina Oval, tras visitar al primer ministro Kishida, a quien una visita de jefe de Estado ayuda, además, en una situación tan precaria.
Clásico, el nuevo presidente de Corea recurre a frases centenarias. La independencia es —repite—, como decían los exaltados en 1945, “la Restauración de la Luz”. También su gobierno lo es. Su discurso análoga aquel logro de 1945 con la restauración de la ley que consiguió su partido al deponer en 2024 al expresidente Yoon, quien intentó la oscura maniobra de establecer una dictadura mediante la ley marcial con ayuda de fuerzas tenebrosas. Extiende la analogía hacia adelante: el avance tecnológico sobre el cual predica una nueva economía será la luz de un futuro amenazado por los nubarrones del aislacionismo. Ante la amenaza a las exportaciones tradicionales, Corea debe erguirse y presentarse al mundo con la luz de la inteligencia artificial y de la tecnología inteligente en las que lleva ventaja competitiva y que muchos países necesitarán importar. El planteamiento no está exento de problemas, hay unos previos que resolver.
Aun así, genial Lee, sin duda el líder que Corea necesita hoy: con la historia en su mano, para orientar e inspirar. Siempre y cuando alcance a ver más allá de la pecera —en forma de moon-jar— del Noreste Asiático, hacia la vasta extensión azul del Pacífico, el ancho mundo que China claramente está abrazando. Donde, en lugar de recortar su ayuda —como también hizo Trump— un 20% a países que se necesitan prósperos, aliados estratégicos y futuros clientes, Pekín mas bien aumenta la ayuda, pone capital a disposición, ofrece energía limpia, infraestructura y una mano amiga, y defiende el respeto al derecho internacional como requisito de la relación. ¡No hay otro siglo sin nosotros! Y América Latina se ha declarado a sí misma Zona de Paz. No necesita más armamento que el de la policía.
Seúl, 2 de septiembre de 2025





