Por: Víctor Meza
De todas las consignas que los grupos y partidos políticos de oposición suelen corear en sus manifestaciones públicas, la que proclama la unidad de sus filas parece ser la más sensata y racional. A lo mejor por eso mismo, es la más constante y repetida. Todos, de una u otra manera, demandan la unidad en tanto que condición clave para una estrategia de oposición exitosa. Y tienen razón.
Pero, aunque casi todos reconocen la necesidad de promoverla, no son todos los que coinciden en la forma y el contenido que debe tener esa unidad. El acuerdo llega hasta el momento en que se declara que la unidad es condición clave para derrotar políticamente al régimen actual y lograr la anhelada salida del inquilino ilegal de la Casa de gobierno. Hasta ahí las coincidencias abundan. A partir de ese momento, surgen las diferencias y las opiniones encontradas.
Para algunos la unidad debe articularse en torno a un objetivo común: la derrota del régimen. Para otros, esa unidad solo sería válida si se conforma a partir de los llamados “principios” doctrinarios o dogmas ideológicos. Los partidarios de la primera posición, suelen ser los más pragmáticos y menos ideologizados. En cambio, los promotores de la segunda opción, se aferran a sus postulados doctrinarios y ponen como condición de unidad la lucha para cambiar lo que llaman “el sistema”. Aunque todos tienen el denominador común del rechazo y la eventual derrota del régimen orlandista como objetivo directo e inmediato, son pocos los que comparten la misma idea sobre el post Orlandato y el futuro inmediato del país. Unos quieren y exigen “el cambio del sistema”, condición básica para construir una plataforma de verdadera unidad. Los demás, más pragmáticos y menos teóricos, se limitan a demandar el cambio de gobierno y la gradual recuperación de la institucionalidad republicana.
Tales discrepancias no son ninguna novedad, aunque sin duda son un fuerte obstáculo para la unidad. En el fondo de todo este debate, si es que así puede llamársele, subyace la vieja contradicción entre revolución y reforma. Los que demandan el cambio de sistema se decantan, al final de cuentas, por una revolución. Los otros, los que apenas exigen el cambio de gobierno, se inclinan por la reforma. Esta vieja controversia entre revolución y reforma tiene una larga historia y ha marcado de manera profunda buena parte de la tradición revolucionaria en las filas de la izquierda marxista y la social democracia internacional. Su intensidad polémica ha dividido a las fuerzas progresistas en todo el mundo y, en más de alguna ocasión, ha echado por tierra proyectos políticos de cambio que habrían merecido mayor apoyo y mejor vida.
La revolución, en tanto que fenómeno total (económico, político, social y cultural) y rebelión de masas, supone la sustitución de una clase por otra, el desplazamiento de las élites y la instauración de una nueva correlación de fuerzas en las relaciones del poder, es un cambio tan global como profundo, que afecta a las raíces mismas del Estado actual y modifica a fondo sus estructuras vitales. Es lo más cercano a la utopía política.
La reforma, sin embargo, es el cambio gradual, sigiloso a veces, la transformación paulatina y calculada de las instituciones y del régimen en su conjunto. Es la ruta cuidadosa de la remodelación del sistema para hacerlo más viable y funcional. No persigue el fin de cambiarlo y sustituirlo, solamente pretende modificarlo para hacerlo más soportable, menos injusto y excluyente.
Mientras la revolución busca asumir el poder para sustituir al modelo político y social, la reforma persigue el control del gobierno para introducir esenciales modificaciones en la forma y el contenido del sistema. Objetivos parecidos solo en la forma, junto a métodos muy diferentes en su esencia.
Si los grupos y partidos de la oposición política quieren en verdad construir una plataforma común de lucha contra el Orlandismo, deben renunciar a la controversia entre revolución y reforma, porque la misma, al menos en este momento histórico, no les conducirá a ninguna parte, como no sea al despeñadero de la trifulca constante y el desacuerdo permanente. Es hora de poner los pies sobre la tierra y saber definir, con rigor y convicción suficientes, los ejes reales de una estrategia política pragmática que sepa privilegiar las coyunturas y aprovechar con inteligencia y astucia las oportunidades cotidianas que les ofrece la historia. El debate puramente ideológico queda para después.
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Tengo algunos años de experiencia y me encanta practicar el periodismo incómodo que toque los tinglados del poder, buscando cambios en la forma de gobernar y procurar el combate a la corrupción, develando lo que el poder siempre quiere ocultar. Ver todas las entradas