Por: John E. Ataguba, David E. Bloom y Andrew J. Scott
CIUDAD DEL CABO/CAMBRIDGE/LONDRES – La pandemia de COVID‑19 ha hecho imposible ignorar el envejecimiento de la población mundial. Es la primera que ocurre desde que en el mundo hay más personas de 65 o más años de edad que menores de cinco; y la letalidad de la COVID‑19 crece rápidamente con la edad.
La intersección de la pandemia con esta nueva realidad demográfica expuso una falla en la arquitectura de gobernanza mundial. No hay ninguna institución internacional específicamente responsable de proteger los derechos y promover los intereses del grupo etario que crece más rápido (las personas mayores de 65). Esta laguna institucional contribuyó a la falta de una respuesta global unificada frente a una pandemia que afecta en forma desproporcionada a esta población. El síntoma más evidente son las inconsistencias en el despliegue de las vacunas, pero hay muchas otras dimensiones de vulnerabilidad. Por ejemplo, en los países de bajos ingresos, el 46% de las personas mayores de 65 años están dentro de la fuerza laboral, y no suelen ser prioritarias en la formulación de políticas.
Otros grupos poblacionales no han sufrido el mismo descuido. El Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF) se ocupa de las necesidades y derechos de los niños; ONU Mujeres promueve la igualdad de género y el empoderamiento femenino; el Fondo de Población de las Naciones Unidas se concentra en las cuestiones de salud sexual y reproductiva; y la Organización Internacional del Trabajo supervisa la normativa laboral y las condiciones de los trabajadores. Pero no hay una organización centrada en la población de más edad. Las personas mayores están incluidas en forma implícita en la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948), pero la falta de un énfasis explícito en ellas, combinada con los cambios demográficos, lleva a que sean una proporción creciente de la población mundial más vulnerable.
Para ver la diferencia que supondría crear una institución centrada en las personas mayores basta pensar en lo que ha hecho UNICEF por los niños. Desde 1990, la tasa de mortalidad infantil se redujo casi un 60%; y si bien esta mejora enorme fue resultado de muchos factores, la labor de UNICEF (sumada a los programas de vacunación y saneamiento) es uno de los más importantes.
Las razones de la falta actual de una institución centrada en los mayores son históricas. La estructura de la población mundial era muy diferente cuando en los años cuarenta se crearon Naciones Unidas y la Organización Mundial de la Salud. En 1950, había alrededor de siete veces más niños menores de quince años que personas de 65 o más. Pero en 2050, ambos grupos etarios serán aproximadamente iguales, y habrá 1500 millones de personas de 65 o más años de edad (casi el doble de la cantidad de niños que había cuando se crearon la ONU y la OMS).
Para subsanar esta falla en la gobernanza global se necesitan dos iniciativas: una Convención de la ONU sobre los Derechos de las Personas Mayores, que provea un marco para la respuesta a desigualdades y vulnerabilidades económicas y sociales, y un organismo internacional, por ejemplo un Programa de la ONU para las Personas Mayores. En muchas de sus actividades, este organismo sería un calco de UNICEF, cuyo ejemplo también seguiría en la protección de las personas más vulnerables y en dar respuesta al maltrato y la explotación.
Es evidente que una prioridad tendrá que ser la salud, un área en la que las necesidades son grandes y las falencias, considerables. El mundo estaba en general mal preparado para la pandemia de COVID‑19. No puede darse el lujo de estar mal preparado para el previsible incremento de enfermedades relacionadas con la edad que se producirá como resultado de cambios demográficos nunca antes vistos, pero muy probables.
Por desgracia, hay tres malentendidos habituales que impidieron a la dirigencia internacional rectificar esta falla institucional. En primer lugar, suele pensarse que el envejecimiento poblacional es un problema ante todo de las naciones ricas. Pero aunque la proporción de personas de 60 o más años de edad es mayor en los países de altos ingresos, en términos absolutos la mayoría de esas personas viven en países de ingresos bajos y medios. Las cifras para este grupo etario son: 308 millones de personas en los países de altos ingresos, 322 millones en los de ingresos bajos y medianos bajos, y 419 millones en los de ingresos medianos altos.
De allí deriva un segundo malentendido: que los países donde la población es mayoritariamente joven no tienen que preocuparse por el envejecimiento poblacional. Todo lo contrario. La expectativa de vida mundial aumentó de 34 a 73 años entre 1913 y 2019; así pues, no basta con satisfacer las necesidades de las personas mayores hoy, hay que garantizar que las del futuro sean tan sanas y productivas como sea posible.
Esta visión de futuro hace evidente el tercer malentendido, que consiste en no analizar el envejecimiento desde un punto de vista de etapas vitales. Un envejecimiento sano implica prestar atención a cada etapa de la vida, desde la prenatal hasta los cuidados terminales. Puesto que los jóvenes de hoy tendrán vidas más largas, un análisis basado en las etapas vitales es necesario para asegurar la justicia intergeneracional y evitar el riesgo de una acumulación de desigualdades a lo largo de la vida.
Aunque el programa que proponemos estará destinado a promover los derechos de las personas mayores, y en particular las más vulnerables, los beneficios pueden ser mucho más generales. Las mejoras en salud pública del pasado favorecieron el crecimiento económico, y es razonable suponer que lo mismo sucederá al mejorar la salud de la población de más edad. En la actualidad, las personas de 55 o más años de edad constituyen un sexto de la fuerza laboral mundial, y todo indica que esta proporción aumentará. De modo que una agenda centrada en las personas mayores también puede generar beneficios macroeconómicos.
El crecimiento de la población mayor y el aumento de expectativa de vida de los jóvenes implican que en muchos países, la red de seguridad social está subdesarrollada. Esta deficiencia en el nivel nacional es un motivo más para tener un organismo mundial encargado de promover el uso de las mejores prácticas en el área.
Para que la arquitectura institucional mundial no excluya a nadie, hay que adaptarla a los cambios en la estructura demográfica, y ello demanda una ampliación explícita de las competencias de la ONU.
Traducción: Esteban Flamini
John E. Ataguba es profesor de Economía en la Escuela de Salud Pública de la Universidad de Ciudad del Cabo. David E. Bloom es profesor de Economía y Demografía en la Escuela T. H. Chan de Salud Pública de Harvard. Andrew J. Scott es profesor de Economía en la London Business School.
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Tengo algunos años de experiencia y me encanta practicar el periodismo incómodo que toque los tinglados del poder, buscando cambios en la forma de gobernar y procurar el combate a la corrupción, develando lo que el poder siempre quiere ocultar. Ver todas las entradas