Por: Leonardo E. Stanley/Latinoamérica21
Vivimos momentos difíciles, coyunturas trascendentales. La humanidad ha cruzado seis de los nueve límites del planeta. El agravamiento de la emergencia climática provoca eventos extremos cada día más potentes, lo cual nos exige mayores inversiones en adaptación. Dicha urgencia induce a los gobiernos a lanzar nuevos proyectos en energías renovables, una inversión en mitigación que reduce la voracidad del riesgo climático. Sin embargo, avanzar con la transición, mutar hacia una matriz energética renovable, genera un impacto financiero que no siempre resulta correctamente mensurado. Así las cosas, los riesgos climáticos ya impactan en el sector financiero, tanto en el presente inmediato (costos que generan los desastres naturales) como a mediano plazo (costos asociados a la presencia de activos varados).
Pero el presente no solo requiere de grandes inversiones; impone también nuevos desafíos, con repercusiones tanto a corto como a mediano y largo plazo. Aunque ello incluye diversas aristas, el análisis aquí se centra en la interrelación que existe entre el cambio climático, el modelo de desarrollo y la restricción externa.
La restricción externa se relaciona con una visión de desarrollo centrada en la demanda, asociada a una mirada estructuralista tanto como post-keynesiana, destacando el papel que juegan las dinámicas de exportaciones e importaciones en el desarrollo económico de largo plazo. La balanza comercial muestra ciclos recurrentes, porque los productos que se exportan desde la región muestran bajos niveles de elasticidad mientras que las importaciones que llegan de fuera se asocian con bienes de alta elasticidad, se disparan ante el mínimo signo de recuperación. La falta de divisas es una constante en nuestra historia como región, lo que llevó a numerosos gobiernos a estimular el proceso de industrialización por sustituciones a mediados del siglo pasado. Ya en los años 70 se pensó evitar tal escasez a partir de la apertura financiera, fomentar la entrada de capitales del exterior, unas experiencias que siempre terminaron en crisis y nuevo endeudamiento.
Considerando la dinámica exportadora, en los últimos años los recursos naturales han dominado las ventas externas de la región. Mientras que en el Asia-Pacífico se avanzaba hacia una mayor diversificación productiva, los proyectos extractivos terminan induciendo una economía de enclave en Sudamérica. Explotamos litio y cobre, compramos baterías y telefonía celular, pero también vendemos petróleo al tiempo que importamos paneles solares. Tal patrón de comercio termina impulsando un determinado patrón de inversiones, fondos que arriban en busca de las ventajas competitivas que ofrece la región.
Centremos nuestra atención en los flujos de comercio-inversión en materia energética. Se plantean ventajas asociadas a la presencia de reservas de petróleo, se abren ventanas, se impulsa la llegada de inversores. No solo se les ofrecen incentivos fiscales y cambiarios; en nombre de la seguridad jurídica se promete estabilidad al sector petrolero, lo cual los blinda ante cualquier proyecto de transición energética.
Pero, a diferencia de lo observado con otros recursos, ninguno de los países de la región logra competir con los grandes jugadores de la industria petrolera. En otras palabras, no contamos con las ventajas comparativas que exhiben países como Arabia Saudita. Esto no debería pasarse por alto, más cuando desde diversos ámbitos se nos alerta de lo cercano que se encuentra el pico de petróleo. Aun cuando la caída en la demanda no resulte inmediata, lo que sí puede ser abrupto es la caída en el valor de los activos: cuando el pico de demanda resulte próximo, los inversores saldrán a vender sus acciones del sector petrolero. Actitudes como esta aceleran la salida de capitales, lo cual acrecienta la restricción externa —amén de los eventuales juicios que eventualmente presente el sector ante la alteración en su ecuación económico-financiera que conlleva la irrupción de un activo varado.
Por otra parte, alentar la llegada de inversores al sector petrolero resulta ciertamente erróneo desde una perspectiva de largo plazo. En materia tecnológica, son las energías renovables las que prometen mayores innovaciones, es la industria disruptiva. De allí se obtendrán las futuras rentas, las cuales resultan claves para garantizar un proceso de desarrollo inclusivo amén de sostenible. Inexorablemente la descarbonización avanza en distintos rincones del mundo; de no hacer nada (o persistir con el modelo petrolero), más temprano que tarde esto afectará al esquema productivo y la inserción externa de la región. Proseguir con los proyectos petroleros implica instaurar una senda de desarrollo equivocada, un bloqueo tecnológico que condena al país al pasado.
Pese a ello, algunos economistas siguen pensando en la demanda agregada con incidencia coyuntural que las decisiones del presente no influyen en las acciones del mañana. La profundización del modelo extractivo puede, en el corto plazo, inducir una sobrevaluación del tipo de cambio, la tan mentada “enfermedad holandesa”, con graves consecuencias en la estructura productiva. Esta resolución (temporal) de la restricción externa bloquea el surgimiento de proyectos verdes tanto como de la inversión en energías renovables, el país deviene un “refugio de la contaminación”. De ahí que toda política que evite la sobrevaluación de la moneda doméstica resulta bienvenida, en particular aquellas que inducen al cambio estructural, tal como resulta una política de industrialización en clave verde.
Las innovaciones verdes inducen procesos de innovación abiertos al tiempo que promueven el trabajo en red. Desde una perspectiva macro, avanzar con la transición energética implica reducir la incertidumbre que caracteriza al mercado petrolero, fuertemente afectado por las tensiones geopolíticas y la especulación financiera.
Dicha transformación productiva, por otra parte, enlaza las urgencias del presente con las restricciones del largo plazo. Avanzar hacia una “industrialización verde” implica ofrecer productos de elasticidad elevada, que generan renta y ayudan a resolver la restricción externa. La descarbonización de la matriz productiva no solo transforma la canasta exportadora, resguarda también al medio ambiente.
La urgencia de la crisis climática nos conecta con este último escenario: los límites del planeta nos obligan a cambiar de modelo productivo tanto como abandonar patrones de consumo. Determinados factores no resultan sustituibles, en tiempos de emergencia climática manda el concepto de sostenibilidad dura. La economía debe reconocer la restricción que le impone la naturaleza. Ello obliga a ejercer menos presión sobre el medio ambiente, pero también a avanzar hacia procesos productivos con tecnologías, productos y servicios que reduzcan el riesgo ambiental al tiempo que minimicen el uso de recursos. Resulta imperioso movernos hacia una “economía verde”, hacia nuevos patrones de consumo y producción. Dicho cambio implica un nuevo enfoque de desarrollo, un cambio estructural verde inclusivo y sustentable.
Un último comentario respecto a la interrelación mencionada. Nuestras sociedades deben enfrentar el cambio climático en un contexto de fuerte incertidumbre: se desconoce el momento en que irrumpirá un quiebre y rompa el equilibrio del ecosistema en cuestión (descongelamiento de los casquetes polares, desertificación del Amazonas, pérdida del permafrost). A fin de impedir dicha ocurrencia, se debe actuar, invertir en proyectos de mitigación. Que ello no ocurra, que se sigan alentando proyectos petroleros, se explica por ambiciones desmedidas de la clase empresarial tanto como por la miopía de la clase dirigente. En pocas palabras: codicia y poder.
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