Por: Edmundo Orellana
La indiferencia con la que se ha recibido, en algunos sectores, la reducción de las penas y la severidad con la que se castiga la protesta, hace surgir la sospecha de que la beligerancia que exhibían en el pasado, desapareció.
En la sociedad civil, porque el liderazgo que se han arrogado las ONG identificadas plenamente con el gobierno, a las que, supuestamente, financia con fondos del “Tazón”, ha disminuido el peso de las rescatables, al grado de invisibilizarlas. Es percepción general, que cuando habla algún dirigente de estas organizaciones, supuestamente, representantes del sector, es lo que le place al gobierno sea dicho. La agresividad con la que emprenden acciones para exigir transparencia y la rendición de cuentas en el sector público, contrasta con la sumisa actitud que adoptan, bajo la apariencia de indiferencia, frente a los avances del gobierno en su afán de controlar las instituciones del sistema de justicia, en perjuicio de la seguridad jurídica, y en su inconstitucional proyecto continuista.
La Iglesia, suprema autoridad espiritual en el pasado, a la que estaban sometidos los Estados, en reconocimiento a su ancestral función tutelar de los principios y valores del vivir cristiano, en política, en sociedad y en privado, hoy, bajo diversas denominaciones, cada una reclamando ser la auténtica Iglesia de Cristo, calla misteriosamente, pese a que, apenas ayer exigían participación en procesos políticos. No se les ve aquella energía con que exigían al pueblo que no votaran por los candidatos homosexuales o suprimir los artículos del Código Penal que restringían su participación en política, y, además, lo motivaban a combatir pretensiones reeleccionistas en el inmediato pasado. La separación entre Estado e Iglesia no es excusa para que ésta se refugie en la laicidad estatal, justificando su indiferencia ante la amenaza que, contra la sociedad, representa la aprobación de leyes que, además de promuever la corrupción, tienen carácter draconiano, cuya finalidad manifiesta es reprimir impunemente a los que protesten legítimamente por el ultraje a sus derechos políticos; en estas condiciones la indiferencia se traduce en aquiescencia. Nadie, que observe indiferente la comisión de un delito, es inocente.
La oposición legislativa, cuyo deber es, precisamente, evitar estos abusos, despliega una locuacidad aplastante para justificar su negligencia o, en algunos casos, complicidad con el gobierno. Cualquier intento de probar la imposibilidad de oponerse, se estrella con el hecho irrefutable de que son mayoría en el Congreso. Los que se han entregado vergonzosamente a los caprichos del gobierno, no les importa justificarse; su cinismo guía sus pasos, despreciando a los demás. Los que con su negligencia han contribuido a que el Presidente haga realidad sus sueños, ningún argumento será suficiente para exonerarlos de responsabilidad. Responsabilidad histórica, porque ninguna otra podrá deducírseles, ni la moral, habida cuenta el silencio de las iglesias, ni la que se castiga con el voto, porque, de no cambiar el patrón de conducta del votante, seguirán reeligiéndose indefinidamente, sin importar cuantas felonías cometan ni el daño que éstas les ocasione.
La dirigencia de la Resistencia y de los Indignados terminaron ocupando o aspirando a curules parlamentarias. Ahora son parte de lo que en las calles repudiaban.
Ese es el contexto social en que opera la política. Por eso, algunos, presas de su frustración, ven, hacia afuera, como si más allá de nuestras fronteras se encontrara la solución de nuestros problemas. Se preguntan, insistente y plañideramente ¿Qué hará Estados Unidos? ¿Qué la cooperación internacional? Nada, porque no les incumbe. Lo que ocurre en nuestro país es responsabilidad nuestra y somos nosotros los obligados a encontrar soluciones y aplicarlas.
Esto nos explica por qué en Guatemala las instituciones estatales responsables de impedir que los gobernantes se extralimiten en el ejercicio del Poder, funcionan. Porque allá hay un pueblo que tiene la sabiduría de rectificar y el coraje de tomarse las calles exigiendo la renuncia y castigo para el gobernante abusador. Del lado de éste, están sus compinches, los políticos corruptos del Congreso; del lado del pueblo, las organizaciones de la sociedad civil, las iglesias y las instituciones del sistema de justicia. Esa es la diferencia. De ahí, que en Guatemala sea posible que la justicia, popular y formal, le declare la guerra a los políticos, especialmente a los corruptos, y sean héroes populares los fiscales y los jueces.
En el proceso anterior, dos candidatos venían de actividades fuera de la política. Uno, seguido de dirigentes tradicionales, portadores de los vicios y cualidades de este tipo de políticos; el otro, acompañado de verdaderos novatos en política, movidos por su auténtico deseo de cambiar el país, cedieron, sin embargo- y muy rápidamente-, a las conspiraciones de pasillo del parlamento, inoculados por Nírita con el virus que descerebra a quien asume funciones públicas, y, ya sin anticuerpos, arriaron las banderas anticorrupción y, cayeron de rodillas ante el Poder; aberrante conducta que, más de una vez, los enfrentó con su líder, quien les reclamaba su ingenuo (?) proceder, vanamente.
En este proceso electoral, Luis Zelaya hace la diferencia. Además de su incuestionable autoridad moral para postularse como candidato, pues nada puede reprochársele en el orden personal o profesional, debe a la academia su discurso coherente y la capacidad para cuestionar con propiedad los desaciertos del gobierno y formular respuestas pertinentes a los problemas que aquejan al país, por medio de un plan que se ha revelado como el más pragmático, despojado de toda sospecha populista y demagógica.
Nunca nos hemos encontrado en momentos tan definitorios como éste. Si votamos por continuar con las políticas que niegan al ser humano la calidad de sujeto de las acciones gubernamentales, rebajándolo a la condición de objeto, prolongaremos la crisis, el desempleo, la pobreza extrema y la inseguridad; si votamos por la oposición, debemos elegir al que resulte más confiable de entre todos, considerando que quien llegue a la presidencia debe contar con la idoneidad suficiente para enfrentar atinadamente los problemas que deja este gobierno (que son los más explosivos) y los que arrastra el país históricamente.
Ya es tiempo de desmontar esa estructura totalitaria que atenta contra los más elementales derechos humanos y de suprimir esos procesos que llevan a la sumisión total de las organizaciones sociales y políticas. Ya es tiempo de decir ¡BASTA! A los malos gobiernos y a los políticos corruptos.
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Tengo algunos años de experiencia y me encanta practicar el periodismo incómodo que toque los tinglados del poder, buscando cambios en la forma de gobernar y procurar el combate a la corrupción, develando lo que el poder siempre quiere ocultar. Ver todas las entradas
2 respuestas
UN PUEBLO SIN ALMA NO TIENE NADA ,HONDURAS ES UN PUEBLO SIN ALMA, y no podemos sacar nada de donde no hay nada, la HISTORIA lo demuestra, y podemos tener las leyes mas crueles e inverosimeles y no pasa nada
Muy buena pieza, solo que falta algo, que Luis Zelaya genere suficiente «enfrentamiento» para que los cachirecos lo miren como oponente y lo ataquen, lo cual no sería nada malo, lo estarían notando al menos…