Por: Rodil Rivera Rodil
El pasado martes, 19 de marzo, el Congreso Nacional ratificó el tratado de límites con Nicaragua, lo que nos ha hecho recordar que su aprobación por el presidente Juan Orlando Hernández y su homólogo Daniel Ortega el 27 de octubre del 2021, hace casi tres años, constituyó una sorpresa para la gran mayoría de los hondureños que no habíamos sido informados siquiera de estuvieran en marcha negociaciones con tal propósito.
Dada la profunda desconfianza que existía sobre todo cuanto el mandatario Hernández hacía, inmediatamente se suscitó una intensa controversia y especulación en torno a las verdaderas razones que estuvieron detrás del convenio. Y ello, aun cuando a primera vista parece beneficioso para nuestro país por lo que corresponde al reconocimiento de los derechos de Honduras en el Golfo de Fonseca que, desde hace muchos años, tanto El Salvador como la misma Nicaragua, habían pretendido desconocer, pese a la sentencia dictada en el 2007 a favor nuestro por la Corte Internacional de La Haya.
Lo que la ciudadanía hondureña percibió en aquel entonces, principalmente, fue que, más que de una verdadera negociación político jurídica, de lo que se trató fue de un arreglo, de una especie de trueque, poco menos que personal, entre JOH y Ortega, pero, por supuesto, con repercusiones para la soberanía de nuestros respectivos Estados. Para el caso, Honduras se había abstenido de votar en la OEA en una condena a Nicaragua; le había prestado 100 mil vacunas contra el coronavirus y el propio tratado le brinda a esta un eficaz apoyo en su litigio marítimo con Colombia, y de repente, en nuestro perjuicio. Nicaragua, a cambio, le podría otorgar asilo a JOH, igual que lo había hecho con dos ex presidentes de El Salvador, para eludir su problema con la fiscalía de Nueva York, aunque esto último nunca ocurrió, sin que hasta hoy sepamos exactamente el porqué.
Curiosa, o sospechosamente, si se quiere, en el tiempo que le faltaba a JOH para concluir su mandato, el Congreso Nacional, no obstante estar bajo el control total del Partido Nacional, nunca ratificó el tratado. Pero, a partir de allí, la presión para que esto se hiciera fue imparable, principalmente de parte de abogados internacionalistas, mayormente ex funcionarios del gobierno de JOH, de altos oficiales de las Fuerzas Armas retirados, pero, en especial, de los periodistas y conductores de programas de televisión que hace tiempo dejaron de ser simplemente tales para volverse expertos en prácticamente todo el conocimiento humano y divino, salvo en anticomunismo, el que siguen predicando con la suficiencia de niños de escuela. Y quienes, además, ya superaron la antigua etapa de entrevistar a otras personas y ahora se entrevistan ellos mismos, por lo que los invitados a sus programas han pasado a desempeñar un papel más de carácter auxiliar y decorativo que de otra cosa. En el caso del tratado, por ejemplo, daba gusto oírlos justificar la urgencia de ratificarlo dando cátedra de derecho internacional con una profundidad que dejaba como mero charco a la Fosa de las Marianas.
Sin dejar de reconocer las circunstancias de la real politik que influyeron en la decisión, debemos suponer que el Poder Ejecutivo analizó el acuerdo con el debido cuidado a efecto de asegurarse de que el mismo era conveniente para los intereses nacionales, e incluso, de que, aprovechando la notoria diferencia que existe en las relaciones de nuestros dos gobiernos, en comparación con las que prevalecieron entre JOH y Bukele, se habría intentado un acercamiento con El Salvador para explorar la posibilidad de obtener también, al menos, su no objeción, para resolver definitivamente el problema fronterizo entre los tres países.
Como haya sido, es importante que en algún momento el gobierno brinde a la población una suerte de informe o aclaración sucinta que despeje cualquier duda que hubiere sobre los alcances del acuerdo Ortega-Hernández, como la que enseguida resumo, relacionada con la frontera terrestre:
En la cláusula tercera del tratado se estipula que el punto final de la frontera establecido por el Laudo del rey de España de 1906 sea el registrado por la Comisión Técnica Honduras-Nicaragua en el 2011. Pero, a renglón seguido, se dispone que el mismo queda “sujeto a cambios periódicos dadas las circunstancias geográficas del área. Por lo tanto, queda establecido que la ubicación exacta de este punto será objeto de revisión cada diez años a partir de esta fecha por una Comisión Mixta que será nombrada para estos efectos. La Comisión Mixta podrá decidir anticipar la fecha de cualquier revisión si considera que las circunstancias lo ameritan”.
En otras palabras, el convenio establece una frontera que puede cambiar periódicamente, y no puede pasarse por alto que esto podría acarrear impredecibles consecuencias para los habitantes de sus inmediaciones y para otros intereses de ambos países. No olvidemos la agresión del ejército nicaragüense en la aldea de Mocorón que sufrimos en abril de 1957, con la que el presidente Luis Somoza trató de desviar el descontento popular con su gobierno, que pasó a ser conocida como la “Guerra de Mocorón”. Se vuelve necesario, por consiguiente, que el pueblo hondureño sea informado sobre la naturaleza precisa de esas “circunstancias geográficas” que pueden modificar la frontera en espacios tan cortos de tiempo, y, desde luego, de si existen precedentes en otras partes del mundo.
Es cierto que en la moderna concepción del derecho internacional las fronteras ya no son, necesariamente, los “espacios permanentes y estáticos” que eran antes, sino que pueden entenderse también como “espacios en construcción, móviles y elásticos”. Pero este, que yo sepa, no es el caso de nuestra frontera terrestre con Nicaragua, salvo mejor criterio. Aunque no es menos cierto que desde la emisión del laudo de Alfonso XIII, de 1906, el tramo final de esta frontera ha sido objeto de permanente disputa entre los dos países.
Dicho Laudo, que se contrajo a delimitar la última sección de la frontera en la que no se puso de acuerdo la comisión mixta en 1900, dicta que el punto extremo limítrofe común en la costa del Atlántico se ubica en la desembocadura del brazo principal del río Segovia o Coco, y más específicamente, en la confluencia entre los ríos Poteca o Bodega y el Guineo o Namasli y concluye en el Portillo de Teotecacinte. Y, dicho sea de paso, cuando la Corte Internacional de La Haya lo ratificó en 1960, el Partido Nacional, a través de sus especialistas en la materia, principalmente del connotado jurista Ramón Ernesto Cruz, criticó fuertemente al gobierno liberal del doctor Ramón Villeda Morales por haberlo aceptado, arguyendo que con la designación de ese punto final de la frontera perdíamos, si mal no recuerdo, algo así como 16 kilómetros de territorio.
Nicaragua, por su parte, ha sostenido desde esos años que el laudo es inaplicable, entre otros motivos, justamente, porque el punto final “no es un punto fijo que puede servir como frontera entre dos estados”. A contrario sensu, pues, si este punto no es fijo, solo puede ser móvil o cambiante. Es decir, exactamente lo que contempla la cláusula tercera del tratado Hernández-Ortega. Lo que significa que, si Nicaragua tiene la razón, la frontera nunca podrá ser delimitada en forma definitiva e irá cambiando permanentemente. O bien, no la tiene y el punto final sí puede ser fijo, y lo que realidad habría acontecido fue que, por la prisa que tenía JOH para firmar el acuerdo antes de abandonar el poder, no le dio tiempo para concluir las negociaciones, y de ahí que no le hubiere importado plegarse a la tesis de Nicaragua.
Cabe reiterar, sin embargo, que si la frontera terrestre va a ser móvil siempre existirá el riesgo que, en el futuro, ya sea por desacuerdos en la comisión mixta o por cualquier otra causa, se pueda reanudar el conflicto entre los dos países, como ha sucedido durante más de un siglo. Ello sin contar el malestar o provocación que pudiera representar para El Salvador, que, por lo visto, no fue invitado ni informado del pacto que se hallaba en curso, a pesar de que la Corte Internacional de Justicia ha instado a los tres países a “negociar de buena fe” la delimitación que aún falta del mar territorial, como expresamente se reconoce en la cláusula primera del mismo tratado.
Concluyo puntualizando -no soy especialista en la materia- que mi intención no es la de cuestionar la ratificación del tratado. Para nada. Estoy persuadido, salvo mejor opinión, de que se hizo bien. Me sugerencia obedece, en gran medida, a la suspicacia que todo el tiempo abrigué sobre JOH. Siempre me lució “maquiavélico”. Dicho esto, con perdón de Maquiavelo, que nunca lo fue, como lo pinta su leyenda.
Tegucigalpa, 2 de abril de 2024.
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Abogado y Notario, autor de varios ensayos sobre diversos temas de derecho, economía, política e historia; columnista por cuarenta años de varios diarios, entre ellos, EL Pueblo, El Cronista, Diario Tiempo y La Tribuna, y diputado por el Partido Liberal al Congreso Nacional de 1990-1994. Ver todas las entradas