La batalla por la justicia

Sermón contra la corrupción: sociología y utopía

al colega Mario Posas, maestro honesto

Por: Rodolfo Pastor Fasquelle

Traté hace poco de las medidas más urgentes para prevenir y combatir la corrupción: a) institucionalizar una Comisión Internacional Contra la Corrupción y la Impunidad, que sería apoyada por la cooperación internacional y se organizaría desde las NNUU, para apalancar la independencia de nuestro sistema de justicia, b) reformar la administración, para tipificar como ilegales cosas que ahora pasan como convencionales, e instituir sanciones eficaces: pérdida perpetua del cargo y de los derechos ciudadanos para funcionarios, pena restauradora, ya sea en especie o servicio según el daño, también para los empresarios, pérdida de derechos gremiales para periodistas y… c) faltó enfatizar más la necesidad de reformar la judicatura y la legislatura, porque hay juez y fiscal corrupto, que siembra corrupción y diputados que conspiran para defender su cábala, que no se intimidan con las investigaciones en curso. Picaritos variopintos, envilecidos con el dinero fácil, dispuestos a todo, en la invisibilidad e impunidad. Observé que esas reformas pasaban por asumir una política pública y establecer un servicio civil meritocrático, y que consecuentemente -por hoy depende de la voluntad del gobernante, ya que el entendimiento público de la cuestión es primario, no hay fuerza ciudadana que exija o sostenga esas reformas. Hay más y otras cosas que se necesitan para arrancar de raíz eso que yo no quiero llamar la cultura de la corrupción, porque es más bien -justo- una falta de cultura de la probidad y la honradez, una dejadez, una mala costumbre: el trámite, un bisne. Natura en vez de cultura. Se nace bestia y egoísta, en un clan, y dispuesto a sobrevivir y a disfrutar, y lo natural es hacer caso omiso de o subordinar los derechos de terceros a nuestros caprichos, no digamos la abstracción del interés público. Mientras que lo que exige educación (premio y castigo), y al final, cultura, es aprender a vivir en comunidad, respetando el derecho ajeno. Y el sentimiento de nación (política) necesita de la articulación, cuya falta han señalado ha rato nuestros maestros historiadores y que no es únicamente geográfica, si no básicamente social.

Entonces, por una parte, sin tradición que inspire solidaridad, obligue al arraigo, al servicio desinteresado u orille al rendimiento de cuentas, la elite y clase política se vende al más próximo postor (narco, banquero o cacique, igual) y nuestros políticos no piensan nunca en una comunidad nacional. De otro lado, la población en general escucha la prédica con extrañeza, se regodea en el ánimo del clan o la facción, y entiende la corrupción más bien como especie de astucia, para sacar ventajas contra desconocidos y ajenos, un medio legítimo para salir avante y superarse; y no entiende que esa práctica pueda ser dañina, perversa. ¿Cómo va a ser malo apoyar a los parientes y amigos, y gozar, por excepción, de las cosas buenas? La mayoría excluida vive la amargura del resentimiento, cultivo para el oportunismo, en donde plantear un bien sobre el interés sectario o personal –no digamos el bien de la nación, que es entelequia imaginada y remota- es visto como un cuento de hadas, una patraña o una traición, y la idea de una ética pública, universal, debe parecer una pretensión, o simple ficción clasista. Mientras que a la clase letrada se le ofrece esa práctica como oportunidad de ascenso o consolidación de estatus. En esa atmósfera, la corrupción prolifera, hace metástasis, intimida al cuerpo de la sociedad degradada.

La narcopolítica es la evidencia clara de esa profunda inmoralidad generalizada porque, aun siendo a la vista tramposos los criminales, para introducir y sostener su fraude, necesitan y consiguen aplauso y voto. De modo que no basta con las reformas que aseguran las condiciones de un gobierno honesto; para superar esa inmoralidad compartida, y forjar una conciencia común y una política que se justifique en el bien común y la satisfacción general, también hay que combatir este tribalismo natural. Cultivar la honradez, explicándole a la gente el efecto venenoso de la corrupción sobre el conjunto, sus daños en la vida social, política, y económica (que aunque la corrupción tiene beneficiarios, los demás salimos perdiendo) y enseñar a apreciar, valorar y defender a quienes honran el cargo oficial, educando al pueblo soberano, que podrá escoger mejor a sus funcionarios a futuro, exigiéndoles más calidad, en vez de preferir a quien les regala (como el chimpancé y el babuino) un trozo de carne cruda fresca en la selva o el regalo envenenado de la dádiva. Quizás convendría instituir en todos los partidos tribunales independientes no solo de disciplina, también de honor, encargados de vigilar la moral cívica de miembros, autoridades y candidatos, con recursos suficientes para investigar, visibilizar y vincular sus determinaciones, y asegurarse de que las personas que ejercen esas magistraturas reúnan las condiciones debidas, profesionales y éticas.

Y siendo social la raíz del mal, habrá que salir del entorno político, al de la vida social… y abocarnos a, y auxiliarnos en la lucha contra la corrupción de una sociedad civil responsable. Es decir, confiar en el apoyo que para este fin pueden darnos las organizaciones sociales legítimas y las genuinamente representativas, gremiales o de género y edad. Sin ingenuidades, porque mucho de ese conglomerado padece la distorsión del gremialismo, y su sesgo, aun de clase. Y porque luego está la sociedad civil corrupta de los carteles y negocios sucios, la de las oenegés y aun iglesias que han servido a los corruptos, justamente para robar y lavar dinero, las que ayer investigaba la MACIH y mañana investigará la CICIH. Oenegés que se apoyan entre ellas y eligen a supuestos representantes, ellos mismos delincuentes. Ya que, a lo largo de décadas, los interesados han promovido estas organizaciones con patrocinio del poder público corrupto, y hasta con la complicidad de entidades extranjeras que también se sirven de ellas para incidir ilegalmente. Y está la sociedad civil tonta, naif, la de los grupos que se alborotan con solo la propaganda perversa y asumen cada rumor de las redes como evidencia incontrovertible, cuando a menudo esas noticias son amarillismo corrupto y fabricaciones, que usan la calumnia para denostar a sus contrarios. Además de reformar leyes y reglamentos para combatir la corrupción, se puede modernizar la gestión pública, mediante la tecnología para lo que llamamos gobierno abierto. Lo que hoy puede ser gobierno digital o electrónico, en donde las decisiones públicas son compartidas por ley, instantáneamente. De modo que todas las decisiones políticas están en las páginas y los buscadores, por ley, y cada licitación en proceso, cada compra directa o indirecta, está a la vista en la pantalla de todos los interesados. (Desde hace un par de meses, trabaja en eso el Centro de Digitalización donado por el gobierno de la República de Corea a través de su Agencia Nacional de Información, al amparo de la Dirección General que dirige Marció Sierra).

Finalmente, asimismo, encajaría en esta lucha, institucionalizar la denuncia Responsable (no la amarillista y la de los bubuchas) y protegerla. Porque en el ambiente tóxico de la rapiña, a quien cobra conciencia del problema y se indigna, al que se decide disputar la extorsión, se atreve a denunciar, y aun a quien, con fundamento y criterio, critica los malos procederes en la función pública, se le descalifica como sapo, delator, chivato, chismoso, cotorra y lo peor: traidor a la clase, al partido o a la facción que lo puso en donde hay, justo para que prosperara y compartiera, con amigos y parientes, el acceso privilegiado a recursos públicos. Y entonces los honestos, jueces y fiscales, policías y custodios terminan castigados o muertos. Igual que los querellantes, ambientalistas y defensores de derechos, por defender un bien común que el común no valora. ¡Tenemos que denunciar y proteger a quienes denuncian! Para consolidar una cultura de la conciencia del bien público, entendido como propio, que ponga a la gente de nuestro lado. No son suficientes los conscientes de hoy. Tenemos que ser más y confiar, si vamos a prevalecer mañana. Creo que podemos…empezando con la levadura de unos pocos, decididos a profesar con el ejemplo, a correr el riesgo y pagar el costo de ser vanguardia… De repente, para eso, también necesitamos una Comisión Nacional de Transparencia, un colectivo independiente, capaz de sobreponerse a la presión de su entorno, que promueva esa cultura de nueva ciudadanía y esperanza.

Seúl, 12 de octubre 2024

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