“Santa no tiene mucho dinero”:  Aranza, niña venezolana que sobrevive en las calles de Tegucigalpa

En un país convertido en corredor y destino provisional, la infancia de Aranza transcurre rodeada de asfalto, incertidumbre y un sistema indiferente hacia sus necesidades mínimas. Así como ella, muchos niños y niñas atraviesan una situación de tránsito migratorio que les mantiene lejos de su derecho a estudiar y de vivir en estado de desprotección.

Tegucigalpa, Honduras. – A inmediaciones del parque El Obelisco de Comayagüela, ciudad gemela de Tegucigalpa, —la capital de Honduras—, mientras el semáforo está en rojo, una niña de trenzas apretadas y mirada seria se mueve entre los carros con una caja de dulces en la mano.

Su nombre es Aranza Noguera, y como otros niños de origen venezolano en condición de movilidad, su historia transcurre entre la esperanza, los recuerdos y el cansancio.

Aranza quiere ser abogada, pero de momento sus estudios se han pausado. Entre tanto, sus padres encuentran un lugar donde establecerse. Aquí juega con su hermanita Ainoa mientras vende dulces en el parque El Obelisco de Comayagüela. Foto: Jorge Burgos/Criterio.hn

La caja de dulces es su presente, pero su cabeza está en otro lugar, en otros momentos: la escuela que dejó atrás, los abrazos que le faltan y el futuro que imagina como abogada. Su historia, entrelazada con la de su madre, Andreína Castro, resume el costo emocional y físico de una travesía migratoria que comenzó hace siete años en Venezuela, cuando ella apenas tenía 4 años de edad y que hoy parece detenida en un cruce de calles hondureñas.

Aranza viaja con su mamá, su papá, su hermana Ainoa, de cuatro años y una bebé de apenas un mes de nacida. “Venimos desde México, otra vez para atrás”, explica su madre, mientras acomoda a la bebé en un moisés y la cubre con una manta. “Nos quedamos allá sin dinero y sin respuestas. Así que decidimos pedir asilo político en Honduras, porque no tenemos a dónde más volver”.

Honduras se ha convertido en un corredor clave de la movilidad humana en la región, registrando el tránsito de casi 1.2 millones de personas en contexto migratorio desde 2021 hasta la fecha.

Dentro de este flujo, un total de 257,650 son menores de edad, lo cual significa que un 22.1% es parte de la población infantil, niñez y adolescencia. 473,467 de ese flujo migratorio es de nacionalidad venezolana. Esto evidencia que la migración ya no es un fenómeno predominantemente adulto, sino un proceso familiar en el que miles de niños y niñas cruzan el país en condiciones de alta vulnerabilidad y con una urgente necesidad de protección integral.

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ATRAPADOS EN LA RUTA

“Me he sentido muy mal porque extraño a mi familia”, dice Aranza, con una madurez que desentona con sus 10 años edad. Cuenta que a veces siente que está “muy lejos” de los suyos (sus abuelos), y que quiere ayudar a su mamá, pero no puede porque es “muy chiquita”. Su día empieza entre dulces y paletas, caminando entre carros junto a su hermanita de cuatro años y su padre, mientras su madre carga a la bebé de un mes, Ainara, quien nació en Honduras tras un embarazo de alto riesgo.

Andreína Castro recuerda que salió de Venezuela hace siete años con su pareja y sus dos niñas, y que los últimos dos años los pasaron en ruta hacia Estados Unidos. Llegaron hasta Ciudad de México, donde lograron obtener cita por CBP One —la vía oficial para solicitar cita con las autoridades migratorias estadounidenses—, pero el cambio de gobierno ocurrido en enero de 2025 en Estados Unidos con Donald Trump en el poder, fue cancelado ese mecanismo y con ello se frustró la posibilidad de cruzar de forma regular.

Andreína, de 28 años, y su esposo decidieron solicitar asilo en Honduras con la esperanza de establecerse y reconstruir su vida en el país. Foto: Jorge Burgos/Criterio.hn

En México, además, les negaron la matrícula escolar de las niñas por encontrarse en situación migratoria, lo cual fue un golpe que Aranza aún no logra entender del todo, pero que siente como una pérdida: “Yo quiero estudiar, me hace falta ir a la escuela porque yo quiero ser abogada”, le repite a su mamá.

La valentía y determinación de la niña se quiebra cuando habla de su madre. Dice que la ve deprimida y que le duele no poder ayudarle más. En medio de la calle, ubicándose como si fuera adulta, afirma que le gustaría tener un trabajo y sentirse bien, pero reconoce que en este momento “no puede ayudar” porque todavía es muy pequeña.

Andreina confirma ese peso emocional sobre su hija mayor. Cuenta que Aranza está en proceso terapéutico con una psicóloga porque el cambio constante, la imposibilidad de estudiar y la vida en la calle le han afectado.

Ella debería estar entrando a sexto grado —según su nivel en Venezuela—, pero lleva años con su educación interrumpida. Mientras, su padre se recupera de una operación de apendicitis realizada en Honduras.

La travesía también marcó el cuerpo más frágil de la familia: la bebé Ainara. Andreina relata que se enteró del embarazo en medio del camino de regreso desde México y que este fue catalogado de alto riesgo. La niña nació por cesárea en el Hospital Escuela, en Honduras, y poco después contrajo una bacteria que le provocó convulsiones y la obligó a tomar medicamentos anticonvulsivos y una fórmula especial.

Andreina se ha visto forzada a recurrir a un pediatra privado porque las atenciones en el sistema público no fueron suficientes para estabilizarla, lo que consume casi todo el dinero que logran reunir.

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¿QUÉ PASARÁ EN NAVIDAD?

A pocos días de Navidad, Aranza tiene claro que en su casa no habrá árbol ni regalos. A su corta edad entiende la situación económica de su familia y sabe que el dinero que obtienen en el semáforo se va en pagar el hospedaje y las medicinas de su hermana menor. Por eso, cuando piensa en la noche del 24 de diciembre no espera juguetes ni grandes celebraciones. Solo aguarda la posibilidad de pasarla juntos en el pequeño cuarto donde viven, mientras sueña con que algún día las fiestas la encuentren en una casa estable y no en medio de una travesía inconclusa.

Aranza le cuenta a la periodista Breidy Hernández que esta navidad solo le pidió a Santa dos cosas: unos auriculares y una muñeca, aunque dice con una sonrisa tímida que “quizás este año Santa no tenga mucho dinero”. Foto: Jorge Burgos/Criterio.hn

Aranza sabe que no hay regalos ni fiesta este diciembre, pero aun así le pide algo a Santa Claus. “Solo quiero dos cosas, nada más”, cuenta. “Unos audífonos inalámbricos y una muñequita con su mesita, su plato, sus teteros. Pero creo que este año Santa no tiene mucho dinero… no sé por qué, solo lo siento”, agrega.

Su hermanita, Ainoa, sueña con un peluche para la bebé y una “bebé (muñeca) llorona”. Entre ambas, se abre una fantasía infantil que contrasta con las cuentas médicas, el hospedaje en un cuarto de mercado y las horas en el semáforo.

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ASILO COMO SOLUCIÓN

La familia lleva cuatro meses en Honduras. Viven en un hospedaje cerca de los mercados de Comayagüela y cada día llegan al semáforo entre las 10 y las 11 de la mañana para trabajar hasta media tarde y luego regresar a la habitación donde pasarán, según calcula Aranza, la noche del 24 de diciembre. Andreina inició un proceso de asilo político y ya cuenta con un carné en segunda renovación; han encontrado la posibilidad de que las niñas puedan ingresar a la escuela y han recibido una ayuda económica puntual de una agencia humanitaria, que se ha ido casi por completo en medicinas y consultas de la pequeña Ainara.

Cuando piensa en el futuro, Andreina resume sus prioridades: lo primero, dice, es que sus hijas estudien; después, encontrar un trabajo estable para dejar las calles. Aranza, desde su propia mirada, lo formula de otra manera: quiere volver al aula, para que algún día ese sueño de ser abogada le permita ayudar a otros como ella y a su propia familia. Entre ambas, madre e hija, la travesía ya no se mide en kilómetros recorridos, sino en la distancia que las separa de una vida donde la infancia no transcurra entre colores verde, amarillo y rojo.

Entre el 1 de enero y el 30 de septiembre de 2025, el Instituto Nacional de Migración registró 529 nuevas solicitudes de asilo, un flujo que evidencia cómo Honduras ha dejado de ser solo un territorio de paso para convertirse también en un lugar donde muchas familias, como la de Andreina, buscan refugio y la posibilidad de reconstruir su vida en condiciones de mayor seguridad y con acceso a derechos básicos como educación y salud.

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GIRO EN ESTADOS UNIDOS

El endurecimiento de la política migratoria de Estados Unidos está transformando por completo el mapa de la movilidad en la región y golpea de lleno a la población infantil, niñez y adolescencia.

En 2025, el mapa de la movilidad humana en Honduras cambió de forma drástica: ya no se trata solo de personas que avanzan del sur al norte, sino también de quienes emprenden el camino de regreso.

Según explicó a Criterio.hn Ismael Cruceta, director de comunicaciones de la OIM en Honduras, se ha identificado un número cada vez más elevado de personas que, tras quedar varadas en el norte del continente —particularmente en México—, deciden avanzar hacia países como Costa Rica, Panamá, Venezuela o Colombia, en su mayoría jóvenes venezolanos menores de 35 años que buscan alternativas después de ver frustrado su proyecto migratorio inicial.

Para el especialista en migración infantil, Edgardo Molina, el cierre del sistema CBP One como vía de refugio se suma a una práctica aún más preocupante: las autoridades están retornando incluso a niños que estaban bajo custodia de la Oficina de Reasentamiento de Refugiados (ORR), enviándolos a Honduras u otros países, sin asegurar un proceso adecuado de reunificación con sus padres. Esta forma de devolución, advierte, es “más destructiva de los derechos humanos” que las imágenes mediáticas de menores de edad en jaulas, porque ocurre en silencio, lejos del escrutinio público y con un impacto profundo y duradero en la vida de la niñez en condición de movilidad.

Molina señala que muchas familias que llegaron hasta México con la esperanza de una cita por CBP One, al cancelarse esta opción, optaron por retornar hacia el sur y quedarse en países como Honduras, solicitando asilo o refugio temporal como la familia de Aranza.

En teoría, dice, cualquier niño o niña que obtiene una forma de protección internacional en Honduras debería poder inscribirse en la escuela, vivir con su familia y contar con que al menos una persona adulta acceda a un empleo formal; sin embargo, en la práctica solo reciben un carné y quedan sin acceso real a vivienda, trabajo o servicios básicos.

Ese “limbo”, advierte, afecta de forma particular a la niñez: muchos no pueden continuar sus estudios por falta de documentación escolar, otros dependen de medicamentos que no existen en el sistema público, y la legislación hondureña ni siquiera contempla qué hacer cuando un menor de edad migrante pierde el cuidado parental en el país.

En ese vacío normativo y de protección, niñas como Aranza ven pasar su infancia en el asfalto o los semáforos, mientras su derecho a la educación y a una vida digna se reduce a una promesa escrita en tratados incumplidos.

Afortunadamente, las dificultades no siempre logran dar muerte a los sueños. La vida de Aranza transcurre a golpe de rutina: las luces del semáforo, las risas breves, los brazos de su madre, el llanto de la bebé. Ella sueña con estudiar, volver a estar en un aula y contar con un cuaderno y una mochila.

“Yo quiero volver a la escuela», dice Aranza. “Para cuando sea abogada, pueda ayudar a los demás”.

  • Amante de la lectura y la naturaleza, una mujer con la convicción firme que todos podemos hacer cambios significativos en la sociedad, por eso mi objetivo es exponer las injusticias que adolece la ciudadanía.
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