Por: Natalia Kanem
NUEVA YORK – Se estima que en 2020 unas 287.000 mujeres fallecieron durante el embarazo, el parto o poco después de parir, según los datos más recientes del Grupo Interinstitucional de Estimaciones sobre la Mortalidad Materna de las Naciones Unidas, que incluye al Fondo de Población de las Naciones Unidas (UNFPA), del cual soy directora ejecutiva. La cifra equivale a cerca de la cantidad de víctimas del tsunami del Océano Índico de 2004 o el terremoto de 2010 en Haití, dos de los desastres naturales más mortíferos de la historia moderna.
Por lo general, una devastación humana a esta escala genera semanas de cobertura noticiosa, un generoso apoyo público y llamados urgentes a la acción. Y, sin embargo, el apabullante número de mujeres que mueren cada año en el acto de dar vida sigue siendo, en gran parte, una crisis silenciosa. Lo más preocupante es que el grupo encontró que los avances en la reducción de los fallecimientos maternos se han detenido.
¿Cuántos de nosotros conoce a alguien que ha muerto, o ha estado cerca de morir, durante el embarazo o el parto? Quizás la omnipresencia del sufrimiento es parte del problema: las muertes maternas pueden parecer inevitables. No obstante, la vasta mayoría son prevenibles con sencillas intervenciones que, a la larga, ahorran dinero.
Una de las maneras de reducir la mortalidad materna global más rentables en función de sus costes es invertir en atención de salud comunitaria, lo que incluye mejorar la educación y el despliegue de especialistas obstétricos. Para lograrlo se necesita elevar sustancialmente la fuerza de trabajo -el mundo enfrenta una carencia de 900.000 matronas- y combatir persistentes normas de género que devalúan las contribuciones de un ámbito predominantemente femenino.
La reducción de la cantidad de embarazos no deseados es otro paso crucial para bajar la mortalidad materna. Los estudios realizados por la UNFPA muestran que casi la mitad de los embarazos son no deseados, más del 60% de estos terminan en aborto y una estimación del 45% de los abortos se hacen en condiciones no seguras, convirtiéndose esto en una de las principales causas de las muertes maternas. Hoy las autoridades saben cómo aborda este problema: aumentar el acceso a anticonceptivos de calidad, mejorar una educación sexual integral y proteger el derecho de la mujer a decidir dónde, cuándo y con quién tener hijos.
Los líderes mundiales han dado pasos importantes para salvar las vidas de las mujeres. En 2000, los gobiernos acordaron los Objetivos de Desarrollo del Milenio, que apuntaban a una reducción del 75% de la tasa de mortalidad materna para 2015. Incluso si no se alcanzó la meta, la reducción del 44% de las muertes maternas durante ese periodo fue un logro significativo.
Con los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible de la ONU, los países se volvieron a comprometer con la reducción de la proporción de las muertes maternas, esta vez por debajo de las 70 muertes por cada 100.000 nacidos vivos para 2030. Sin embargo, han pasado ya ocho años y no estamos ni cerca de conseguirlo: los avances se han estancado. De hecho, desde 2016 la tasa de mortalidad materna se ha elevado en dos regiones -Europa y América del Norte y América Latina y el Caribe-, y estas estimaciones, que terminan en 2020, no dan cuenta del total de los efectos de la pandemia del COVID-19 en los sistemas de salud.
La falta de inversión en abordar las persistentes disparidades raciales y étnicas en la provisión de atención de salud para las madres es un factor del estancamiento mencionado. Por ejemplo, en Estados Unidos, la mortalidad materna de 2021 de mujeres de raza negra fue 2,6 veces la de las mujeres blancas no hispanas. En las comunidades afrodescendientes de América Latina y el Caribe se observan disparidades similares.
Para eliminar estas disparidades es preciso un enfoque holístico de salud comunitaria. A principios de mi carrera, trabajé como pediatra e investigadora de VIH en Harlem en momentos en que el consumo de crack de cocaína y el SIDA estaban devastando las comunidades y pacientes más marginados. Me di cuenta de que no podía tratar a un niño o niña sin entender el contexto social más amplio y los retos que enfrentaba la madre. Las necesidades de atención médica de las madres y mujeres embarazadas que conocí a menudo empalidecían en comparación con la urgencia de sus necesidades sociales, acentuando la importancia de tratar a la persona completa.
Incluso si el progreso sobre la mortandad materna se ha estancado a nivel global, hay algunos casos que dan pie a la esperanza. Por ejemplo, Nepal disminuyó las muertes maternas en cerca de un tercio entre 2015 y 2020, tras haberla reducido a la mitad entre 2000 y 2015. En este periodo, el gobierno redobló el gasto en salud, legalizó el aborto e hizo que la atención de maternidad fuera gratuita.
De manera similar, Sri Lanka ha reducido a la mitad las muertes maternas al menos cada 12 años desde 1935, en gran medida gracias a un sistema de salud gratuito para toda la población y a un radical aumento de la cantidad de matronas expertas, que hoy atienden un 97% de los nacimientos, en comparación con un 30% en 1940.
Si bien las últimas tasas de mortalidad materna revelan el daño causado por negarse a ver las soluciones que podrían salvar vidas, existe una manera para acabar con este sufrimiento innecesario. Si se desarrollan capacidades de obstetricia y se asegura un acceso igualitario a atención de salud reproductiva y sexual de calidad, se podría avanzar mucho hacia la mejor de los resultados de salud para las madres y las mujeres embarazadas.
Sin embargo, para recuperar el ritmo de avance es necesario que los gobiernos, las comunidades y los actores involucrados vuelvan a sentir la urgencia necesaria para proveer una financiación adecuada y generar un entorno legal y social que facilite estas intervenciones. Conocemos las razones que hacen que las mujeres todavía sigan muriendo al parir. La indiferencia no debería estar entre ellas.
Natalia Kanem es Directora Ejecutiva del Fondo de Población de las Naciones Unidas.
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