Por J. Bradford DeLong
BERKELEY – En una entrevista en podcast reciente con Ezra Klein, de The New York Times, Gillian Tett, del Financial Times, cayó en lo que se ha convertido en una trampa común: “minimizar la radicalidad” de las políticas económicas de la segunda administración del presidente estadounidense, Donald Trump.
“Por un lado, quieren asegurarse de que el dólar siga siendo supremo como moneda de reserva mundial y de que el sistema financiero basado en el dólar siga dominando”, explicó. “Pero, al mismo tiempo, también piensan que el dólar está sobrevaluado en virtud del hecho de que es la moneda de reserva mundial, lo que significa que la gente sigue comprando dólares y, por lo tanto, hace subir su valor”.
Así, los trumpistas quieren un “Acuerdo de Mar-a-Lago” por el que otros países ayuden a debilitar el dólar a cambio de desgravaciones arancelarias, protección militar y demás. En última instancia, los países entrarían en uno de estos tres cubos: verde (amigos), rojo (enemigos) o amarillo (alineamiento parcial). “Es extraordinariamente audaz”, nos dice Tett. “No se puede perder de vista el hecho de que hay gente que quiere rediseñar el sistema financiero y económico global, y que tienen un plan bastante coherente”.
¿Es así? Si la idea es promover la manufactura estadounidense mediante acuerdos de manipulación del dólar sin hacer saltar por los aires fuentes más importantes de prosperidad norteamericana, eso sí que requeriría de un plan coherente. Los trumpistas tendrían que recordarle a la gente que Trump odiaba el Tratado de Libre Comercio de América del Norte y ya exigió que Canadá y México lo ayudaran a repararlo durante su primer mandato. El Tratado entre México, Estados Unidos y Canadá (T-MEC) resultante puso a esos países en el cubo verde. La tarea ahora sería persuadir a otros países de que hicieran lo mismo: venir a Mar-a-Lago, besar el anillo y acordar tratos análogos.
Pero eso no es lo que está ocurriendo. Al contrario, Trump se ha mostrado de lo más abusivo con México y Canadá. No pasa un día sin que lance alguna nueva amenaza, insulto o anuncio de otro arancel. Esas son las recompensas que reciben quienes se prestan a la ayuda y se meten en el cubo verde. Incluso si sus defensores tuvieran razón al afirmar que está emulando la “teoría del loco” de Richard Nixon para intimidar a otros y obligarlos a obedecer, su comportamiento carece de sentido estratégico.
Si usted es cualquier otro líder nacional, ¿qué debería hacer? Puede que no haga daño hablar con Trump; hacer ruidos que suenen bien a sus oídos; elogiar su sagacidad y crear la apariencia de afinidad. Pero lo que no debe hacer nunca es cambiar su política -en nada- a menos que obtenga un beneficio importante e irreversible por adelantado. E incluso entonces, debe prepararse de antemano para que a Trump le resulte muy costoso romper cualquier acuerdo que anuncie con usted.
Dado que Trump ya ha violado los términos del T-MEC, otros países tienen cero incentivos para hacer lo que él exige. Si usted es vulnerable al tipo de castigo unilateral que Trump puede imponer, tiene un problema. Pero la solución no es trabajar con Trump; es eliminar el problema.
Por lo tanto, México ya debería estar tratando de profundizar su comercio con Europa y China, que comandan algunas de las partes tecnológicamente sofisticadas de las cadenas de valor globalizadas de las que depende la economía mexicana. También debería estar explorando formas de imponer el máximo dolor a Trump y sus electores (pero no a Estados Unidos en general) si fuera necesario.
Del mismo modo, Canadá ya debería estar trabajando para vincular las partes ricas en recursos de su economía con China y Europa. Eso significa abandonar cualquier plan de nueva infraestructura para trasladar recursos hacia el sur, e idear una nueva estrategia de desarrollo para Ontario. Durante 150 años, la franja meridional de la provincia ha sido parte integral del complejo manufacturero del Medio Oeste estadounidense. Ambas partes se han beneficiado enormemente. Pero ahora es necesario un divorcio. Es solo cuestión de tiempo antes de que Trump, desesperado por aparecer en televisión, haga algo para instrumentalizar la relación. El hecho de que al hacerlo perjudique más a los norteamericanos que a los canadienses no le importa.
El resto del mundo ya está evaluando cómo minimizar el riesgo del Estados Unidos de Trump, que pronto se encontrará en una posición análoga a la Gran Bretaña post-Brexit. Se calcula que haberse retirado de la Unión Europea sin una buena razón ha hecho que el Reino Unido sea un 10% más pobre de lo que habría sido – y los costos siguen aumentando-. ¿Estados Unidos se enfrentará a un destino similar? En cualquier caso, lo importante es recordar que la suerte ya está echada. La presa ya se ha roto. La inundación ha comenzado.
¿Podría revertirse? El segundo mandato de Ronald Reagan viene a la mente. Tras el escándalo Irán-Contra, la Casa Blanca anunció, en febrero de 1987, que el exsenador Howard Baker sería el jefe de Gabinete. Baker aportaba “credibilidad instantánea” como servidor público “justo”, “honesto” y “decente”. Su nombramiento fue bueno para Reagan y para el país. A partir de entonces, Reagan haría apariciones públicas, estrecharía manos y pronunciaría discursos, mientras Baker dirigía el poder ejecutivo. Se convirtió, en una palabra, en el regente de Estados Unidos.
Un acuerdo similar es lo mejor que podemos esperar de la segunda presidencia de Trump. El único problema es encontrar a alguien dispuesto a desempeñar ese papel -y, lo más importante, que sea capaz de hacerlo.
J. Bradford DeLong, exsubsecretario adjunto del Tesoro de Estados Unidos, es profesor de Economía en la Universidad de California, Berkeley, y autor de Slouching Towards Utopia: An Economic History of the Twentieth Century (Basic Books, 2022).
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