Por: Rodil Rivera Rodil
Muy pocas personas se habrán engañado con respecto a que Israel respondería al ataque efectuado por Hamás con acciones de extrema brutalidad contra el pueblo palestino, y es seguro que los dirigentes de Hamás la incluyeron en su estrategia general. Y todo indica que el objetivo fundamental de su suicida acción se estaría alcanzando plenamente, cual fue recordar al mundo que la única solución posible para el conflicto estriba en el estricto cumplimiento de las resoluciones de la ONU sobre el establecimiento de un estado palestino independiente con las fronteras de 1967 y con Jerusalén Este como capital. Y ya es evidente que ignorar este tremendo llamado puede agravar la confrontación por un nuevo orden mundial en la que nos hallamos inmersos.
Mientras escribo esta columna, decenas de miles de personas se lanzan a las calles de Egipto a Yemen, de Jordania a Irak, y de Nueva York, Londres, Ámsterdam, Barcelona y Madrid, en favor del pueblo palestino y contra el bloqueo y la ofensiva israelí. Hasta el español, Joseph Borrel, alto representante para Política Exterior, de la Unión Europea, cuya sumisión a Norteamérica no le permite condenar a Israel como lo hace con Rusia, ha advertido que “Israel tiene derecho a defenderse, pero algunas de sus acciones “contravienen” el derecho internacional humanitario”.
Lo anterior, a pesar de la monumental campaña desatada contra Hamás por los Estados Unidos y sus aliados, en la que día y noche se exageran y deforman los hechos. E incluso mienten sobre supuestos crímenes cometidos por sus milicianos durante la incursión a territorio israelí, como la decapitación de 40 bebés inventada por una periodista israelí, “los que el propio presidente Biden aseguró haber visto con la misma rotundidad con que lo desmintió más tarde su equipo”, según informó diario El País, de España, en su edición del 13 de octubre. Y uno de sus columnistas, en la misma publicación, apunta: “Lo que hace Israel “es “apartheid”, es castigar y ensañarse con la población civil, es venganza y no defensa, es violar la legislación internacional, es mentir al divulgar bulos”.
La campaña luce, además, del más crudo amarillismo, esa vulgar práctica groseramente mercantilista que tanto degrada al periodismo moderno, y con la que se pretende encubrir el genocidio que Israel intenta llevar a cabo, ¡en una sola acción militar!, contra más de dos millones de palestinos. O sea, una nueva versión de la “solución final” que aplicaron los nazis a los mismos judíos en la Segunda Guerra Mundial, pero mejorada, pues a Hitler le tomó buena parte de los seis años de la guerra asesinar a otros tantos millones de judíos.
De otro lado, se equivocan los medios que quieren hacer creer al mundo que la lucha es solo entre Israel y Hamás. Lo es entre Palestina toda y sus opresores israelíes. No en balde aquella obtuvo el abrumador respaldo del pueblo de Gaza en las pasadas elecciones, a sabiendas de su radical política de no reconocimiento del Estado judío. Casi como que si los palestinos, después de 75 años de indecible sufrimiento, hubieran tomado la desesperada decisión de morir llevándose consigo a cuantos judíos puedieran antes de caer ellos muertos por inanición, cuál es su irremisible destino si continúan bajo el inhumano bloqueo de Israel.
Es muy cierto que ninguna violación de derechos humanos es justificable. Por lo que no lo son las que cometen Hamás e Israel motivadas por el mutuo y terrible odio, “como si tuvieran fuegos de Moloch y de Satanás”, que engendran sus respectivas acciones. Pero también lo es que, transcurrido cierto tiempo, la reciprocidad se vuelve un círculo vicioso por el que es muy fácil incurrir en el yerro de atribuir a las dos partes en disputa la culpa por igual, lo que conduce a que, al final, ninguna la tenga o solo se le endilgue a la que no puede contrarrestar la publicidad de la otra. Justo lo que hace Israel con el gran poder de sus protectores.
Pero la verdad es que siempre hay un primer y máximo responsable de hechos como los que originaron el enfrentamiento entre judíos y árabes palestinos. Y este no es otro que Israel. En efecto, en una muy apretada síntesis, el derecho que las tribus israelitas innegablemente adquirieron dos mil años a.C. sobre los territorios que hoy comprenden Israel, Palestina (la Franja de Gaza y Cisjordania), la zona occidental de Jordania y algunos lugares de Siria y Líbano, lo comenzaron a perder por el mero transcurso del tiempo, según las reglas del derecho nacional e internacional, después de que en el 135 d.C. el emperador romano Adriano las derrotara, les prohibiera, bajo pena de muerte, volver a vivir en ellos y los lanzara a su conocida diáspora por el resto del orbe,
Desde esa fecha, escribe un autor, “su presencia dejó de ser significativa entre la población de Palestina y en el año 1267, el peregrino judío Nahiman Gerondi, encontró sólo dos familias de su confesión viviendo en Jerusalén”. Y así, en los más de mil ochocientos años que se sucedieron hasta 1881, en que se produce la primera ola de inmigración de judíos a Palestina, entonces bajo el dominio otomano, como consecuencia de la persecución a que eran sometidos en Europa, el derecho de posesión del que habían disfrutado en la región se extinguió por completo. Y todavía en 1914, a una década de iniciada la segundaola de inmigrantes (1904-1914), durante la cual huyeron a Palestina unos 40 mil judíos, sus comunidades representaban menos del 10 por ciento de la población, constituida mayormente por cristianos y musulmanes.
Sin embargo, desde su arribo, los judíos emprendieron la consecución de una suerte de nuevo “derecho soberano” sobre Palestina comprando masivamente tierras a las autoridades otomanas y a los terratenientes árabes, lo que dio lugar a serias tensiones que no tardaron en transformarse en ataques armados de los palestinos contra los que ahora veían como invasores de su patria, pero que no pudieron impedir que el 14 de mayo de 1948, horas antes de que expirara el “Mandato sobre Palestina” conferido a Gran Bretaña por la “Sociedad de Naciones” después de finalizada la Primera Guerra Mundial y abatido el imperio otomano, los judíos proclamaran sobre suelo palestino el Estado de Israel, lo que, de inmediato, dio lugar al comienzo de la primera guerra formal entre ambos bandos. Y de allí en adelante, mediante asentamientos ilegales de colonos y como botín de las posteriores guerras, bajo el pretexto de que las necesitaban para su seguridad, no ha parado Israel de apropiarse de cada vez más territorio árabe palestino.
Es importante destacar que si bien en el balance de las diversas contiendas libradas entre árabes e israelíes, es indudable que los segundos han llevado, con creces, la mejor parte, el mito de invencibilidad que había forjado su ejército se derrumbó con ocasión de la guerra con Siria y Egipto de 1973 en la que estuvieron a punto no solo de perderla sino de sucumbir como estado. El mundo árabe se sintió reivindicado e Israel llegó a la amarga conclusión de que no siempre podría dominar militarmente a sus vecinos árabes.
Y algo parecido, y más importante por tratarse de una organización similar a Hamás, ocurrió con el enfrentamiento de 34 días con Hezbolá, en el Líbano en el 2006, cuyo resultado, aunque algunos expertos lo consideraron un empate, de conformidad con el informe de Micha Lindenstrauss, Supervisor del Estado israelí, fue un fracaso para los judíos: “Todo marchó mal. Los refugios antiaéreos eran insuficientes y no estaban preparados para proteger a los ciudadanos contra los ataques de misiles. Muchos lugares carecían de un sistema de alerta para ataques con misiles, y, en diversos casos, ni los bomberos ni la policía emprendieron acción y, en cambio, funcionarios públicos abandonaron sus puestos de trabajo, y dejaron a la población abandonada a su suerte”.
Pero no puede pasarse por alto, por desgracia, que la conquista por la fuerza también legitima la posesión cuando esta logra consolidarse y, sobre todo, cuando consigue el reconocimiento de la comunidad mundial, el que suele respaldarse en fuentes de endeble solidez, algunas de índole cuasi jurídica y otras que tocan al derecho natural y al derecho de gentes. Entre ellas, deben recordarse las consideraciones esgrimidas por los autores clásicos del derecho internacional para justificar la conquista de América por los españoles, entre ellas, las que figuran en los “Justos Títulos” de Francisco de Vitoria, basadas en que los indígenas americanos “impedían el comercio, la prédica del evangelio y las relaciones pacíficas entre los pueblos”, y las de Juan Ginés de Sepúlveda sobre que era indispensable para “su evangelización, apartarlos de las malas costumbres, de las prácticas idólatras y propiciar su salvación”.
En el caso de Israel, no obstante, el afianzamiento de su condición de Estado no se sustenta tanto en la aprobación internacional como, fundamentalmente, en el enorme apoyo militar y político que recibe de Norteamérica. Lo anterior, sin contar con el principio universal, “de trascendencia”, que consagra que no procede anular un acto cuando el mal que se ocasionaría puede resultar superior que el causado por la misma acción que se quiere dejar sin valor ni efecto. Como, fuera de toda duda, significaría desconocer la realidad de Israel a cerca de un siglo de su creación.
De ahí que, vista la tragedia desde lejos, a través del tiempo y del espacio, quizá los palestinos cometieron un error al rechazar la resolución de la ONU de 1947 que partió Palestina en dos, una parte judía y otra palestina. Y de ahí también que, al presente, reitero, la única salida viable al conflicto no sea, después de lo explicado, la demencial sed de venganza que mueve a Netanyahu, sino una franca y justa aceptación de un estado independiente para Palestina. Y estése seguro de que Hamás también concluirá cediendo en su oposición a la admisión de Israel.
Pero, insisto, el único derecho que pueden invocar los judíos sobre los territorios palestinos que ocupan es el de conquista, aunque derecho al fin, en los términos señalados. Y tampoco son el pueblo elegido por Dios para redimir a nadie. Si han sido elegidos por alguien para algo, ha sido por los Estados Unidos para resguardar sus intereses en el Medio Oriente, en particular, los relacionados con el petróleo. Meter a Dios en las tribulaciones de los hombres es rebajar su majestad. Y más cuando se arguye que a Éste le agrada que cometan barbaridades en su nombre, lo que seguramente piensa Netanyahu que conseguirá masacrando palestinos. Leamos cómo Voltaire, con su magistral ironía, ridiculiza semejante desatino:
“Debemos distinguir, sobre todo en los libros sagrados, las contradicciones aparentes de las reales. El Pentateuco nos dice que Moisés fue el más benigno de los hombres y mandó degollar veintitrés mil hebreos porque adoraban al becerro de oro, y veinticuatro mil por tener trato carnal o haberse casado con mujeres madianitas, y él había hecho lo mismo. Pero doctos comentaristas demostraron de manera irrefutable que Moisés era apacible y afable, y que sólo por agradar a Dios hizo asesinar a esos cuarenta y siete mil hebreos culpables”.
Y el que probablemente sea el más insigne de los judíos de todos los tiempos, Albert Einstein, jamás creyó que su pueblo fuera el elegido de Dios. En la carta que envió a la “Asociación Central de Ciudadanos Alemanes de la Fe Judía” en 1920 así lo confirma:
“No soy ciudadano alemán, ni hay nada en mí que pueda definirse como «fe judía». Pero soy judío y estoy orgulloso de pertenecer a la comunidad judía, aunque no los considero en absoluto los elegidos de Dios”.
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Abogado y Notario, autor de varios ensayos sobre diversos temas de derecho, economía, política e historia; columnista por cuarenta años de varios diarios, entre ellos, EL Pueblo, El Cronista, Diario Tiempo y La Tribuna, y diputado por el Partido Liberal al Congreso Nacional de 1990-1994. Ver todas las entradas