Por: Redacción CRITERIO
En 1867 Rusia vendió el territorio de Alaska a los Estados Unidos por 7,2 millones de dólares. Sólo en los primeros cincuenta años de propiedad, los norteamericanos obtuvieron ganancias cien veces superiores al valor de la compra. ¿Cómo dejaron perder las autoridades zaristas un bocado tan apetitoso? RBTH examina la enmarañada historia de la venta de Alaska.
En 1867 los norteamericanos pagaron 7, 2 millones de dólares por un enorme territorio lleno de hielo y morsas.
La petición de adhesión de Alaska a Rusia, publicada en el sitio web de la Casa Blanca, ha recogido ya más de 35.000 firmas. Son muchos los que todavía creen que los norteamericanos robaron Alaska a Rusia, que la alquilaron y no la devolvieron a sus dueños, pero, contrariamente a los mitos populares, la transacción fue justa y ambas partes tenían razones de peso para llevarla a cabo.
En el siglo XIX la Alaska rusa era un centro de comercio internacional. En su capital, Novoarjánguelsk (actual Sitka), se vendían telas chinas, té e incluso el hielo que se utilizaba en los EE UU antes de que se inventaran los frigoríficos. Se construyeron barcos y fábricas, se extraía carbón. Ya entonces se tenía conocimiento de los numerosos yacimientos locales de oro. Vender algo así parecía una locura.
A los comerciantes rusos les atraía de Alaska el marfil de morsa, cuyo precio no era inferior al de elefante, y las preciosas pieles de nutria de mar que obtenían gracias al trueque con los aborígenes. Estas actividades estaban concentradas en manos de la Compañía Ruso-Americana (conocida por sus siglas en ruso, RAK). La dirigían personas valientes, empresarios rusos del siglo XVIII, viajeros atrevidos y estraperlistas. Todos los yacimientos de Alaska pertenecían a la compañía, que podía alcanzar de manera independiente contratos comerciales con otros países, contaba con bandera y moneda propia, los ‘marcos de cuero’. Los privilegios se los concedió a la compañía el gobierno zarista que no sólo cobraba unos altísimos impuestos sino que entre los accionistas de la RAK también figuraban zares y miembros de su familia.
El ‘gobernador principal’ de los asentamientos rusos fue un comerciante de gran talento llamado Alexander Baránov. Construyó escuelas y fábricas y enseñó a los aborígenes a plantar nabos y patatas.
Construyó una fortaleza y un astillero y extendió la práctica de la pesca de las nutrias de mar. Baránov se hacía llamar el ‘Pizarro ruso’ y se encariñó de Alaska no sólo por razones económicas sino de corazón: su mujer era la hija de un caudillo aleutiano.
Con Baránov la Compañía Ruso-Americana gozaba de unos ingresos cuantiosos: ¡más del 1000% de beneficios! Pero cuando, ya anciano, se apartó del negocio, su puesto fue ocupado por el teniente comandante Gagermeister, que trajo un nuevo equipo de empleados y accionistas procedentes de círculos militares. Desde entonces, según un decreto oficial, la compañía sólo podían dirigirla oficiales de la Marina. Los siloviks, antiguos miembros de los servicios de seguridad, se hicieron con el poder de una empresa ventajosa, pero sus acciones llevaron la compañía a la quiebra.
Vil metal
Los nuevos propietarios se asignaron salarios astronómicos: oficiales subalternos percibían 1.500 rublos al año (un sueldo comparable a los de los ministros y senadores) y el jefe de la compañía, 150.000 rublos. Por otro lado, los precios de las pieles compradas por la población local se redujeron a la mitad. Como resultado, durante las dos décadas siguientes los esquimales y aleutianos exterminaron a casi todas las nutrias, privando a Alaska de su recurso más lucrativo. Los aborígenes cayeron en la miseria y empezaron a sublevarse, levantamientos que los rusos sofocaban abriendo fuego contra las aldeas ribereñas con sus buques de guerra.
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Los oficiales trataron de encontrar otras fuentes de ingresos. Fue entonces cuando empezaron a comerciar con hielo y té, alternativas que los empresarios no consiguieron organizar de manera sensata, pero los directivos ni siquiera pensaron en ponerse salarios más bajos. Finalmente a la Compañía Ruso-Americana le acabaron asignando una dotación gubernamental de 200.000 rublos al año. Pero esto tampoco la salvó.
En ese mismo periodo estalló la guerra de Crimea, en la que Rusia combatió contra Inglaterra, Francia y Turquía. Luego quedó claro que el país no sería capaz de abastecer y proteger a Alaska: las vías marítimas estaban controladas por los barcos de los aliados. Incluso la perspectiva de la extracción del oro empezó a no verse clara.
Temían que una Inglaterra hostil pudiera bloquear Alaska y entonces Rusia se quedase sin nada.
A pesar de la creciente tensión entre Moscú y Londres, las relaciones con las autoridades norteamericanas eran cordiales, y la idea de vender Alaska surgió casi de forma simultánea por parte de ambos lados. El barón Eduard de Stoeckl, enviado por Rusia a Washington, entabló las negociaciones en nombre del zar junto con el secretario de Estado norteamericano William Seward.
La bandera rusa no quería bajarse
Mientras las autoridades se ponían de acuerdo, la opinión pública de ambos países se oponía a la transacción.
“¿Cómo vamos a entregarles tierras en cuyo desarrollo hemos invertido tanto tiempo y esfuerzo, donde se abrieron minas de oro y líneas telegráficas?”, escribían los periódicos rusos. “¿Para qué necesita América ese cofre de hielo y 50.000 esquimales salvajes que beben aceite de pescado para desayunar?”, se escandalizaba la prensa norteamericana con el apoyo del senado y el congreso.
Pero, con todo, el 30 de marzo de 1867, se firmó en Washington el contrato de venta de 1,5 millones de hectáreas de posesiones rusas a Estados Unidos por 7.200.000 dólares, una suma de dinero puramente simbólica. No se vende tan barato ni siquiera las tierras yermas de Siberia. Pero la situación era crítica: incluso podían quedarse sin percibir esa cantidad.
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La transferencia oficial de las tierras se celebró en Novoarjánguelsk. Tropas estadounidenses y rusas se apostaron junto a un mástil del que empezaron a arriar la bandera de Rusia después de una salva de cañones. Pero la bandera se enredó en la parte superior del mástil.
Un marinero que se encaramó a la bandera la arrojó y por casualidad cayó directamente sobre las bayonetas rusas. ¡Una mala señal! Después de esto los norteamericanos empezaron a requisar los edificios de la ciudad, que fue rebautizada con el nombre de Sitka. Varios centenares de rusos, decididos a no aceptar la ciudadanía norteamericana, fueron obligados a evacuar a bordo de barcos mercantes y no pudieron volver a sus casas hasta pasado un año.
No tardó mucho en llegar la fiebre del oro de Klondike al ‘cofre de hielo’: este frenesí de inmigración en pos de prospecciones auríferas aportó a Estados Unidos cientos de millones de dólares. Una lástima, por supuesto. Pero quién sabe cómo serían las relaciones entre las principales potencias del mundo si Rusia no se hubiera librado en su momento de una región problemática y deficitaria, de la cual sólo podían obtener ingresos comerciantes talentosos y audaces, pero de ningún modo oficiales de la Marina.
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