Eduardo Almendarez ya notificó a la Cancillería de Honduras para que interceda en su angustiosa situación y agilice el regreso de su pequeño hijo.
El niño, Eduardo José, habla por teléfono con sus padres y les ruega que lo saquen de donde está y regresen a Honduras. Su historia es la misma de otros 458 menores hondureños que han sido separados de sus padres.
Por: Emy Padilla y Claudia Mendoza
Ilustración e Imágenes: Guillermo Burgos y Marvin Valladares
Tegucigalpa.-En un poblado del departamento de Olancho, en la zona nororiental de Honduras, lugar de cultivos de granos básicos (maíz y frijoles), ganadería y de explotación de madera, y por supuesto de muchas desigualdades, habita una humilde familia que ha sufrido en carne propia la política “tolerancia cero” de Donald Trump.
Mientras los rascacielos rodean al magnate convertido en presidente de la principal potencia del mundo, el polvo, la tristeza, la desolación y sobre todo la impotencia y la angustia, se apodera de los Almendárez-Meyer, una de las tantas familias separadas por su condición de inmigrantes.
La madrugada del 2 de junio, Eduardo Almendárez, se marchó desde su casa en el municipio de la Unión, Olancho, rumbo a la nación del norte. No iba solo. Además de sus sueños y anhelos por lograr un mejor porvenir para su familia, lo acompañaba Eduardo José, su hijo de once años, quien todavía está en los Estados Unidos, retenido por las autoridades migratorias.
Eduardo emprendió su travesía luego de haber pagado $ 6.500 a un coyote—dinero que le prestó un amigo que vive en EE.UU. y que lo esperaba para ubicarlo en un trabajo para luego cobrárselo. Salió de Honduras en medio de la crisis generada en la frontera sur estadounidense, zona donde los agentes fronterizos redoblaron la seguridad para evitar el paso de más migrantes, porque así lo ordenó Trump desde el 6 de abril pasado cuando oficializó la política de «tolerancia cero». Mediante un memorando, no solo advirtió que detendrían y acusarían criminalmente a quienes fuesen detenidos por ingresar ilegalmente al país –por río o tierra-. También complicó la entrada y el escrutinio de los inmigrantes que se presentan en las garitas fronterizas sin una visa.
Eduardo no midió la magnitud de las noticias que las agencias y cadenas internacionales estaban narrando, y más bien su ingenuidad lo hizo pensar que yendo junto a su hijo era más fácil su pase hacia el otro lado, pues así se lo hizo saber su amigo que lo esperaba en la tierra del “tío Sam”.
Nos cuenta que decidió llevarse al niño porque su amigo le dijo: “mirá, si tu traes tu hijo vas a pasar más rápido con tu hijo porque ahorita el pase está bueno, con niños…”
En su peregrinaje, se convenció más de la tesis de su amigo porque mientras hacía escalas en varios poblados de Guatemala y luego al seguir la ruta por México, se dio cuenta que en el trayecto iban al menos 50 hondureños acompañados por sus hijos. En pocas palabras se convenció que no era el único en esas circunstancias. Iban padres y madres de Tegucigalpa, La Ceiba, Yoro, relata.
Mientras los niños y niñas iban en medio de los adultos, compartían las mismas incomodidades: dormían en el suelo, se montaban en vagones cerrados con apenas dos pequeñas ventanillas e iban de pie durante largos trayectos.
“Meten a 70 personas en esos comboys (vagones), que casi ni cabemos, sino que vamos apretados, casi desmayándonos del calor. Nos levaban a cierta parte, nos bajan de los comboys (vagones) y nos meten en un tráiler”. Después de haber superado la pasadilla de los vagones y tráilers, los inmigrantes fueron retenidos en Villahermosa por la Policía Estatal de Tabasco, más conocida como “la migra”.
Eduardo nos relató que cuando “los federales llegaron allí, hicieron tirazón (balacera) y los guías se la dieron, (los coyotes huyeron) no agarraron ni un guía (coyote). A nosotros nos tiraron boca abajo. Nos dijeron que no les viéramos la cara”.
En su relato, evidenció el secreto a voces entorno a la corrupción que existe en lo interno de la policía mexicana. Nos contó que los coyotes le dan una clave a quien va pagando la travesía y que cuando se dio la balacera los traficantes de personas le daban la clave a los policías para que apartaran a sus clientes y retuvieran a todos aquellos que no tenían clave.
“Había 30 personas que no llevaban claves, los apartaron y los subieron en unas camionetas”, después de eso, Eduardo no supo más de sus compañeros de viaje, quienes seguramente fueron trasladados a los albergues para migrantes. En tanto, los que sí tenían la clave fueron conducidos en una camioneta, en compañía del coyote que comandaba la travesía, quien los cruzó por el Río Grande, el 8 de junio.
“Me subieron en una balsa; ya cuando llegó la balsa al otro lado nos bajamos y caminamos como dos horas y media y llegamos al puente de McAllen”. Una vez en ese lugar, estaba la Patrulla Fronteriza y a Eduardo, ya cansado y preocupado de ver la “cacería” policial, le entraron ganas de regresarse. Pero “un oficial nos gritó, no se regresen que si se regresan les va a estar más caro”.
Eduardo se entregó junto a su pequeño. Una vez en manos de los agentes fronterizos, él y los demás migrantes fueron inducidos a sentarse en el suelo y sometidos a un interrogatorio. Les preguntaron su nombre completo, nacionalidad, país de procedencia y el nombre de los niños. Les pidieron que mostraran la cédula de identidad y que se quitaran la faja y los cordones de los zapatos.
El interrogatorio duró casi tres horas, recuerda, mientras nos detalla que posteriormente los subieron a un bus, donde iban otros hombres y mujeres con sus hijos. “Los padres con niños en un lado y las mujeres en otro lado. Nos llevaban para Texas. Nos metieron en unas hieleras”, prosigue contando al referirse a las unidades que usa la policía para trasladar a los migrantes al albergue de McAllen.
“Decidí llevarme a mi niño porque yo decía, ya con mi hijo voy a pasar más luego, pero no, no fue así…”, agrega al denotar su frustración de no haber llegado a su destino y lo peor, aún, por haber dejado lejos a su pequeño, en un lugar que en ese momento no supo establecer porque nunca se le permitió verlo y mucho menos se le notificó al respecto.
MOMENTOS DE DOLOR
El momento más cruel para Eduardo no fue el frío de la unidad fronteriza, ni la balacera de los agentes fronterizos, sino cuando lo apartaron de su hijo. “Lo duro es cuando yo miro que sacan a mi niño. Yo toque la puerta de vidrio”, dice entre sollozos, mientras detalla que nunca escuchó lo que uno de los policías le decía a su hijo. “Yo le pregunté pero para dónde me llevan a mi niño? Tu niño—me dice—los niños no pueden estar donde están ustedes, ellos van a estar aparte, me dice”. Ese día entraron muchas dudas a la mente de Eduardo. Desde ese momento y hasta la edición de este texto siguen separados y a cientos de kilómetros porque Eduardo fue deportado a Honduras desde el pasado 13 de junio. Aunque se comunican telefónicamente cada dos días, dice que no es lo mismo porque lo que él y su esposa desean es tenerlo entre sus brazos, acariciarlo, besarlo y saber que realmente está bien y que pronto saldrá del albergue para niños indocumentados Casa Padre, en Brownsville, Texas, donde se encuentra retenido.
¿ENJAULADO?
Eduardo no sabe si su vástago estuvo enjaulado porque nunca se lo ha dicho, ya que lo único que el niño les comenta —- cada vez que las autoridades migratorias estadounidenses le permiten hablar por teléfono—es que ya no quiere estar allá e inmediatamente suelta en llanto.
Probablemente, el hijo de Eduardo fue retenido en las famosas jaulas metálicas en las que al menos 2.300 niños mexicanos y centroamericanos fueron recluidos por su condición de inmigrantes. Él nunca lo vio, pero es obvio que eso ocurrió porque la detención del pequeño Eduardo José se dio en el marco de la crisis que conmovió al mundo y que generó la condena hacia la política racial, degradante e inhumana de Donald Trump.
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Con el pasar de los días, el humilde hombre se culpa por la situación del infante, cree que él es el culpable de la pena y dolor que vive su esposa y su otra pequeña hija. “Me siento culpable porque Roxana esta así por mí. A veces hasta deseo volverme a ir para encontrar a mi hijo y traerlo para acá”, dice con claras evidencias de reproche.
En medio de su dolor, se ha prometido que jamás intentará viajar nuevamente a los Estados Unidos. Jura que luchará para salir adelante, aunque de momento la única salida que mira a su alcance es seguir endeudándose, como lo ha hecho en los últimos años y la razón que lo obligó a salir de su país en busca del “sueño americano”.
Mientras hilvana sus ideas esperanzadoras, pide a las autoridades de la Cancillería hondureña que le ayuden a recuperar a su hijo y se lo traigan a Honduras. El lunes 9 de julio visitó las oficinas de la Cancillería en Tegucigalpa, preocupado porque le dijeron que los niños están siendo enviados a la Corte, “pero se supone que no tienen por qué mandarlos. Son niños que no tiene que decir, que no tienen como expresarse”, dice con sentido común, porque los tratados internaciones sobre derechos de la infancia prohíben la comparecencia de menores en los tribunales de justicia por asuntos migratorios y peor aún en las condiciones que las cortes migratorias de EE.UU. están sometiendo a interrogatorios los más de 2.300 niños y niñas que han sido retenidos. Los niños no tienen derecho a la defensa pública.
El temor de Eduardo tiene fundamento ya que los niños están acudiendo a las cortes de los Estados Unidos, no a partir del inicio de la crisis de las familias separadas en el 2018, sino desde hace tres años cuando el gobierno estadounidense comenzó a endurecer las medidas antiinmigrantes.
“Confío y dejo en las manos de la Cancillería para que mi hijo pronto retorne a Honduras porque él está desesperado, quiere ver a su mamá, a su papá y a su hermanita, porque ya no aguanta estar allá”, agrega.
Eduardo pasó unos días en un albergue del Servicio de Control de Inmigración y Aduanas (ICE, por sus siglas en inglés). El 13 de junio fue deportado a Honduras y al llegar a la ciudad de San Pedro Sula, a 254 kilómetros de Tegucigalpa, se comunicó inmediatamente con su esposa, Evelin Roxana Meyer, la madre de su hijo Eduardo José y de Odaly Marcela de nueve años.
En Olancho, la familia sobrevive de las ventas que a diario hace de una pulpería (pequeño negocio), que apenas ajusta para cubrir parte de las demandas esenciales en un hogar. Detrás de la pulpería hay una construcción paralizada, la que Eduardo soñaba culminar con el envío de remesas. El anhelo de tener una casa más cómoda y grande, está truncado por el momento, mientras sus carestías siguen siendo las mismas.
“Me motivó irme para pagar las jaranas (deudas) que yo tengo, poder cambiar de vivir, arreglar mi casita, comprarle a mi hijo lo que él me pide a veces. A veces le piden en la escuela cosas que no se las puedo dar porque soy muy pobre”, nos narra para detallar un poco sobre los motivos que lo hicieron emprender el viaje junto a su pequeño que cursaba el sexto grado de educación básica en la escuela pública de su comunidad.
Eduardo se fue de Honduras ante la falta de oportunidades. “Aquí no hay empleo para poder salir adelante. Aquí la gente, la mayoría, trabaja con préstamos. Alguna gente pierde sus casas porque no tiene como pagar los préstamos. La canasta básica esta por las nubes (cara); a veces, si compra una cosa no compra la otra. Aquí no hay un empleo de decir que va a ganar 500 lempiras al día (un poco más de $ 20), aquí el sueldo base son 100 lempiras ($ 4) con lo que no se compra nada”, dijo Eduardo al hacer una radiografía de la situación económica y social de los hondureños.
La historia de los Almendárez-Meyer es igual a la que vive la mayoría de los hogares de Honduras donde el 68.8 % de su población vive en pobreza y el 44.2 % de ésta, en condiciones de extrema pobreza.
SU DECISIÓN DE IRSE
Antes del 2 de junio, día en que se marchó de su hogar, Eduardo conversó extendidamente con su esposa para tomar la decisión. Aunque al principio ella no estuvo de acuerdo, pronto compartió su determinación y le dijo: “Dios sabe porque lo está haciendo, porque usted sabe cómo estamos, aquí no hay empleos para poder pagar las jaranas (deudas) que nosotros tenemos, entonces no hay ningún problema, yo le doy el niño para que lo lleve”, nos relató.
Siguió contando que Roxana, hizo planes para su hijo en caso que su llegada a los Estados Unidos fuera exitosa. “Si usted, aun caso llega, si Dios así lo permite, usted trabaja allá, pone al niño a estudiar y está mandando para pagar las jaranas (deudas) que tenemos”, le conversó.
Al platicar con Roxana, nos confesó que al principio ella se resistía a que su esposo se fuera, pero que ante su insistencia no tuvo otra opción que aceptar y le dio el visto bueno para que se llevara al pequeño Eduardo José; él también quería irse con su padre e incluso estaba “bien feliz”, relató.
“Él (niño) me besaba porque él se iba, decía que él quería darnos un mejor futuro. Él quería…quería otra vida”, entonces “yo dije, pues que se vaya”, siguió contando la angustiada madre, al asegurar que de la misma manera como aceptó que ambos se fueran, también sintió tristeza al saber que se estaban separando.
LA ANGUSTIA DEL NO RETORNO DE SU HIJO
La última vez que Roxana habló con su esposo e hijo fue cuando iban a cruzar el río. Sin embargo, fue hasta el 13 de junio, cuando ya Eduardo estaba en San Pedro Sula, que recobró la comunicación. Ese día recibió la triste noticia de que su pequeño hijo había sido retenido en la nación del norte.
La mujer recuerda con claridad ese momento y precisa el instante álgido de la conversación con su marido cuando éste le dijo por teléfono: “ya me deportaron, aquí estoy”. Al recibir la noticia lo primero que se le ocurre es preguntar por su vástago. “¿Dónde está, dónde me lo dejaste? No me pudo contestar. La llamada se cortó”, relata Roxana mientras lagrimea y recuerda ese triste episodio, que hasta el momento le quita la paz y la tranquilidad. Y no es para menos, en ese momento no conocía detalles de cómo, dónde y con quién estaba su hijo. Ahora ya sabe dónde está, pero por ahora solo habla con él por teléfono cada dos días.
La olanchana nos describió que cuando hablan, Eduardo José le pide que no se preocupe, que está bien y que lo tratan bien, que le dan ropa y comida, que duerme bien en una cama. Pero otros días la llama desesperado y llorando le dice que hay noches que no puede dormir, pensando en su familia y que implora que lo saquen del lugar donde está. Ante las suplicas se siente impotente porque no puede hacer nada, ni llamarlo cuando ella quiere sino hasta cuando migración de EE.UU. decide comunicarle a su hijo. Entonces aprovecha esos momentos para darle ánimo y fortaleza y le promete que pronto estará nuevamente en su casa, junto a su hermanita y a su padre.
Aunque Roxana se da ánimos, por momentos tiene miedo que no le entreguen a su hijo y que nunca más vuelva a saber de él. Es por eso que hay noches que no duerme y se despierta entre sobresaltos. Su sufrimiento es entendible al igual que las razones que la orillaron a aceptar que sus dos seres queridos se marcharan. “Yo decidí que ellos se fueran para tener un mejor futuro, porque aquí no hay fuentes de trabajo, aquí no hay trabajo y por eso decidí que ellos se fueran y para que el niño tuviera mejor futuro allá”.
La situación de José Eduardo no ha sido precisada por las autoridades de la Cancillería hondureña, quienes de momento se han comprometido a establecer su situación y hacer los trámites correspondientes para regresar a este pequeño y a otros más que están en la misma situación.
El viernes 13 de julio, el Gobierno de Honduras, a través de la Secretaría de Relaciones Exteriores, informó que había solicitado información oficial de las autoridades de Estados Unidos sobre los hondureños separados en la frontera con México.
Reportes oficiales establecen que, hasta el 9 de julio de este año, 459 menores hondureños fueron separados de sus padres. En tanto, los padres sumaban 289.
Mientras el Gobierno promete resolver la situación de las familias separadas, miles de hondureños siguen marchándose del país ante la violencia, falta de empleo y oportunidades.
Datos del Observatorio Consular y Migratorio de Honduras (Conmigo) establecen que en los primeros 178 días del año, 4,409 niños fueron retornados en su intento por viajar de manera irregular hacia los Estados Unidos.
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Me encanta desafiar el poder y escudriñar lo oculto para encender las luces en la oscuridad y mostrar la realidad. Desde ese escenario realizo el periodismo junto a un extraordinario equipo que conforma el medio de comunicación referente de Honduras para el mundo Ver todas las entradas
Un comentario
Y todos los k vivimos la pesadilla de johlote todos los Dias chachirecos limpien su casa y despues hablen de otros paises