Por: Gene Frieda
LONDRES – Mientras la mayor ola de endurecimiento monetario en cuatro décadas pone un freno a las economías más grandes del mundo, cada vez más analistas se preguntan si los bancos centrales no deberían subir las metas de inflación por encima del 2% actual. ¿Vale la pena sacrificar crecimiento para ganar apenas un palmo adicional en el combate a la inflación?
Pero como demuestran las recientes dificultades económicas de Brasil, el dilema que se plantea entre sostener el crecimiento del PIB y combatir la inflación no se puede desestimar tan fácilmente. Ya que en definitiva, lo más probable es que subir las metas de los bancos centrales y aceptar un ligero aumento de los niveles de precios provoque al mismo tiempo más inflación y una economía más débil.
En un contexto de desafíos climáticos y de seguridad apremiantes, es tentador relajar los objetivos en materia de estabilidad de precios. Durante la mayor parte de los últimos quince años, a las economías desarrolladas les costó generar inflación; a menudo la Reserva Federal de los Estados Unidos y otros bancos centrales no alcanzaron la meta del 2% que se habían fijado. Pero la pandemia de COVID‑19, la escalada de tensiones entre Estados Unidos y China y la invasión rusa de Ucrania han provocado restricciones persistentes en las cadenas de suministro, que cambian en forma radical el panorama inflacionario.
Al mismo tiempo, la naturaleza cambiante de la globalización y la transición a la energía limpia llevan a que las empresas reconsideren la gestión de la oferta de bienes y mano de obra. Es de prever que este fenómeno, sumado a las perturbaciones imprevistas que podrían acompañarlo, tendrá efectos inflacionarios. Pero en vista de la amenaza planteada por el cambio climático y el incremento de las tensiones geopolíticas, podría decirse que tolerar un poco más de inflación es el costo de lograr una transición verde justa.
Que cada vez se reconozca más el hecho de que la confluencia actual de perturbaciones demanda cambios significativos al funcionamiento de las economías es saludable. Pero el debate actual en torno de la inflación y el crecimiento suele pasar por alto la fragilidad de la confianza de empresas y consumidores.
El caso de Brasil pone de manifiesto los peligros de tratar de introducir ajustes (por pequeños que sean) en las anclas de la estabilidad de precios. Poco después de que el presidente Luiz Inácio Lula da Silva dio señales públicas de que en su opinión la meta de inflación de Brasil era demasiado baja y que los altos tipos de interés asfixiaban la economía, las expectativas de inflación del banco central subieron a 5,8% para 2023 y 3,6% para 2024. La institución (que no obtuvo independencia operativa formal hasta 2021) ha ido bajando en forma gradual su meta de inflación, de 4,5% en 2018 a 3,25% para este año y 3% para 2024.
En respuesta a las nuevas expectativas de inflación, los mercados se apresuraron a ajustar sus previsiones respecto de una bajada de tipos de interés rápida y contundente, y las cotizaciones comenzaron a reflejar el supuesto de un cronograma de bajadas más lento y gradual. Además, en el extremo más largo de la curva de rendimientos de la deuda pública, aumentó en forma considerable la prima de riesgo que piden los inversores para conservar deuda brasileña a largo plazo. El tipo de interés real superó el nivel del 6% que predominó hasta la elección presidencial de octubre, y que ya en aquel momento se consideraba exorbitante e insostenible.
El conocido historial brasileño de hiperinflación y desigualdad extrema subraya la urgencia de lograr estabilidad de precios. Pero suele pasarse por alto la amenaza omnipresente que le plantea el distorsivo régimen fiscal brasileño (con altos niveles de gasto y tributación) a la sostenibilidad de la deuda. Tras la pandemia, los niveles de deuda pública alcanzaron un máximo en veinte años, lo que llevó a un importante aumento del costo de financiar el déficit brasileño, a pesar de la recuperación del crecimiento.
Es verdad que las economías desarrolladas no son lo mismo que Brasil, pero los funcionarios de los países ricos no deben dar por sentado que les será más fácil persuadir a sus ciudadanos de que es posible alcanzar metas de inflación más elevadas con muy poco costo adicional. La experiencia de Brasil ofrece tres enseñanzas valiosas para determinar la conveniencia de que los bancos centrales de los países desarrollados suban sus metas de inflación.
En primer lugar, la política de metas de inflación es en esencia una cuestión de confianza. Si se percibe que los gobiernos están aumentando las metas de inflación para sostener niveles de gasto más altos (independientemente de que ese gasto sea o no necesario), no habrá modo de evitar un aumento generalizado de los costos financieros. En ese supuesto, es casi seguro que volver a anclar las expectativas de inflación en un nivel más alto provocará una recesión (que tal vez sea necesaria para reducir la inflación por debajo de la nueva meta y mantenerla en ese nivel el tiempo suficiente para que las expectativas se estabilicen).
En segundo lugar, sería imprudente cambiar las metas de inflación sin poner en práctica medidas de consolidación fiscal. Si la razón para adoptar una meta nueva es darle espacio a la política fiscal, es improbable que la gente crea que la nueva meta será permanente. El temor a la insostenibilidad de la política fiscal ha sido siempre un elemento central de la problemática inflacionaria brasileña. Además, la adopción de un régimen de endurecimiento monetario y laxitud fiscal al estilo del de Brasil limitará las oportunidades de inversión del sector privado y obstaculizará la creación de empleo. También puede provocar un aumento considerable de la volatilidad de los tipos de interés.
En tercer lugar, los regímenes de metas de inflación tienen limitaciones que se vuelven más evidentes cuando aumentan las incertidumbres del lado de la oferta, ya que frente a una perturbación cualquiera, el banco central no tiene más capacidad que otros actores para decidir si será transitoria o persistente. En un entorno de baja inflación, los funcionarios pueden esperar hasta saber si esa perturbación de la oferta (de las que no ha habido muchos ejemplos en décadas recientes) se disipará naturalmente. Pero en un mundo donde la inflación ya está por encima de las metas y el riesgo de perturbaciones adicionales es alto, las autoridades no tienen el tiempo a su favor.
Porque ya tenían experiencia en luchar contra perturbaciones persistentes del lado de la oferta, los funcionarios brasileños entendieron mejor que la mayoría de los bancos centrales de las economías desarrolladas la amenaza implícita en las interrupciones actuales de las cadenas de suministro. De modo que en previsión de posibles «efectos de segunda ronda», subieron los tipos de interés por adelantado y en forma pronunciada. La estrategia fue eficaz hasta que el nuevo gobierno propuso cambiar la meta de inflación.
En teoría, los beneficios de subir la meta de inflación pueden superar a las desventajas. Pero sería un error suponer que un ajuste preciso de la meta es tarea sencilla. Al fin y al cabo, los consumidores y las empresas no tienen motivos para creer que la meta sólo se cambiará una vez. La experiencia brasileña muestra que el costo de introducir cambios en las metas de inflación, por pequeños que sean, puede ser mayor que los beneficios.
Las ideas expresadas en este artículo no son necesariamente las de PIMCO.
Gene Frieda, estratega global en PIMCO, es investigador visitante superior en la London School of Economics.
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