El reto de Bukele

Lo que significa ser de izquierda (2)

Por: Rodil Rivera Rodil

En mi artículo anterior, expresé mi criterio de que ser de izquierda acarrea la imposibilidad de sumarnos a propósitos que, ya sea directa o indirectamente, sirvan a los fines de la derecha, por mucho que estos se encubran bajo un dudoso manto de legalidad democrática. Pero en una reunión de amigos alguien me hizo ver que esta aseveración podría entenderse como que yo rechazaba toda clase de crítica a la izquierda. Me apresuro, pues, a aclarar que el correcto alcance de mi opinión fue que la izquierda debe ser muy cuidadosa cuando se critica entre sí públicamente y que los efusivos aplausos que inmediatamente le prodiga la derecha nunca son genuinos ni sinceros, y en el fondo, lo que hace es burlarse de ella. Pero, desde luego, la autocrítica es indispensable y debe practicarse con la mayor frecuencia posible, al igual que el debate público constructivo.     

Durante el siglo pasado, la Unión Soviética fue el mayor referente de la izquierda mundial, en particular, de la radical, y su implosión en la década de los noventa fue interpretada por algunos ideólogos de la derecha como el fin del socialismo, entre ellos, por el politólogo estadounidense de ascendencia japonesa, Francis Fukuyama, en su conocido libro “El fin de la historia y el último hombre” publicado en 1992. 

Para Fukuyama, la disolución de la Unión Soviética dejaba como única alternativa el modelo de las democracias liberales, tanto en lo económico como en lo político. Las ideologías ya no eran necesarias, habían sido sustituidas por la economía. Y, paradójica o irónicamente, para él, los Estados Unidos, ya para entonces en su fase neoliberal, quedaban como la realización del sueño marxista de una sociedad más justa.  

Sin embargo, debe recordarse que, desde su aparición, la obra de Fukuyama fue altamente cuestionada y denunciada como más de índole propagandística que académica, sobre todo, porque su autor, significativamente, se desempeñaba como subdirector de planificación política del Departamento de Estado de los Estados Unidos y antes había sido analista de la Corporación Rand, uno de los llamados laboratorios de ideas, un “think tank”, que imparte capacitación política a las fuerzas armadas norteamericanas.

Pero se dio la curiosa casualidad histórica de que mientras Fukuyama pregonaba el fin del socialismo, otro país socialista, el más poblado de la tierra, la República Popular China, demostraba palpablemente todo lo contrario, esto es, que con la inestimable ayuda del mismo capitalismo, muy rápidamente, en un poco más de una década, se estaba transformando en una gran potencia económica que rivalizaba con los Estados Unidos, al mismo tiempo que, de manera imparable, libraba de la pobreza a sus millones de habitantes. Algo jamás visto en la historia de la humanidad. Y, dicho sea de paso, la incorporación de la inversión privada en el socialismo para acelerar el desarrollo de las fuerzas productivas ya había sido adoptada en la Unión Soviética en 1921, por iniciativa de Lenin, con notable suceso, pero siete años más tarde, en 1928, fue suprimida por Stalin.

Pero, entonces, se preguntará el lector, por qué el modelo económico de la China Popular no ha sido el ejemplo a seguir por la izquierda después de la desaparición de la Unión Soviética, y de hecho, una buena parte de ella no lo conoce o lo ha estudiado con alguna profundidad. Las razones fundamentales de esta insólita omisión son tres: una, el ocultamiento, deliberado o por mera ignorancia, del carácter socialista de la economía china por parte de la derecha que atribuye todo su éxito a la inversión privada, pasando por alto que esta, además de sometida a un riguroso control, impensable en Occidente, nada más se permite, básicamente, en el sector de la industria ligera y bajo el estricto control del gobierno chino. Y es que la derecha no quiere, por motivos obvios, que se conozca que el socialismo no solo no ha muerto, sino que le está ganando la partida a su histórico adversario, al grado que este ha llegado a inventar el absurdo de que los que sugirieron esa idea en China fueron los expertos occidentales a los que el Partido Comunista habría consultado cuando el país atravesaba grandes dificultades.

Dos, que con la implantación del “socialismo con características chinas” por Den Xiaoping en 1978 se abandonó, casi por completo el llamado “internacionalismo proletario” (aunque los chinos no lo admitan con esa claridad), consistente en la ayuda, prácticamente incondicional, que China brindaba a la izquierda internacional, como se apreció durante las guerras de Corea y Vietnam. La izquierda, a su vez, y quizás por eso mismo, “olvidó” que China continuaba siendo socialista y no ha reparado, hasta hace muy poco tiempo tal vez, en que esta puede reemplazar con creces el antiguo liderazgo de la Unión Soviética. Y tres, que, de alguna manera, y un tanto irreflexivamente, si no es que, por la influencia de la misma derecha, se ha ido imponiendo en el imaginario de la izquierda el convencimiento de que el modelo chino es imposible de repetir o copiar. Y esto, siempre a mi parecer, no es cierto, no al menos totalmente.

Es innegable que una réplica fiel del sistema chino sería imposible de reproducir, pero sí de sus rasgos torales, como sería, en el tema de la economía, la instauración de una adecuada y flexible convivencia estructuras y mecanismos de ambos sistemas, aunque sea temporalmente, algo antes inimaginable, pero en buena medida factible hoy en día, porque no estamos hablando solamente de nacionalización o expropiación de medios de producción sino de la redistribución de la riqueza y reducción de la desigualdad por otras vías como las tributarias, y de acuerdo con las condiciones particulares de cada país.

Y en lo tocante a las relaciones internacionales, debería analizarse con suma atención la política de neutralidad que sigue China, poco menos que ideal para los países pobres, máxime en la coyuntura actual de extrema confrontación planetaria. La historia, como siempre sucede, ha obligado a la izquierda a la revisión de las viejas teorías de la solidaridad internacional que surgieron en el pasado, principalmente con el advenimiento de la Unión Soviética, pero ahora, sin renunciar a ella, se está centrando más en priorizar sus necesidades. Y, de otro lado, para Honduras no tiene sentido suscitar la animadversión de los Estados Unidos, y menos innecesariamente, sin perjuicio, claro está, de que no puede tolerarse la injerencia, de corte imperialista, que estila la señora embajadora de los Estados Unidos en nuestros asuntos internos. Por ello, la abstención y la imparcialidad deberían ser su norma en los foros internacionales, salvo las excepciones de rigor. Y, siendo objetivos, ningún país del continente, ya sea de derecha o de izquierda, incluyendo a Nicaragua, Venezuela o Cuba, necesita del voto de Honduras, a quien tampoco puede beneficiar votar contra nadie. Sin contar con que la tarea fundamental de Libre en este momento es mitigar el impacto causado por los últimos acontecimientos y evitar que la extrema derecha gane las próximas elecciones. 

La empatía, por ejemplo, en la guerra de Ucrania de una buena parte de la izquierda de América Latina con Rusia, que no tiene nada de socialista, deriva, casi exclusivamente, de la trascendencia de su alianza estratégica con China, que impide que esta sea subyugada o aplastada por unos Estados Unidos que no quieren el cambio del sistema económico ni perder su hegemonía mundial, pero esa identificación ideológica no debería trascender del ámbito personal o partidario y menos volverla política de Estado, sencillamente porque no es relevante para nosotros, pero sí poco aconsejable en las circunstancias que vivimos.

Las ventajas de una conducta internacional de neutralidad y apertura para un país como el nuestro son innumerables, y aun para los países grandes y con gobiernos de derecha de la región. Nada menos que el ultra derechista presidente de Argentina, Javier Milei, frustrado porque no ha llegado un céntimo de las cuantiosas inversiones de Norteamérica y Europa por las que apostaba para salir de la recesión económica y ponerles fin a las restricciones cambiarias, acaba de dar un giro de 180 grados a su anterior posición con China. Hace apenas un año declaró que no iba a hacer negocios con ella: “No voy a hacer negocios con ningún comunista”. Y ahora su postura ha cambiado por completo:Me sorprendí muy gratamente con China. Es un socio comercial muy interesante, porque no exige nada, lo único que piden es que no los molesten”, declaró el pasado domingo en una entrevista por televisión. Y para que no queden dudas, anunció que viajará a China en enero próximo, en donde aspira a sostener una reunión con Xi Jinping.

Y algo muy similar aconteció con Jair Bolsonaro cuando gobernó Brasil del 2019 al 2023. “Arrancó con un discurso furioso contra China  -dice una noticia de diario El País-   y terminó enviando a su vicepresidente a China a decir que los dos países tenían un matrimonio inevitable”.

La izquierda, asimismo, en los tiempos que corren deviene obligada a ser creativa y pragmática en el mejor sentido de la palabra, sin menoscabo de sus principios, a revisar a fondo sus programas de gobierno, sus estructuras de organización, la experiencia del centralismo democrático, las relaciones partido y gobierno, la sucesión de liderazgos, y en fin, sus tradicionales formas de dirección, para lo cual, por fortuna, cuenta  -o debería contar-  con una poderosa herramienta de análisis, como es el marxismo. No solo imprescindible para la política, sino, en general, para toda actividad humana. Si Felipe Gonzáles no hubiera forzado al PSOE de España a abandonar su estudio en 1979, quizás sus actuales dirigentes no dieran tantos bandazos como dan hoy. Por supuesto, que no se trata simplemente de conocerlo, sino de captar su esencia, y siempre, como lo concibió Marx, entenderlo como una “guía para la acción”, no para colocarlo en un altar y trastrocarlo en el dogma que tanto daño le ocasionó en el pasado.

Tegucigalpa, 9 de octubre de 2024.

  • Abogado y Notario, autor de varios ensayos sobre diversos temas de derecho, economía, política e historia; columnista por cuarenta años de varios diarios, entre ellos, EL Pueblo, El Cronista, Diario Tiempo y La Tribuna, y diputado por el Partido Liberal al Congreso Nacional de 1990-1994. Ver todas las entradas
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