Por Shlomo Ben-Ami
TEL AVIV – La crisis de la COVID-19 se convirtió en frente más reciente del creciente choque de ideologías que en los últimos años ha pasado a ser una característica central de la geopolítica. En representación del autoritarismo está China, que ha promocionado el éxito de su agresiva estrategia de confinamiento para limitar la difusión del coronavirus. En representación de la democracia hay una amplia gama de países, algunos con respuestas mucho peores que las de otros. Entonces, ¿qué sistema político es más adecuado para gestionar crisis?
La noción de que los regímenes autoritarios corren con ventaja puede resultar seductora: mientras en democracias como Estados Unidos la gente puede malinterpretar su libertad y resistirse a medidas de protección como el uso de mascarillas, los regímenes autoritarios pueden imponer y hacer cumplir fácilmente normas en favor del bien público. Además, hay quienes sostienen que China se beneficia gracias a la tradición confucianista, con su énfasis en la conformidad y la deferencia hacia la autoridad, a diferencia de las democracias occidentales que enfatizan la autonomía individual y el consentimiento a la autoridad.
El gobierno chino ha intentado reforzar estas narrativas, llegando incluso a burlarse de la lenta respuesta en EE. UU. (Y es cierto que un repentino confinamiento estricto como el que contuvo el brote de la COVID-19 en Wuhan —el primer epicentro de la pandemia— sería repugnante para los estadounidenses). Pero a la hora de evaluar la capacidad de los sistemas políticos para responder a las crisis, esta comparación es incorrecta.
En primer lugar, las democracias que adhieren a las normas confucianistas —como Hong Kong, Singapur, Corea del Sur y Taiwán— han gestionado la crisis de la COVID-19 al menos con igual eficacia que China. También lo hicieron muchas democracias sin una tradición confucianista, como Australia, Austria, Grecia, Nueva Zelanda y Portugal. De hecho, entre los países cuyo desempeño durante la crisis recibió las mejores calificaciones la abrumadora mayoría son democracias.
Estas democracias en la cima del ranking tienen en común que sus líderes reconocieron la escala del desafío, lo comunicaron de manera creíble a sus ciudadanos y actuaron oportunamente. Los países con peor desempeño, por el contrario, o estaban con la guardia baja (Italia y España) o tuvieron líderes que demoraron la acción a sabiendas (Brasil, el Reino Unido y EE. UU.).
En alguna medida, incluso este último fracaso no desentona con la historia: en el período previo a las dos guerras mundiales, las democracias a menudo reconocieron la amenaza de la guerra con lentitud. Sin embargo, cuando lo hicieron siempre triunfaron, gracias a una combinación de acción decidida y la confianza del público en el gobierno.
Es cierto, algunos gobiernos democráticos han perdido en gran medida la confianza del público y parecen comprometidos con la inacción. Tanto el presidente estadounidense Donald Trump como el brasileño Jair Bolsonaro desestimaron la gravedad del virus y contradijeron los consejos de los expertos, satisfaciendo su propia necesidad narcisista de mostrarse como tipos duros. El primer ministro británico Boris Johnson también mostró tendencias similares,
Pero difícilmente esto puede ser considerado como un problema de la democracia, después de todo, durante la crisis de la COVID-19, hubo muchos ejemplos de liderazgo inteligente entre los jefes de los gobiernos democráticos.
En Nueva Zelanda, la primera ministra Jacinda Ardern, de 39 años, habló francamente sobre la amenaza que presenta el virus, apeló al sentido de responsabilidad común de la gente e implementó medidas con fundamento científico. Hace días que no se detecta un nuevo caso.
En Alemania, el estilo de comunicación calmo, transparente y creíble de la canciller Angela Merkel ayudó a lograr una respuesta que mantuvo baja la tasa de mortalidad. La acción oportuna y decidida de Mette Frederiksen en Dinamarca, Tsai Ing-wen en Taiwán, Erna Solberg en Noruega, Katrín Jakobsdóttir en Islandia y Sanna Marin en Finlandia produjo resultados igualmente impresionantes, sin alejarse de los principios democráticos.
Esos líderes contaban con la confianza de sus ciudadanos (se puede argumentar que elegir a una mujer como líder —y, en algunos casos, a una muy joven— refleja la madurez política de un país y una confianza fundamental en el accionar del gobierno), sus respuestas la profundizaron.
Mientras tanto, los regímenes autoritarios dependen de la propaganda y la censura para mantener una pátina de legitimidad, que lleva a que la falta de confianza en el gobierno sea casi inevitable. ¿Por qué confiar en los datos chinos sobre la COVID-19, cuando es ampliamente conocido que la respuesta inicial de las autoridades locales ante el brote fue la de suprimir información?
Este dista de ser la única maniobra de encubrimiento china, en 2003, durante el brote del síndrome respiratorio agudo severo (SRAS), un médico tuvo que denunciarlo para que el gobierno dijera la verdad sobre la epidemia. Algunos observadores informados ni siquiera creen en las estadísticas oficiales del PIB chino. En cualquier caso, parece estar surgiendo una nueva oleada de contagios de COVID-19 en China.
También hay buenos motivos para creer que los brotes en Irán y Rusia son mucho más graves de lo informado. Después de una serie de equivocaciones oficiales —incluida la negativa inicial del Kremlin a tomar la crisis en serio— la popularidad del presidente ruso Vladímir Putin se desplomó a su menor nivel en los 20 años que lleva en el poder.
Cuando se compara el desempeño de distintos países durante la crisis de la COVID-19 también hay factores relevantes que no tienen nada que ver con los sistemas políticos. Los países que han experimentado brotes de enfermedades infecciosas en el pasado reciente —como China, Vietnam, Hong Kong, Corea del Sur y Taiwán— tienen el beneficio del conocimiento institucional.
Pero incluso en este caso, reconociendo la notable excepción de Vietnam, las democracias parecen haber aprendido mejor las lecciones de los brotes pasados. La experiencia de Corea del Sur en 2012 con el síndrome respiratorio de Oriente Medio incidió directamente en su respuesta a la COVID-19, que enfatizó los análisis de detección a gran escala. China, por el contrario, repitió su error de la epidemia del SRAS, intentando inicialmente ocultarla.
El problema no es que China no haya aprendido la lección, el problema es que no pudo hacerlo. Y ese es el punto. En una democracia, una crisis es una prueba política: el líder debe mantener o fortalecer la confianza del público, o se arriesga a que no lo voten en las elecciones siguientes, pero en una autocracia, una crisis es una amenaza a la legitimidad del régimen, de hecho, a su supervivencia.
Pero con tanto en juego, siempre parecerá que la apuesta más segura es ocultar las cosas. Pretender que un gobierno de ese tipo responda de manera diferente, como lo ha exigido Trump a los chinos, puede ser lo mismo que exigir un cambio de régimen.
Shlomo Ben-Ami, exministro israelí de Asuntos Exteriores es vicepresidente del Centro Internacional de Toledo para la Paz. Escribió Scars of War, Wounds of Peace: The Israeli-Arab Tragedy (Cicatrices de guerra y heridas de paz: la tragedia árabe-israelí).
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Tengo algunos años de experiencia y me encanta practicar el periodismo incómodo que toque los tinglados del poder, buscando cambios en la forma de gobernar y procurar el combate a la corrupción, develando lo que el poder siempre quiere ocultar. Ver todas las entradas