POR: CAROLINA VÁSQUEZ ARAYA
Las naciones más desarrolladas suelen tener instituciones sólidas como parapeto contra el abuso. Sus mecanismos son claros y sus normas, específicas. Responden pronto y sin excusas ante la demanda de información de sus ciudadanos y sus organizaciones civiles. Sus más altas autoridades tienen el respaldo de haber sido electas o nombradas en procesos intachables, con el único fin de consolidar sus democracias. Sus características las convierten en ejemplo y, por supuesto, estas naciones son una excepción a la regla, pero también un modelo ideal para toda la Humanidad.
En el otro extremo del espectro, están aquellas cuyo ambiente político, económico y social se desarrolla dentro de una espesa nube de opacidad. Sus autoridades y otros centros de poder rehúyen la fiscalización ciudadana con una fiereza digna de mejores causas. O quizá no, por los enormes beneficios que les reporta el ocultamiento de sus acciones. La tradición institucional de estas naciones viene respaldada por una larga cadena de tiranías, golpes de Estado y fraudes electorales, tamizados por períodos de cambio que nunca alcanzan a concretarse en democracias auténticas.
Una de las amenazas para estos regímenes semidictatoriales —por su carácter autoritario y su resistencia al escrutinio— son aquellos brotes de protesta ciudadana que surgen con fuerza inesperada, como respuesta a los abusos cometidos por las autoridades en el ejercicio del poder.
Cuando esto sucede, los mecanismos de defensa del sistema comienzan a actuar de manera casi automática. Se cierran los accesos a la información y se penaliza todo intento de crítica con la excusa de la sedición. Se reprimen los movimientos populares con todo el poder de la fuerza pública, para lo cual se canaliza la inversión hacia los cuerpos armados. Se impide el acceso a los registros y a los eventos institucionales como una manera de resguardar la privacidad en las decisiones oficiales y, con ello, evitar toda amenaza de señalamiento.
En muchas de las naciones del continente se ha visto este movimiento pendular cuyo efecto más importante ha sido la imposibilidad de establecer —de manera sostenible— democracias reales, participativas y cuyos mecanismos de administración sean absolutamente transparentes a la fiscalización de sus habitantes y de la comunidad internacional.
Esta debilidad en nuestras estructuras políticas ha convertido a Latinoamérica en un continente cuyo trágico pasado de dictaduras se cierne una y otra vez como una amenaza real sobre los esfuerzos por consolidar los procesos de desarrollo en libertad y la permanente búsqueda de una paz firme y duradera. La frecuente alternancia de regímenes populares con otros de extrema derecha, solo propicia una debilidad progresiva de los marcos institucionales y el retroceso en las conquistas de los pueblos, cuyas necesidades jamás se ven reflejadas en los planes, ni realizadas en la práctica, por una absoluta ausencia de coincidencia de objetivos.
Un gobierno responsable y capaz de ejecutar sus funciones dentro del marco constitucional, respetando las leyes y a sus gobernados, se vería altamente beneficiado con una política de puertas abiertas, una actitud de tolerancia hacia el disenso y una clara invitación a la participación ciudadana, ya que esta se convierte, de ese modo, en el mejor garante de la estabilidad institucional y la democracia. La opacidad, el ocultamiento y la amenaza siempre presente de cerrar espacios a la mirada de otros protagonistas importantes, es la mejor fórmula para el fracaso.(Tomado de Prensa Libre)
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Me encanta desafiar el poder y escudriñar lo oculto para encender las luces en la oscuridad y mostrar la realidad. Desde ese escenario realizo el periodismo junto a un extraordinario equipo que conforma el medio de comunicación referente de Honduras para el mundo Ver todas las entradas