Por: Daniela Delgado y Sofía Vargas/Latinioamérica21
El suicidio es la causa de más de 703,000 muertes al año en todo el mundo, lo que equivale a que cada 40 segundos una persona se quite la vida, de acuerdo con la Organización Mundial de la Salud (OMS). La salud mental no había sido tema de discusión por años, pero luego de la pandemia de COVID-19 ha recobrado la importancia que merece, aunque no a los niveles necesarios para la implementación de políticas específicas. De hecho, esta es la cuarta causa de muerte a nivel global y la tercera en América Latina donde en 2019, unas 98,000 personas de entre los 15 y los 29 años se quitaron la vida, según la OMS.
En el año 2000, la tasa de suicidios en América fue de 7.53 suicidios por cada 100,000 habitantes, en contraste con las 21.88 suicidios por cada 100,000 habitantes en Europa, según datos de Burden of Suicides de la Organización Panamericana de la Salud (OPS). Para el año 2019, la tasa de suicidios en América aumentó a 9.64, mientras que en Europa descendió a 12.76.
De acuerdo con esa misma fuente, durante el periodo 2000-2019, el mayor índice de suicidios se encuentra en Estados Unidos y Canadá, en comparación con el resto de los países de la región. En América Latina y El Caribe, Uruguay es el país que presenta la mayor tasa de suicidios (15.51), el doble del promedio de la región (6.5).
La salud mental considera varios aspectos como la salud emocional, cognitiva y conductual, así como la capacidad de enfrentar y adaptarse eficazmente a los desafíos de la vida. Estas condiciones de buena salud mental requieren comprender la salud como un bien común e implica que, el bienestar de la sociedad depende de la participación y el compromiso de todos sus miembros para lograrlo.
Sin embargo, cuando este estado de bienestar se ve afectado, pueden manifestarse diversos trastornos como resultado del sufrimiento emocional. El exceso de dolor y angustia pueden llevar a las personas a contemplar el suicidio.
A pesar de que la decisión de quitarse la vida es individual, las implicaciones sociales del suicidio son sustanciales en términos de la salud y el bienestar de una comunidad y de la sociedad en su conjunto. Por tales motivos, este fenómeno debe considerarse un problema de salud mental y de salud pública que requiere la acción conjunta de los gobiernos, las instituciones de salud y la sociedad en general para ser solucionado.
La OMS considera cuatro acciones claves para mejorar este estado situacional: 1) la promoción, que busca incidir sobre los determinantes favorables (factores de protección, es decir, condiciones que favorezcan a la disminución de la vulnerabilidad de una persona al suicidio y al aumento de su capacidad para afrontar las dificultades) para la salud de la sociedad; 2) la prevención, que busca detectar y trata con anticipación a las personas con un mayor riesgo de suicidio; 3) la intervención, que consiste en brindar apoyo y tratamiento al individuo que ha tenido un intento de suicidio, así como a su familia; y finalmente, 4) el enfoque multisectorial, que promueve la colaboración y coordinación entre diversos sectores de la sociedad.
Para que la intervención desde la política pública sea eficiente y efectiva, es requisito fundamental que los Estados garanticen la estabilidad fiscal, de tal manera que las intervenciones sean sostenibles. La perspectiva económica es relevante debido al cumplimiento de las reglas fiscales, pero también teniendo en cuenta que la pérdida de vidas a causa del suicidio tiene repercusiones en la fuerza laboral y la productividad de los países.
La participación del Estado adquiere un papel primordial con la implementación de políticas públicas, que son posibles gracias a la inversión del gobierno. De acuerdo con los datos de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), el gasto en salud como porcentaje del Producto Interno Bruto (PIB), en promedio entre el 2000 al 2019, representó aproximadamente el 7.21% del presupuesto total de los gobiernos de América Latina. Presentando un aumento gradual, con un mínimo del 5.84% en 2003 y un máximo del 11.86% en 2019.
El país de la región que más presupuesto destinó al sector salud en el período analizado es Chile (3,97% del PIB). Sin embargo, resulta un número relativamente bajo, pues es menor al porcentaje más bajo destinado al sector salud por un país europeo, Letonia, que destinó un 4,17% de su PIB.
De acuerdo con el World Bank Open Data, el gasto en salud mental como porcentaje del gasto total en salud en la región está encabezado por Jamaica y Costa Rica con el 6,04% y el 2,91% respectivamente. Otros países como Paraguay y Perú comprometen una fracción menor de sus recursos, con tan solo el 0,31% y el 0,27%, respectivamente. Este destino del gasto en salud mental resalta las prioridades de gasto de los gobiernos respecto a este tema.
En el corto plazo es crucial enfocarse en la capacitación del personal de salud para afrontar casos de autolesión y muestras de enfermedades psicológicas. Mientras que en el largo plazo, será necesario evaluar los resultados de las políticas públicas ya implementadas como la creación y mantenimiento de infraestructura médica, en lo tangible; y los esfuerzos para reducir el estigma asociado a ciertas condiciones de salud como problemas de salud mental, en lo intangible.
El impacto del aumento del gasto público en salud no se manifiesta de manera inmediata, la inversión en salud mental mostrará resultados en el largo plazo, y aunque los réditos políticos no sean tan evidentes en las esperadas elecciones, la inversión en salud en general es crucial para el bien de las familias y los países. Ojalá la clase política latinoamericana entienda que los verdaderos estadistas deben pensar en la siguiente generación y no en la próxima elección.
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