Por: Shahra Razavi
NUEVA YORK – Si la pandemia de COVID-19 ha enviado un mensaje al mundo, es que nuestra seguridad es tan precaria como la de los más vulnerables. Quienes no pueden ponerse en cuarentena o recibir tratamiento ponen en peligro sus propias vidas y las de los demás, y si un país no puede contener el virus, los demás están obligados a infectarse, o incluso a reinfectarse. Pero, los sistemas de protección social de todo el mundo están fracasando estrepitosamente a la hora de salvaguardar las vidas y los medios de subsistencia de los grupos vulnerables.
Casi el 40% de la población mundial no tiene seguro de salud ni acceso a otros sistemas nacionales de salud. Unos 800 millones de personas gastan cada año al menos el 10 % de su presupuesto familiar en atención a la salud, y 100 millones de personas caen en la pobreza debido a que tienen que enfrentar gastos médicos. Esto significa que una significativa parte de la gente simplemente carece de los medios para buscar tratamiento, incluso cuando adquieren enfermedades altamente contagiosas como el COVID-19.
Para agravar el problema, una abrumadora mayoría de los trabajadores carecen de la seguridad económica necesaria para acceder a licencia por enfermedad o hacer frente a una emergencia inesperada. Dado que menos de dos tercios de los países cuentan con un sistema de seguro social o de asistencia social que brinde subsidios por enfermedad, los enfermos suelen verse obligados a elegir entre poner en peligro su salud personal y pública, o pagar sus facturas.
No es sorprendente que la protección contra el desempleo sea también inadecuada, a pesar del papel crítico que juega en el apoyo a los ingresos de los hogares y en la estabilización de la demanda agregada. Las empresas que dependen de los proveedores en las regiones afectadas por los brotes o que se enfrentan a una reducción de la demanda debido a los cierres y otras medidas de contención, se han visto sometidas a una inmensa presión. Cientos de miles de puestos de trabajo están ahora en peligro. Sin embargo, sólo uno de cada cinco desempleados en todo el mundo puede acceder a beneficios de desempleo.
Cerca del 55% de la población mundial – unos 4.000 millones de personas – no se beneficia de ninguna forma de protección social, y para enfrentar la brecha muchos países confían en soluciones basadas en el mercado que sólo unos pocos pueden costearse. Como demuestra claramente la pandemia de COVID-19, esta situación no sólo perjudica a los más pobres y vulnerables, sino que amenaza el bienestar de sociedades enteras y de toda la comunidad mundial.
Esto no es una novedad para los líderes mundiales. Tras la última catástrofe mundial – la crisis financiera de 2008 – la comunidad internacional adoptó por unanimidad la Recomendación sobre los pisos de protección social, 2012 (núm. 202) de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), comprometiéndose así a establecer niveles mínimos de protección que sirvan de base para crear sistemas de seguridad social integrales.
En el 2015, los líderes mundiales dieron otro esperanzador paso adelante, al acordar la Agenda de Desarrollo Sostenible 2030. Muchos de los Objetivos de Desarrollo Sostenible promueven el carácter imprescindible de la protección social. Por ejemplo, la meta 3.8 tiene por objeto «lograr la cobertura sanitaria universal, en particular la protección contra los riesgos financieros, el acceso a servicios de salud esenciales de calidad y el acceso a medicamentos y vacunas seguros, eficaces, asequibles y de calidad para todos». En la meta 10.4 se pide a los países “adoptar políticas, en especial fiscales, salariales y de protección social, y lograr progresivamente una mayor igualdad”.
Pero, como la crisis del COVID-19 está dejando muy en claro, no se ha avanzado lo suficiente. Si la pandemia tiene un resquicio de esperanza, la expectativa es que estimule a los gobiernos a ampliar el acceso a los servicios de salud, los subsidios de enfermedad y la protección contra el desempleo. Después de todo, la evidencia demuestra que ese gasto tiene un mayor efecto multiplicador positivo en la economía que otras medidas [como la reducción de impuestos para las personas con ingresos más altos, la ampliación del crédito a los compradores de primera vivienda y algunas disposiciones relativas al impuesto de sociedades], y a la vez puede contribuir a la estabilidad social y política.
Por supuesto, queda la duda de cómo pagar la protección social. La OIT estima que, en el caso de las economías en desarrollo, el déficit promedio de financiamiento para la puesta en marcha de un piso de protección social adecuado equivale al 1,6% del PIB. En el caso de los países de bajos ingresos, esa brecha es mucho mayor: alrededor del 5,6% del PIB; y es poco probable que dispongan de suficiente espacio fiscal para cerrar la brecha por sí solos.
Sin embargo, el mundo nunca ha sido tan rico como lo es hoy en día. Con o sin recesión inducida por una pandemia, existe suficiente capacidad de movilizar los recursos necesarios. Para ello, los países deberían adoptar reformas del impuesto de las sociedades para garantizar que las multinacionales contribuyan de manera justa a las finanzas públicas. Los impuestos progresivos sobre la renta y el patrimonio, así como las políticas para reducir los flujos financieros ilícitos, también ayudarían.
Pero estas medidas tardarían en surtir efecto, y como la pandemia ya está perturbando la actividad económica y diezmando los ingresos y la demanda, es crucial actuar con rapidez. A corto plazo, tanto los países desarrollados como los países en desarrollo necesitan más flexibilidad para financiar el déficit y obtener préstamos internacionales en condiciones favorables para apoyar sus inversiones en sistemas de protección social.
Muchos gobiernos – en particular en los países con sistemas de atención de la salud financiados mediante contribuciones sociales o impuestos – ya están aumentando el gasto, a fin de garantizar el acceso a los servicios necesarios durante la crisis del COVID-19, incluso mediante la integración de medidas de prevención, exámenes clínicos y tratamiento en los paquetes de prestaciones. Corea del Sur, por ejemplo, realiza miles de exámenes de COVID-19 al día, en centros de pruebas financiados por el Estado.
Además, varios gobiernos han aumentado el apoyo económico a los hogares y las empresas. Francia, Hong Kong, Irlanda y el Reino Unido han extendido los subsidios de enfermedad a los trabajadores en cuarentena o auto cuarentena. Alemania y los Países Bajos están ofreciendo prestaciones de desempleo parcial a los trabajadores cuyas horas se han reducido debido a la fuerte caída de la demanda.
De manera análoga, China, Francia, Portugal y Suiza han ampliado el derecho a recibir prestaciones de desempleo para incluir a los trabajadores de empresas a las que se ha ordenado el cierre temporal, mientras que Australia, China y Portugal han ampliado la asistencia social a las poblaciones vulnerables. Y muchos países – como China, Francia y Tailandia – han retrasado los plazos para el pago de las contribuciones a la seguridad social y los impuestos.
Pero estas medidas son sólo un primer paso. Los gobiernos deben aprovechar el impulso creado por la crisis actual para avanzar rápidamente hacia sistemas de protección social financiados colectivamente, integrales y universales. Sólo entonces nuestras sociedades y economías estarán en capacidad para sobrellevar la pandemia del COVID-19 y las demás crisis que se avecinan.
*Razavi es la directora del Departamento de Protección Social en la Organización Internacional del Trabajo.
Esta publicación es gracias a la alianza entre Y
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Tengo algunos años de experiencia y me encanta practicar el periodismo incómodo que toque los tinglados del poder, buscando cambios en la forma de gobernar y procurar el combate a la corrupción, develando lo que el poder siempre quiere ocultar. Ver todas las entradas