La inestabilidad política, de Latinoamérica al mundo

Por: Fernando Domínguez Sardou/Latinoamérica21


Hubo un tiempo en que la inestabilidad política se consideraba un rasgo casi exclusivo de
América Latina. Golpes de Estado, destituciones presidenciales, gobiernos débiles y
fragmentación legislativa han sido parte del ADN político de la región por décadas. Mientras
tanto, Europa solía ser el ejemplo de estabilidad institucional, con democracias predecibles y
sistemas políticos que garantizaban continuidad y gobernabilidad. Pero esa distinción se ha
desdibujado. Hoy, la volatilidad política no es solo un fenómeno latinoamericano: el Viejo
Continente también ha comenzado a lidiar con gobiernos frágiles, parlamentos ingobernables y
una creciente desafección ciudadana.

Sin embargo, hay diferencias clave. En América Latina, la inestabilidad política suele traducirse
en crisis de gobernabilidad profundas, amenazas al orden democrático y una constante
incertidumbre sobre el futuro. En Europa, aunque las instituciones están tensionadas, el sistema
se mantiene en pie. Lo que antes era una comparación entre dos mundos distintos, hoy es un
espejo con matices: la fragmentación y la polarización han cruzado el Atlántico, pero con
consecuencias muy distintas.

El caso de Portugal es ilustrativo del nuevo panorama europeo. En apenas un año, dos gobiernos
han colapsado debido a la dificultad de consolidar mayorías parlamentarias, un fenómeno que
América Latina conoce de sobra. La reciente caída de Luís Montenegro como primer ministro es
solo el último capítulo de una inestabilidad política creciente, que, si bien no amenaza la
institucionalidad del país, sí genera incertidumbre y desgaste en el sistema.

Alemania enfrenta un problema diferente, pero igualmente preocupante. El país que alguna vez
fue sinónimo de estabilidad ahora se encuentra atrapado en un juego de negociaciones
interminables. Friedrich Merz, líder de la CDU, ha capitalizado el declive del gobierno de Olaf
Scholz, pero la fragmentación del electorado hace que cualquier intento de formar una coalición
de gobierno sea un proceso arduo y frágil. En un continente donde los sistemas parlamentarios
han garantizado gobernabilidad por décadas, la creciente fragmentación política está empezando
a erosionar esa capacidad de respuesta.

Pero si bien Europa enfrenta nuevos desafíos, América Latina sigue atrapada en una crisis
estructural mucho más profunda. No se trata solo de fragmentación legislativa o dificultades para
formar gobiernos de coalición. En la región, la inestabilidad política ha significado cambios
abruptos de liderazgo, crisis institucionales y, en algunos casos, regresiones democráticas. La
comparación es válida, pero las consecuencias son mucho más graves nuestra región.

Las crisis políticas en América Latina no se limitan a la dificultad de gobernar. En muchos casos,
implican el colapso de gobiernos antes de completar su mandato, enfrentamientos directos entre
el Ejecutivo y el Legislativo, y el surgimiento de líderes que intentan doblar o romper las reglas
del juego. Perú es el mejor ejemplo de este fenómeno: en solo cuatro años, el país ha visto
desfilar seis presidentes, con un Congreso que ha hecho de la destitución presidencial un
mecanismo recurrente de resolución de conflictos. Ecuador tampoco ha sido ajeno a esta
dinámica. En 2023, Guillermo Lasso recurrió a la «muerte cruzada» para disolver la Asamblea
Nacional y evitar su destitución, una medida extrema que refleja la fragilidad del sistema político
ecuatoriano. En Argentina, la falta de mayorías parlamentarias ha empujado a los presidentes a
gobernar por decreto, debilitando aún más la legitimidad del sistema y socavando la confianza en
la democracia.

Juan Linz, en su clásico estudio sobre la «fatalidad del presidencialismo», ya advertía sobre estos
peligros. Mientras que los sistemas parlamentarios permiten una mayor flexibilidad para
reemplazar gobiernos sin generar crisis sistémicas, el presidencialismo latinoamericano tiende a
generar enfrentamientos entre poderes que, en muchos casos, resultan insalvables. La falta de
mayorías legislativas y la debilidad institucional han convertido a muchos presidentes
latinoamericanos en figuras aisladas, obligadas a negociar con parlamentos fragmentados o a
recurrir a mecanismos de excepción para mantenerse en el poder.

A pesar de sus problemas recientes, los sistemas europeos todavía cuentan con mecanismos que
amortiguan la inestabilidad. Aunque la fragmentación política ha complicado la formación de
gobiernos, la institucionalidad no se ve amenazada de la misma manera que en América Latina.

En España, por ejemplo, la creciente polarización ha convertido la política en un campo de
batalla de alianzas frágiles, pero los cambios de gobierno siguen ocurriendo dentro de los marcos
democráticos. En Francia, el sistema semipresidencialista ha obligado a Emmanuel Macron a
lidiar con un Parlamento dividido, pero sin poner en riesgo la continuidad del Estado.
Sin embargo, la estabilidad europea ya no es lo que solía ser. El desgaste de los partidos
tradicionales, la fragmentación del voto y la dificultad para construir consensos han hecho que
los sistemas parlamentarios enfrenten desafíos que antes parecían exclusivos del
presidencialismo latinoamericano. Si la tendencia continúa, Europa podría descubrir que la
inestabilidad es más contagiosa de lo que parece.

El deterioro de la estabilidad política en Europa no significa que el continente vaya camino a una
crisis al estilo latinoamericano, pero sí es una advertencia. La fragmentación, la polarización y la
dificultad para gobernar no son problemas exclusivos de un modelo político u otro. Lo que
diferencia a las democracias resilientes de las frágiles no es su diseño institucional, sino la
capacidad de sus actores políticos para gestionar la incertidumbre sin dinamitar el sistema.

Para América Latina, la lección es clara: no basta con sobrevivir a las crisis, hay que construir
instituciones que reduzcan su frecuencia e impacto. Eso implica fortalecer la cultura
democrática, evitar la dependencia de liderazgos personalistas y promover la negociación
política como una herramienta de gobernabilidad, en lugar de convertir cada desacuerdo en una
crisis existencial.

Para Europa, el desafío es evitar que la fragmentación se transforme en parálisis. La estabilidad
no es un derecho adquirido, sino una construcción constante. Si los sistemas políticos europeos
no logran adaptarse a la nueva realidad de electorados cada vez más fragmentados, podrían
encontrarse con que su prestigiosa tradición de estabilidad se erosiona más rápido de lo que
nadie imaginó.

Al final, ni América Latina ni Europa tienen garantizada la estabilidad. La diferencia entre ambas
regiones no está en la presencia de crisis, sino en la manera en que las enfrentan. Y en ese
terreno, ambas tienen mucho que aprender—y que temer.

Fernando Domínguez Sardou es Doctorando en Ciencia Política (Universidad Nacional de San Martín) y
Magister en Derecho Electoral, Parlamentario y Técnica Legislativa (Universidad de Castilla-La
Mancha). Profesor de Ciencia Política en la Universidad Católica Argentina, Universidad Austral,
Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino y Universidad Nacional de Tres de Febrero.

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