Por: Fabián Bosoer/Latinoamérica21
“La idea de un ‘choque de civilizaciones’ global no era errónea: simplemente era prematura”, sostiene Nils Gilman en el último número de la revista estadounidense Foreign Policy. El contexto: nos encontramos ante un reordenamiento de las relaciones internacionales tan significativo como el de 1989, 1945 o 1919. Como ocurriera con estos momentos cruciales anteriores, el fin del orden internacional liberal que se formó en la década de 1990 es un momento cargado en igual medida de incertidumbres y temores, a medida que viejas certezas, tanto buenas como malas, se difuminan.
Precisamente en aquellos años ’90, uno de los debates más destacados en las relaciones internacionales fue entre el ensayo El fin de la historia de Francis Fukuyama (que apareció, proféticamente, meses antes de la caída del Muro) y el Choque de civilizaciones, de Samuel Huntington, publicado cuatro años después.
Mientras el internacionalista liberal Fukuyama anticipaba que el fin de la Guerra Fría presagiaba una paz perpetua entre Estados alineados con los principios generales de la democracia electoral y el capitalismo -lo que Fukuyama llamó “la forma final de gobierno humano”-, el realista Huntington preveía en cambio un mundo marcado por un conflicto continuo, aunque a lo largo de ejes completamente diferentes.
Para Huntington, los actores geopolíticos más relevantes en el orden posterior a la Guerra Fría serían “civilizaciones”, entendidas en los términos definidos por el historiador británico Arnold Toynbee, y las “líneas de falla” entre ellas serían los lugares de ruptura o punto de fricción.
Huntington -que no disimulaba su etnocentrismo anglosajón- enumeraba entre siete y ocho “civilizaciones” principales: la occidental, la confuciana, japonesa, islámica, hindú, eslava-ortodoxa, latinoamericana y -posiblemente- africana. Los conflictos más importantes del futuro -aventuraba- ocurrirían a lo largo de las fallas culturales que separarían a estas «civilizaciones» entre sí.
La visión de Huntington del nuevo orden era decididamente más pesimista que la de Fukuyama, aunque ambos no eran concluyentes. Fukuyama terminaba su ensayo con el famoso argumento de que el precio de “la paz perpetua” sería el tedio tecnocrático, en el que “la audacia, el coraje, la imaginación y el idealismo” de la lucha ideológica darían paso “al mero cálculo económico, la resolución interminable de problemas técnicos, preocupaciones ambientales y la satisfacción de demandas sofisticadas de los consumidores”. Para Fukuyama, los próximos “siglos de aburrimiento” crearían una crisis existencial para las personas que buscan reconocimiento social en un mundo desprovisto de oportunidades de gloria política.
Por el contrario, Huntington argumentaba que las identidades de grupo, basadas en distinciones culturales antagónicas se volverían más obvias a medida que las ideologías universalizadoras de la Guerra Fría disminuyeran. En su libro de 1996 “Choque de civilizaciones”, que amplió el argumento de su artículo original, previó un equilibrio inestable, basado en potencias centrales que impondrían su dominio sobre sus propias “esferas de influencia”. Allí también anticipaba que la hostilidad hacia los inmigrantes sería un rasgo característico de la política interna en un orden mundial definido por el choque de civilizaciones.
Entonces, para Huntington, por un lado, los choques de civilizaciones eran “la mayor amenaza a la paz mundial” en el sentido de que el énfasis en la ineludible diferencia cultural formaría el sustrato de una hostilidad interminable. Por otro lado, mientras los actores principales reconocieran la imposibilidad de intentar imponer su propio sistema cultural a civilizaciones “extrañas”, “un orden internacional basado en civilizaciones (sería) la salvaguardia más segura contra la guerra mundial”. La hostilidad cultural entre civilizaciones puede ser inevitable, concluía Huntington, pero con buena suerte, el “choque” puede consistir simplemente en un ruido metálico, en lugar de un conflicto violento.
Pero el argumento contiene un supuesto controvertido, el de asociar civilizaciones con espacios geográficos distintivos y fronteras geopolíticas establecidas: aquí “nosotros, los occidentales”, allí “ellos, los musulmanes”; aquí nosotros, “los latinoamericanos”, allá ellos, «los africanos». Si hace treinta años esta forma de categorizar resultaba discutible, ahora, es decididamente caprichosa y arbitraria. La globalización ha liberado al Genio de la lámpara, y pretender meterlo adentro a la fuerza puede significar mayores grietas, fisuras y barreras dentro mismo de las sociedades. Las civilizaciones contemporáneas, empezando por la occidental, son multiculturales por naturaleza.
Mientras el viejo orden agoniza, la cuestión central que preocupa hoy a las relaciones internacionales es la naturaleza del tipo de orden por venir. Está claro que no hay “fin de la historia” y tampoco está escrito que ella esté marcada por el “choque de civilizaciones”. Concluye, al respecto, Gilman: “Cualquiera que sea la etiqueta que finalmente se le asigne a este nuevo orden, sus características definitorias incluirán el transaccionalismo de suma cero en la economía internacional, la política de poder de Tucídides en la que ‘los fuertes hacen lo que pueden y los débiles sufren lo que deben´’ y afirmaciones contundentes de políticas identitarias centradas en los “Estados civilizacionales”. En términos del augurio -o maldición- china: sin dudas, viviremos “tiempos interesantes”.
*Texto publicado originalmente en el periódico Clarín
-
Somos un medio de comunicación digital que recoge, investiga, procesa, analiza, transmite información de actualidad y profundiza en los hechos que el poder pretende ocultar, para orientar al público sobre los sucesos y fenómenos sociopolíticos de Honduras y del mundo. Ver todas las entradas