Por: Edmundo Orellana Mercado
El Papa Francisco, quien ya nos tiene acostumbrados a sus revolucionarias expresiones, declaró recientemente lo siguiente: «Un Estado debe ser laico. Los confesionales terminan mal. Va contra la Historia».
Para ubicarnos, me permito una digresión. Cuius regio, eius religio, es el principio por el cual, antes de la separación entre Estado y la Iglesia, se reconocía la libertad de los príncipes de profesar la religión que quisiesen y la potestad de someter a sus súbditos a sus creencias religiosas. Se aplicó en la llamada “Paz de las religiones” (Paz de Augsburgo), para poner fin a una de las tantas y sangrientas guerras entre católicos y protestantes.
Ese principio define el Estado confesional, entendido como aquel que declara en su Constitución la adhesión a una religión. De los países centroamericanos, Costa Rica es el único que en su Constitución declara que “La Religión católica, apostólica, romana, es la del Estado”.
El Estado Laico, en cambio, es el que no se adhiere oficialmente a ninguna creencia religiosa o no admite influencia religiosa alguna en las políticas públicas. Honduras es un Estado laico y lo ha sido la mayor parte de su vida independiente.
Volviendo al Papa. Éste tiene razón. Los Estados que aceptan una religión oficialmente, terminan excluyendo a las demás, mediante el uso de la fuerza extrema, que, en ocasiones, llega hasta el exterminio. Ese es el caso de los Estados islámicos, entre los que se destaca ISIS- que puja por su reconocimiento- cuya cruzada contra los no musulmanes divide y amenaza al mundo, pero, sobre todo, aterra, por la popularidad que tiene entre los jóvenes de occidente, que no dudan en incorporarse a sus filas, participando en sus orgías de sangre.
De estos Estados, se diferencia muy poco aquel Estado que, aunque no declare oficialmente su adhesión a una confesión, sus políticas están claramente influenciadas por la religión.
Cuando el Presidente de la República, el Congreso Nacional y el Poder Judicial, por medio de sus órganos, ejercen sus funciones condicionados por sus creencias religiosas, no hay duda de que nos encontramos ante un Estado confesional, con los peligros que entraña.
Por lo anterior, resulta alentador enterarse que, después de su reunión con diputados, para imponerse del contenido de la pena que contempla el proyecto de nuevo Código Penal, a los ministros religiosos que no renuncien a su investidura en caso de pujar por cargos de elección popular, los pastores protestantes han declarado que su misión apostólica es incompatible con la política partidista.
Con esa declaración aceptan que los asuntos de Dios no deben mezclarse con los del Poder Político, por lo contaminante que éste resulta. Y es que la fórmula Poder Político- Religión o Religión- Poder Político siempre ha sido funesta para los pueblos, que de siervos del Poder, pasan a ser siervos de la religión del Poder.
El ser humano debe ser libre para escoger su destino, incluido el religioso. En eso consiste el respeto a la dignidad humana. Lo que define al ser humano es su conciencia, que le permite discernir sobre lo que le conviene. Por eso, sino atañe al orden público, a las buenas costumbres o a la moral, el Estado no debe intervenir en las cuestiones estrictamente privadas de la persona humana.
Lo que nos pone a resguardo de los peligros del fanatismo religioso, es, justamente, la exigencia de que, el ministro religioso que decida participar en política, renuncie previamente a su investidura, y participe como un ciudadano más, sin invocar sus creencias para lograr votos ni sacrificar, por ellas, el interés público, cuando ejerza funciones públicas.
Por eso, el ministro religioso que transgreda esta regla elemental de la convivencia política, debe ser sancionado, como prevé el texto original del proyecto de Código Penal, que debe mantenerse inalterable.