Pueblos Olvidados
Los pech: los eternos olvidados y resistentes
En esta segunda entrega del especial Pueblos Olvidades te contamos cómo viven los indígenas pech de las comunidades de Santa María del Carbón, en San Esteban y Vallecito, Dulce Nombre Culmí, en el departamento de Olancho. Los pech radican en los departamentos de Olancho y Colón y representan el 0.8% de la población indígena en Honduras. Actualmente, su principal problema es la migración debido a las precarias condiciones económicas.
Fotografías: Horacio Lorca
«Nosotros somos producto de la tierra y del bosque, si no hubiera tierra y bosque nos moriríamos y es por eso que luchamos para proteger esta fuente de vida».
Con este epígrafe inicia el libro «Pueblos Indígenas y Garífunas de Honduras», publicado en 1993, escrito por el antropólogo Ramón Rivas. La frase es de Blas López Catalán, un indígena pech de la comunidad de Santa María del Carbón, en el municipio de San Esteban, en el extenso departamento de Olancho.
Diecisiete años después de la publicación de aquella icónica investigación sobre los grupos indígenas y afrodescendientes de Honduras, López Catalán fue asesinado por defender un territorio que les pertenece a los pech desde 1862.
El crimen, cometido el 17 de enero de 2010, no ocupó ninguna primera plana ni trascendió las fronteras. Tampoco fue reivindicado por el movimiento social hondureño, congregado aquel año en las calles en pleno golpe de Estado. No hay ni una foto suya en el Internet.
Pero los pech de Santa María del Carbón no olvidan a López. Para ellos, como Berta Cáceres para los lencas, el legado de este profesor es más que la silueta de un mártir pintada sobre una manta, es el faro para quienes lo han relevado.
«Él inyectó la visión de la comunidad, todos seguimos hablando de Blas López, hasta tenemos un instituto y un jardín de niños que lleva su nombre», comenta Mario Fiallos, el joven presidente del Consejo Tribal de Santa María del Carbón, un pueblo donde viven unos dos mil pech.
En este país centroamericano, considerado como el más peligroso del mundo para los defensores de los territorios, otros líderes pech también han perdido sus vidas en las últimas décadas.
También lea: Honduras, uno de los países más hostiles para defensores de DD HH en 2022
Según los pech, los crímenes los cometen los bulá, los ladinos que explotan sus territorios ancestrales. «Son gente armada», susurran. Pero, relegados a las montañas más distantes de Olancho y Colón, o en las selvas más espesas de Gracias a Dios, a los pech ninguna autoridad los ha escuchado. El actual gobierno no es la excepción.
Recibidos por don Julián, el cacique de Vallecito, una comunidad ubicada en el oriente del país, Criterio.hn visitó a los pech, a este grupo indígena que habita el territorio nacional desde hace unos tres mil años.
«Pech significa gente», enfatiza don Julián al iniciar la entrevista.
Su aclaración es una reivindicación histórica después que los conquistadores españoles les llamaran payas, un término que significa «salvajes o bárbaros».
La resistencia del cacique
Con don Julián nos encontramos en la plaza de Dulce Nombre de Culmí, en esta cabecera municipal del departamento de Olancho, a unos 265 kilómetros de distancia de Tegucigalpa, la capital de Honduras.
Las investigaciones sobre los pech son escasas. Por lo mismo, para la mayoría de los lectores, seguramente resultará sorprendente que la figura del cacique pech sobreviviera después de cinco siglos de sometimiento, primero español y después bajo un Estado hondureño que, por negligencia o discriminación, promueve su aculturación.
«El cacique es una persona con mucho conocimiento, aconseja a la juventud, es quien da las pautas. Es el orientador de la comunidad, manteniendo la parte cultural y defendiendo el territorio», explica Omar Acosta, un docente pech de la comunidad de Vallecito.
Para llegar a Dulce Nombre de Culmí se atraviesa una gran parte de Olancho, el departamento más grande del país, una región latifundista por excelencia y cuna de la actual pareja presidencial, propietarios de extensas haciendas que acompañan el trayecto hacia la comunidad pech.
El pueblo de Vallecito, Kataraye en pech, se encuentra a media hora en carro desde el casco urbano de Culmí, en medio de una zona profundamente forestal. Al ingresar a su territorio, el cacique, también narrador natural de su comunidad, explica, «para nosotros no ha sido fácil estar acá de pie y poder contar nuestra historia». Don Julián no exagera.
Vallecito es uno de los once pueblos pech en Honduras, de esta etnia cuyas raíces se remontan a los chibchas nómadas de Colombia. En total, suman unos seis mil habitantes (0.8% de la población indígena en Honduras), la mayoría asentados en Olancho.
Cuando el antropólogo salvadoreño Ramón Rivas los visitó para realizar su investigación, el pueblo de Vallecito tenía apenas 210 pobladores, hoy en día su población al menos se triplicó.
La comunidad se extiende sobre 800 hectáreas comunales, colindantes a la Reserva de la Biósfera Tawahka Asagni, un área teóricamente protegida por el Estado hondureño desde 1999. En esta región, extendida hasta La Mosquitia hondureña, los pech históricamente han convivido con los tawahkas y los miskitos.
Como el Vallecito garífuna —escenario de la próxima entrega de esta serie—, este pueblo homónimo también podría considerarse como la «tierra prometida», el refugio para los pech, después que, en la década de los treinta, tres familias se desplazaron a este territorio.
«Ellos vinieron porque no estaban seguros en el departamento de Colón, por lo que buscaron otro lugar para estar más tranquilos. Uno de ellos era mi abuelo», comenta don Julián, quien en los años noventa se enfiló a las Fuerzas Armadas de Honduras, en busca de un salario para sustentar a su familia.
Lea: Madereros y mineros: la tragedia tolupana
El abandono estatal
Después de habitar casi un siglo las tierras de Vallecito, la defensa territorial es continua, rutina diaria de sus pobladores.
«Tenemos que estar en vigilancia constante porque llegan personas de otros sectores. Aunque otras comunidades, como la de El Carbón, enfrentan más este problema», señala el cacique a Criterio.hn.
En Vallecito los pech no tienen un título ancestral, sino uno privado, comunal, que les impide vender las tierras a terceros. Sin embargo, abandonados por el Estado, tener papeles no es una garantía. Casos como el de los tolupanes en San Francisco Locomapa lo confirman, quienes enfrentan títulos supletorios otorgados de forma irregular en su territorio.
Como las barbas amarillas en las selvas pech, los intereses externos siempre han estado al acecho de sus tierras. Su primer paso fue ocupar las autoridades, cuando en 1957, los pech de Dulce Nombre de Culmí perdieron el control de la municipalidad al imponerse un alcalde ladino, acelerando Ia pérdida de sus tierras, una luz verde para los finqueros y los ganaderos.
Como ocurre con todas las ocho etnias en Honduras, el trasfondo de la vulnerabilidad pech es la desatención estatal que se acumula año tras año como una compleja telaraña, afectando sus derechos individuales y colectivos.
Los habitantes aluden una discriminación sistemática. «Los gobiernos no nos toman en cuenta, el abandono se debe porque somos indígenas», afirma Carlos Carrasco, mientras alimenta las tilapias que produce la comunidad de Vallecito.
«Es un deber del Estado velar por nosotros. Pero lastimosamente no investigan, ni preguntan, ni saben qué es lo que necesitamos», añade don Julián.
El contexto en Olancho, uno de los principales corredores del narcotráfico y de la violencia en Honduras, tampoco les beneficia.
«Cuando no existen reglas ni orden es complicado. Pero si no estuviéramos organizados sería peor. Aunque tenemos temor con la juventud y la venta de droga», sostiene el cacique, consciente del alcance de los poderes fácticos en este departamento, donde asesinaron a 631 personas en los últimos dos años.
La negligencia de las autoridades es evidente en los centros educativos de la comunidad de Vallecito, carentes totalmente de inversión pública.
«Las sillas están en mal estado, el techo está lleno de comején, las autoridades prometen, pero no hacen nada, mientras tanto tenemos necesidades urgentes que resolver», expresa Joselyn Martínez, una maestra pech de 26 años.
Detrás del escritorio derruido de Martínez, empleados de la Secretaría de Educación colgaron una imagen de Berta Cáceres bajo el lema «Educar para Refundar». Sin embargo, la prometida refundación aún está lejos de llegar a la comunidad. Su realidad es la de siempre, el abandono.
«Hoy mismo emigró una de mis estudiantes. Ella emprendió el viaje junto a otros cinco familiares en busca del sueño americano», comenta indignada la docente del Centro Básico Vicente Cáceres, ubicado en la cima de una de las colinas de Vallecito.
Otros 20 alumnos de la escuela partieron hacia el norte en los últimos tres años, una sexta parte de los jóvenes inscritos.
Una desigualdad expulsora
La exclusión y la discriminación social que enfrentan especialmente los pueblos indígenas y afrodescendientes en Honduras, cuya pobreza (73.3%) es la principal razón de su emigración.
La desigualdad es tan alarmante que alcanzar la vejez es prácticamente una proeza para los pech, donde de sus seis mil habitantes, apenas 61 personas superan los 80 años. Es decir, en pleno siglo XXI, para esta etnia, morir prematuramente es la norma.
Con la migración llegan las remesas, las cuales, según Wilson Martínez, el presidente del Consejo Tribal de Vallecito, «levantan un poco la calidad de vida de los pobladores».
Los envíos desde otros países suplantan los ingresos que no se generan en las comunidades, donde la pobreza afecta a ocho de cada diez personas. Es la realidad indígena y afrodescendiente en Honduras, donde su tasa de desempleo (44.7%) es ampliamente superior a la nacional (8.9%), con un ingreso económico 63.2% menor al promedio del resto de la población.
La desigualdad es aún mayor en las mujeres, quienes representan el 83.6% de las personas desempleadas en las comunidades originarias del país.
Pero el costo social de la migración es alto, afectando en la desintegración de las familias y en el debilitamiento cultural de los pueblos pech, quienes son testigos de la pérdida acelerada de su idioma.
«Es un reto grande, en mi caso yo aprendí el pech con mis abuelos. Pero ha sido difícil, porque desde el hogar no nos lo enseñan. Desde la colonización se ha menospreciado nuestra lengua», explica el profesor Omar Acosta, quien forma parte del 10% de los pobladores de Vallecito que hablan pech.
María Mercedes, la cacique de Santa María del Carbón, también habla su idioma originario, «lo aprendí porque muchas de mis vecinas no hablan español», explica.
Sin embargo, los conflictos territoriales no le permiten a esta lideresa enfocar sus esfuerzos para promover la riqueza cultural de su comunidad.
«Me eligieron para defender nuestro territorio —aclara María, la primera cacique mujer en la historia de su pueblo—, enfrentamos gente peligrosa que se mete en la zona más montañosa de nuestras tierras para sacar madera».
En las montañas de Santa María del Carbón no hay Planes de Manejo promovidos por el Instituto de Conservación Forestal (ICF), ahí el negocio es totalmente ilegal de principio a fin.
A un costado de la casa de María un pastor evangélico pech ha encendido los parlantes. De pronto, el barrio La Laguna retumba en oraciones, mientras la cacique se ve obligada a elevar su voz para relatar los desafíos de su pueblo. Lejos quedaron los tiempos cuando los pech eran politeístas.
«Queremos que nos respeten», logra decir María.
También lea: Honduras, donde sus ríos y áreas protegidas son devorado
Territorios disminuidos
En sus orígenes, los pech habitaban la parte central de La Mosquitia hondureña y el noroeste del departamento de Olancho. Sin embargo, para protegerse de los miskitos y de los mercenarios extranjeros, la mayoría se resguardó al interior de las montañas, en la sierra de Agalta, donde se encuentra la comunidad de Santa María del Carbón.
En 1862, el sacerdote español Manuel de Jesús Subirana, principal misionero evangelizador de los indígenas en la zona oriental de Honduras, logró que el gobierno designara terrenos «a los indios selváticos para que planten sus casas y realicen sus labores de agricultura».
En la actualidad, la mayoría de los pech viven en el departamento de Olancho, en los poblados de Nueva Subirana, Pisijire, Jocomico, Agua Zarca, Santa María de El Carbón, Vallecito, Dulce Nombre de Culmí y Culuco. En Gracias a Dios en Las Marías, Baltituk y Waiknatara; y en el departamento de Colón, en Silín.
Al padre Subirana le agradecen su gestión territorial, pero también hay voces que aún recuerdan el precio que pagaron por la ayuda. «Cuando nos bautizó, nos lavaron el cerebro. La religión que teníamos antes era más compleja, pero la fuimos olvidando, fue una conspiración para perder nuestra cultura», opina Carlos López, antes de afinar su guitarra para cantar algunas canciones pech.
Así nació la comunidad de la cacique María Mercedes, un territorio delimitado por un título ancestral que les adjudica 4,300 hectáreas, ahora disminuido por los terceros, quienes desde hace 40 años entran a las tierras pech con armas y motosierras, respaldados por la complicidad y la desidia de las autoridades.
«Necesitamos que el gobierno nos apoye en la defensa del territorio, también con nuestras condiciones sociales y económicas. Acá hay personas que no pueden ni comprar cuadernos para los niños», señala la cacique, estimando que en los últimos años perdieron unas 650 hectáreas por los invasores.
Las invasiones aumentaron a partir de 1977, cuando se construyó la carretera que pasa enfrente de la comunidad, comunicando a Olancho con la costa norte, pero también permitiendo que muchos ladinos se movilizaran a la región para ocupar las tierras pech.
Carlos López escucha atento a su lideresa, además de su faceta musical, él es el presidente de la Sociedad de Guamileros de Santa María del Carbón. En otras palabras, el líder de la agrupación de guardabosques de la comunidad.
«Ellos (los invasores) entran a buscar nuestros recursos, ha sido un caos para nosotros como pueblo. Hemos ido a la Fiscalía de Etnias, pero no recibimos respuestas, nuestras voces y reclamos se las lleva el aire», señala enfadado López.
Las invasiones también obstaculizan el acceso humano al agua, mientras los ríos son utilizados para la ganadería ilegal instalada en la Reserva Montaña El Carbón, una zona de 34 mil hectáreas, parte del corredor ecológico mesoamericano.
«Está invadido el río Sango, igual que El Cumbo y el río La Cangreja. Ahí meten las vacas que luego venden ilegalmente», denuncia Linton Escobar, vocal del Consejo Tribal de Santa María del Carbón.
Esta situación la enfrentan también los asentamientos pech en La Mosquitia, donde se calcula que la narcoganadería metió unas 65 mil vacas en la Biósfera del Río Plátano, desplazando a los indígenas que históricamente han vivido en esa selva.
La educación como salida
Cuando los sicarios asesinaron a Blas López Catalán en 2010, no solo mataron a un defensor del territorio, también atentaron contra un profesor, a un comprometido promotor de la educación en las comunidades pech.
Sin embargo, los actuales líderes hablan de una visión heredada por el maestro Blas López.
«Amamos la educación, nos abre las mentes. Yo tuve la ilusión de poder estudiar, pero no pude. Pero con mis hijos es diferente», sostiene don Julián.
«El tema educativo avanza bastante en las comunidades a pesar de no contar con los recursos pedagógicos», explica Omar Acosta, profesor desde hace diez años en la escuela Abraham Williams Calderón (ministro durante la dictadura de Tiburcio Carías Andino) en la comunidad de La Campana.
Prácticamente sin apoyo gubernamental, los centros educativos son parte del programa de Educación Intercultural Bilingüe (EIB). Ahí, los jóvenes aprenden su idioma. Un diccionario pech-español les sirve de guía.
Los pech están solos pero organizados. A diferencia de los tolupanes, quienes denuncian la confabulación de la Federación de Tribus Xicaques de Yoro (Fetrixy) con los invasores, los pech consultados respaldan a la Federación de Tribus Pech de Honduras (FETRIPH), una organización creada en 1985.
«Los ancianos pensaron bien en organizarse. Ellos se reunieron y sentaron las bases. Eso es lo que seguimos haciendo», relata don Julián, quien no esconde su orgullo por ser el cacique de Vallecito, un cargo que por sí sólo es un símbolo de su resistencia.
«Tal vez algún día volvamos a creer en el Watá», añade el docente y cantante Carlos López, refiriéndose a uno de los antiguos dioses pech.