Compartido del muro de Carlos Ayes Cerna
1923 fue el año en el que la apacible y adormitada ciudad de Juticalpa experimentó uno de los mayores sobresaltos que la han sacudido a lo largo de su historia.
Ocurrió cuando, cierto día, fue sorprendida por un estrepitoso sonido nunca antes escuchado, un estremecedor ruido que hizo a la gente abandonar las rutinarias tareas para salir a las calles a tratar de conocer la causa; descubriendo que todo era producto del poderoso motor de un automóvil que se desplazaba a la fantástica velocidad de 10 kilómetros por hora por sus tranquilas calles y que, aquel memorable día, sus ojos maravillados veían con incredulidad como el extraordinario invento prácticamente volaba por las calles, como espectacular saeta; devorando las cuadras una a una en tan solo un minuto, y provocando el desparpajo de perros, burros y cerdos, animalitos que sus propios dueños los echaban a la calle a buscar algún bocado.
Y es que aquella mañana había llegado a nuestra pacífica Juticalpa el primer carro, un Ford Modelo “T”, que habían adquirido en Tegucigalpa dos diputados amigos: el Dr. Carlos Muñoz y el abogado José Blas Henríquez, con el propósito de utilizarlo en la campaña política que se avecinaba. Trasladarlo a Juticalpa fue hazaña de su ingenioso piloto “El Chulo Aguilar”, quien aseguraba que, conduciendo su máquina en terreno plano, había alcanzado la vertiginosa velocidad de 68 kilómetros por hora, algo que ni el caballo retinto de don Chema Aguirre o el negro de don Toribio Zelaya, los más veloces de los alrededores, lo podrían igualar.
Como en aquellos días no había carreteras, fue un automóvil netamente urbano; ah, pero eso sí, extraordinariamente popular; de inmediato conquistó una multitud de seguidores que, desde que salía de su garaje, hasta que a él regresaba, era perseguido por una chigüinada que lo escoltaba y vitoreaba a lo largo de su trayecto.
Por el distanciamiento habido entre sus propietarios, el dichoso automóvil no fue utilizado para los propósitos por los cuales había sido comprado, sin embargo, después de concluida la lucha política y luego de retornar la sociedad a su habitual sosiego, el novedoso vehículo pasó a cumplir tareas más dulces.
Manejado por el industrioso Chulo, llegó a ser lo que podríamos llamar: el termómetro de la esplendidez de los enamorados, deseosos de impresionar a su dulcinea.
Por cinco pesos, dinero que no cualquiera tenía, podía darse el lujo de orgullosamente pasearse en el famoso coche, acompañado de la novia o de la esposa, por toda la ciudad durante una hora. Mas, siendo que esa cantidad era casi un capital en aquellos dorados tiempos, cuando una libra de carne costaba “medio” (6 centavos) y el salario de un maestro era de 25 pesos al mes, para muchos jóvenes aquel extravagante lujo volvió prohibitivo tener novia.
Muchos enamorados llegaron a “quebrar” con la dueña de sus ilusiones, por no estar en capacidad de costear el mentado paseo, que los domingos de verano llegó a ser obligatorio entre los enamorados. En cambio, otros, obligados a aguzar el ingenio por la escasez -o por mera tacañería- decían que andar a la vertiginosa velocidad de aquel endemoniado artefacto los mareaba; y así, bajo tal pretexto, evitaban aflojar los cinco pesos del “rait”.
Más tarde, males sufridos por el auto que rebasaron las capacidades de su famoso piloto, lo hicieron caer en desuso; lo que motivó su enclaustramiento en uno de los corredores de la casa de la familia Henríquez; donde permaneció por varias décadas denominado por la gente como “El carro de las Henríquez”
Tiempo después, la casa fue comprada por el Dr. Roberto Brevé, con todo y carro; donde siguió ocupando el mismo lugar de siempre, hasta que fue comprado por el ingenioso técnico olanchano Aníbal Sarmiento, quien tuvo el propósito de convertirlo en avión.
Después de hechas las modificaciones diseñadas por Aníbal en su taller, el “avioauto” fue conducido al campo de aviación, donde fue bautizado con una botella de Imperial antes de emprender su primer vuelo. Sin embargo, sucedió un ligero contratiempo, al parecer, el viejo auto no estuvo dispuesto a caracterizar su papel de volátil criatura.
Encendido y calentado el motor, el Capitán Aníbal inicia la veloz carrera; a tres cuartos de la pista alcanza la máxima velocidad, pero, sin armarse del valor necesario como para surcar los aires, el “avioauto” siguió rodando hasta terminar estrellado en unos árboles al final del campo, destruyéndose y negándole al talentoso Aníbal, hacer realidad su sueño de convertirse en aeronauta, aunque del accidente, milagrosamente salió ileso.
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Un comentario
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