Por: Emma Matute
En América Latina, como en ninguna otra parte del mundo, los y las intelectuales han desempeñado un rol de singular importancia en la construcción y defensa de la identidad hispanoamericana, así como en un sinnúmero de tareas que las circunstancias sociohistórico-culturales les han demandado. Durante mucho tiempo -y con razones justificadas- se ha sostenido que “la situación del escritor hispanoamericano dentro de su contexto social es peculiarísima: al ser la vida intelectual patrimonio de rarísimos escogidos y enorme el grupo de analfabetos, sintiendo por otro lado un imperativo de extender al mayor número de gentes sus propias inquietudes e ideas, el escritor hace de la literatura de pasatiempo -novela, poesía, teatro- vehículo ideológico, trampa del lector, que a la vez que se divierte, recibe la palabra, semilla de pensamientos” (Navas Ruiz 30).
Esta peculiaridad ha hecho de la literatura latinoamericana una fuente de percepción no sólo del hecho artístico, sino también de la historia social, cultural, ideológica, política o religiosa de América Latina. Si diéramos además, una mirada panorámica a los distintas profesiones u ocupaciones que nuestros intelectuales han tenido a lo largo de la historia, nos encontraríamos con que han sido abarcadas desde las más religiosas (sacerdotes, monjas, frailes, teólogos) hasta las más seculares (militares, sindicalistas, médicos, amas de casa, físicos, matemáticos, maestras, guerrilleros, diplomáticos, presidentes de Estado, periodistas, candidatos presidenciales, abogados, autodidactas, ministros de instrucción, etc.). Todos y cada uno de estos individuos, en diferentes momentos y circunstancias han sido, no sólo figuras puramente “artísticas” o “intelectuales”, sino, sobre todo, figuras políticas en el más amplio sentido del término.
Luis Navarrete Orta en su valioso trabajo Literatura e ideas en la historia hispanoamericana, presenta una panorámica crítica de esa estrecha pero también conflictiva relación entre los escritores y la vida político-social, desde la época colonial hasta nuestros días. En este estudio, Navarrete Orta muestra cómo la palabra (en la forma del discurso oral o escrito) ha sido utilizada con fines que van más allá de lo únicamente “literario”. Y esa utilización de la palabra, defendiendo unas u otras posiciones, ha producido desde siempre, no pocas polémicas. Para mencionar uno de los primeros casos, Navarrete señala la discusión que durante la época colonial sostuvieran Fray Bartolomé de las Casas y Francisco Vitoria, con Juan Ginés Sepúlveda. En dicha polémica “se discutían cuestiones jurídicas, éticas y políticas realmente trascendentales: la legitimidad de la Conquista y de la esclavización del indio; la condición racional del indígena, el derecho a someterlo por la fuerza; la forma de incorporar al nativo a la cultura y a la religión de los conquistadores, entre las más importantes.” (20) “El período colonial no fue” -sigue diciendo Navarrete- “un largo letargo, (…). La polémica, la crítica, las posiciones y expresiones disidentes del más variado jaez, a veces con actitudes heterodoxas e irreverentes que hoy todavía nos sorprenden, fueron la expresión intelectual de un sostenido, desigual y casi siempre inorgánico movimiento de inconformidad, de descontento, de rebeldía y hasta de rebelión abierta ante los poderes establecidos” (23).
Con el ardor de la lucha independentista, luego con los esfuerzos por la constitución de la vida republicana y más tarde con la llegada del capital extranjero, las y los intelectuales se ven enfrentados a nuevas situaciones que producirán nuevos motivos de reflexión, discusión y acción. Nadie ignora para el caso, la significación histórico-social y cultural de textos como Civilización y Barbarie, Facundo, Pueblo enfermo, Ariel, Raza Cósmica, Nuestra América, Horas de Lucha, Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana o Las venas abiertas de América Latina. Cada uno de ellos es un esfuerzo por entender y plantear alternativas sobre la identidad del latinoamericano y la larga cadena de experimentos y crisis político-sociales (Conquista, colonización, “independencia”, dictaduras, revoluciones) que ha experimentado; cadena que a las puertas del tercer milenio parece no haber llegado a su fin.
A lo largo de esa cadena podríamos mencionar los casos de muchos otros intelectuales o escritores que dieron razón de esa inconformidad, descontento y rebeldía en sus respectivos momentos históricos particulares y con igualmente particulares expresiones personales; lo que sin duda ha afirmado la singularidad del escritor e intelectual de América Latina. Singularidad que -como bien lo ha señalado Navarrete Orta en “El escritor ante el poder político en América Latina”- estriba en el hecho de que “lo que distingue al escritor latinoamericano es su actitud crítica, impugnadora de la realidad social, política y cultural en general” (38). Y también esa actitud lo ha hecho llenar vacíos existentes, como los que nos describe Sergio Ramírez en relación a la narrativa que florece entre las dos guerras mundiales, la cual “además de cumplir con un papel de literatura de creación… se sintió obligada a llenar una serie de vacíos en cuanto al conocimiento de la realidad del continente, con países aislados unos de otros, sin medios de comunicación, casi sin intercambio; tampoco existía la investigación en las ciencias sociales ni en las ciencias naturales, y así el novelista o el cuentista se ven obligados a dar noticias sobre razas, costumbres, tenencia de la tierra, geografía, folklore, fauna, flora, antropología, lingüística, y además de surtir su escritos con datos abundantes, intenta interpretaciones sociológicas y políticas”. (Ramírez 27-28)
A mediados del siglo XX, con el triunfo de la revolución socialista en Cuba, se produce una de las polémicas más importantes en la historia intelectual de nuestro continente. Es en este hecho que pretendemos detenernos en el presente estudio. A nuestro juicio, dicha discusión es singular porque presenta dos condiciones fundamentales. Por una parte, sigue la larga tradición intelectual latinoamericana, en el sentido de que aborda uno de los puntos de discusión que han estado siempre presentes: La relación entre América Latina y los otros (especialmente Europa y Estados Unidos). Por otra parte, es quizás la primera vez en nuestra historia que los intelectuales mismos y su identidad, así como su relación con el medio político y social, son el centro (de atención y tensión) de la polémica. Vista desde ésta óptica, la controversia se torna menos conflictiva porque produce una mayor “toma de conciencia” de la verdadera naturaleza del escritor o intelectual en América Latina, sus propios mitos y sus propias realidades, con las que ha tenido -y sin duda tendrá – que convivir.
Hablando específicamente del campo literario, es importante recordar que esta “toma de conciencia” sobre la identidad del escritor y del arte mismo, tiene sus raíces a finales del siglo XIX y comienzos del XX, cuando los famosos “ismos” europeos promulgaron el llamado al “arte por el arte” que se antepuso al llamado “realismo socialista” y a la noción de “literatura comprometida”. Estas dos posiciones ideológicas y estéticas serán básicamente las que moverán la discusión que nos hemos propuesto analizar.
Comenzaremos haciendo un rápido recuento de una de las primeras y principales polémicas del período señalado, protagonizada por Collazos, Cortázar y Vargas Llosa y que Siglo XXI editores ha recogido en Literatura en la revolución y revolución en la literatura. El primero de los ensayos, “La encrucijada del lenguaje”, escrito por Collazos en septiembre de 1969, manifiesta -entre otras cosas- el malestar por el “divorcio” que los “nuevos narradores” (refiriéndose directamente a Cortázar, Fuentes y Vargas Llosa) evidencian en relación con el contexto sociocultural y político. En el caso específico de Llosa, Collazos identifica una dicotomía irreconciliable entre su ser intelectual y su ser como novelista: ” lo cierto es que por un lado está el novelista, respondiendo de una manera auténtica a un talento vertiginoso y real, y por otro el intelectual, el teorizante seducido por las corrientes del pensamiento europeo, que no sabe qué hacer con ellas en las manos y que -en definitiva- no puede insertarlas ni apropiarse de ellas para incorporarlas a la realidad latinoamericana…” (21). Semejante división es inadmisible por Collazos, para quien ” en una revolución se es escritor, pero también se es revolucionario. En una revolución se es intelectual, y tiene que serse necesariamente político” (37).
En diciembre de 1989, Cortázar escribe su respuesta al ensayo de Collazos, “Literatura en la revolución y revolución en la literatura: Algunos malentendidos a liquidar “. En este texto, Cortázar sostiene que la manera de acercarse a la “realidad” es distinta en cada autor y por lo tanto no debe aludirse a una “auténtica manera de enfrentar la realidad” (46). Cada obra literaria- dice el autor de Rayuela– exige las “armas” de su autor; la obra de Borges, para el caso, “exige armas borgianas, es decir la más alta inteligencia y el más implacable rigor” (46).
Cortázar rechaza la acusación de “divorciados” u “olvidados de la realidad” que les hiciera Collazos. “¿Olvido de la realidad? “- dice Cortázar- “Mis cuentos no solamente no la olvidan sino que la atacan por todos los flancos posibles, buscándole las venas más secretas y más ricas. ¿Desprecio de toda referencia concreta? Ningún desprecio, pero sí selección, es decir elección de terrenos donde narrar sea como hacer el amor para que el goce cree la vida.” (55). La “auténtica realidad”, sigue diciendo Cortázar, “es mucho más que el ‘contexto sociohistórico y político’, la realidad soy yo y setecientos millones de chinos, un dentista peruano y toda la población latinoamericana, Óscar Collazos y Australia, es decir el hombre y los hombres, cada hombre y todos los hombres, (…) y por eso una literatura que merezca su nombre es aquella que incide en el hombre desde todos los ángulos (…), que lo exalta, lo incita, lo cambia, lo justifica, lo saca de sus casillas, lo hace más realidad, más hombre,…” (65).
De la misma manera en que Cortázar ensancha los límites de la “realidad” para darle dimensiones cósmicas (rechazando evidentemente cualquier intento regionalista), ensancha (siguiendo el juego polisémico) el concepto de “escritor revolucionario”. Para Cortázar entonces, una novela revolucionaria no es únicamente una novela que habla de la revolución, sino “la que procura revolucionar la novela misma”(73), en todas sus estructuras, desde las superficiales hasta las profundas.
En enero de 1970, Collazos publica, en estilo de carta personal y pública, su “Contra respuesta para armar”, un texto menos fuerte que el primero y de forma un tanto ambigua, trata de esclarecer algunos “malentendidos” de Cortázar. Puede percibirse que Collazos manifiesta una actitud de admiración y respeto (casi de acuerdo) hacia Cortázar, pero mantiene la misma actitud hacia Carlos Fuentes y Vargas Llosa, en quien dice observar “el riesgo de endiosamiento o soberbia producido por un pensamiento” (102).
En “Luzbel, Europa y otras conspiraciones” (abril de 1970), Vargas Llosa reacciona de manera menos sobria y retórica que Cortázar. Según el escritor peruano, “a Collazos lo deprime sobremanera comprobar que, en muchos casos, hay un divorcio flagrante entre los valores implícitos en una obra literaria y los valores (“o desvalores”) que objetivamente manifiesta un autor en su conducta social o política. El quisiera eliminar esa dicotomía y ambiciona la integralidad, es decir, la perfecta correspondencia entre acción individual y creación artística, el ajuste coherente entre la vida y la obra del escritor” (81). Nada resulta más ideal según Vargas Llosa, pues sostiene que “la vocación de la literatura establece en quien la asume una inevitable dualidad o duplicidad…” (82).
Como podemos observar, Vargas Llosa no sólo confirma la dicotomía que Collazos había señalado en su caso particular, sino que la extiende a la categoría de característica intrínseca para todo el que se dedica al oficio de escritor. De esta manera, Vargas Llosa rechaza (y fuertemente) las acusaciones de Collazos y todo intento por definirle al escritor, una cerrada y limitada función dentro del contexto revolucionario. También en La Utopía Arcaica, aludiendo a la situación personal de José María Arguedas, Vargas Llosa señala que “La exigencia de compromiso puede significar el descalabro de una vocación artística si, por la índole de sus experiencias y su temperamento, el escritor es incapaz de escribir en la forma que la sociedad espera de él. Ya que esta exigencia entraña una mutilación de la literatura, un recorte de sus límites, que son los de la sensibilidad, el deseo y la imaginación, algo más ancho que el acotado dominio de los problemas sociales y políticos y más largo que la actualidad.” (28)
Ahora bien, de lo que parece ser una simple discusión con matices ideológicos y casi personales, podemos extraer valiosas observaciones para nuestro propósito. En primer lugar, podríamos afirmar que el discurso de Collazos representa esa tradición intelectual de América Latina que supone un intelectual “comprometido”, que asume una posición y que no admite dicotomías entre su vocación literaria y su vocación política. A la luz de esta convicción podemos entender la manera recriminante que utiliza para referirse a los “no comprometidos”. Asimismo, Collazos rechaza esa amigable y aparentemente concesiva relación que aquéllos manifiestan hacia “el otro” (Europa y Estados Unidos). He aquí uno de los grandes temas recurrentes en la historia del pensamiento de América Latina. Recuérdense, para el caso textos como Ariel, Calibán, Raza Cósmica o Nuestra América. Para los que desean construir una identidad “plenamente americana”, ciertas condescendencias con ese otro mundo son consideradas como traiciones. La óptica nacionalista versus la cosmopolita parece de nuevo surgir. Nacionalista o americanista, la actitud de Collazos (y tantos otros); y cosmopolita, universal, la de Llosa, Cortázar y muchos más.
Es de sobra conocido, también, que uno de los mayores “pecados” que se les adjudicó a estos últimos escritores, fue no sólo el hecho de adquirir actitudes y “estilos” europeos o norteamericanos, sino el dejar sus países (aduciendo diferentes razones) para radicarse en el “campo del enemigo”. La siguiente cita ilustra bastante bien la manera en que se interpreta esta acción: “Los Edwars, Donosos, Fuentes, Vargas Llosa, y demás fauna libresca, exiliados voluntarios, ajenos a las luchas de clase de sus respectivos países (…), disfrutan del dulce encanto de la bohemia parisina o madrileña.” (Guerra y Maldonado 29). Pero los que se han ido, desmienten que se trate de una simple actitud cómoda; aunque no dejan de señalar que se trata de una defensa de la individualidad.
Escribir en París, del crítico alemán Karl Kohut, recoge una serie de entrevistas con autores españoles e hispanoamericanos que por diversas razones han dejado sus países y se han radicado en París. Los tres autores hispanos entrevistados son Cortázar, Roa Bastos y Sarduy. Una de las conclusiones a que llega Kohut es que “los autores entrevistados tienen temperamentos literarios muy individualizados” (25) por lo que, “abandonaron sus países porque su vida cultural les pareció caracterizada por una esclerosis mental, hostil a toda innovación artística. Aunque no sean exiliados en el sentido estrictamente político, se les incluye en el grupo de los exiliados, a veces con el epíteto de ‘cultural’” (13). El crítico también se refiere al hecho de que “a menudo se trata a los exiliados como traidores, lo que a veces significa ‘traidor político’ y a veces más bien ‘traidor literario’ (o ambos a la vez)” (31). Sin embargo, Kohut ve en el fondo de este reproche “un dogma totalitario que recuerda el infeliz realismo socialista” (31).
Ahora bien, no sólo la óptica de aproximación es cuestionada y el lugar geográfico desde donde se produzcan la obra artística; también lo es la naturaleza del arte literario y del escritor en sí. Como vimos, Collazos es la voz -en el contexto de esta discusión- de la perspectiva que sostiene que la literatura no puede verse separada de la vida política y social; sino más bien, tiene y debe tener una íntima relación con ella. Es allí nuevamente donde reaccionan Cortázar y Llosas, las voces de esta nueva generación de escritores que defienden un arte personal rechazando la tradicional imagen del escritor-político, cuestionando y separando incluso las definiciones de escritor e intelectual.
Como sabemos, la polémica no terminó allí. Con el “Episodio Padilla”, la confrontación se vio aún más agudizada y los escritores tomaron posiciones más radicales. Mario Benedetti en “Las prioridades del escritor” habla de los efectos “positivos” del suceso: “Si algo hay que agradecerle al episodio Padilla, es que de algún modo haya sido el detonante de un problema al que era necesario meterle mano: las relaciones entre cultura y revolución, con candentes subtemas como libertad de expresión para el escritor, posibilidad de crítica dentro de una sociedad socialista, inmunidad o vulnerabilidad del artista, etc.” (61). Sin embargo, para el “escritor revolucionario” no hay mucha discusión sobre las prioridades, ya que, dice Benedetti, “las prioridades tienen que ser las mismas que para cualquier otro militante de la revolución, sea este intelectual, albañil o bombero. O sea que el trato prioritario siempre será para la revolución; sin que ello signifique que se elimine como obrero, como intelectual, como campesino, como militar, como lo que efectivamente sea en su vida ciudadana.” (71). Y alude a los que defienden la otra postura: ” Los escritores (¿revolucionarios?) de París y Barcelona, en esa disyuntiva, parecen haberse decidido por la literatura.” (72).
El escritor revolucionario de que habla Benedetti (al igual que el “hombre nuevo” de que hablaba el Che Guevara), tiene que pagar un precio, que puede ser en su caso, sacrificar su creación literaria con perspectivas de largo plazo, para hacer algo en el aquí y ahora, en la urgencia de lo inmediato: “Si otros sacrifican la vida, y no es metáfora, ¿no podremos nosotros sacrificar ese mínimo, algo de esa apuesta a la posteridad? Esto no significa que, contemporáneamente con la literatura urgente, no hagamos otro tipo de literatura más calma, en el rumbo de nuestro propio gusto, y capaz de satisfacer, a lo mejor, el gusto de las generaciones que vendrán. No postulo que el escritor se coloque una mordaza en relación con los temas y los rubores no urgentes, sino que haga algo en la zona de la urgencia, simplemente eso.” (76).
Benedetti, al igual que Collazos, criticó duramente a los escritores o intelectuales que decidieron no comprometerse, no hacer algo en esa “zona de la urgencia”. Benedetti explica su “deserción” como una huida cómoda frente al peligro inminente: “cuando el escritor advirtió que las balas (no las metafóricas, sino las letales) empezaban a silbar sobre su musa, y a despeinarle la inspiración, no tuvo más remedio que hacer borrón y cuenta nueva. Unos se quedaron, otros se fueron; y la verdad es que algunos se fueron, aunque se quedaran. Escritores hubo que se refugiaron en un exilio simbólico (…) O sea una enajenación deliberada, con los ojos bien abiertos, sin disculpa. Los otros, los que se iban en cuerpo y alma, llegaban a proclamar que la única forma de juzgar América Latina era verla desde París o Londres.” (El escritor 88). Esta última acotación parece aludir claramente a Cortázar, quien en una carta-ensayo enviada a Retamar en 1967 había explicado su posición particular y presentado sus razones por el hecho de haber dejado Argentina en 1951 y haberse radicado en Europa desde entonces. Una vez más, el eterno tema de la relación con el “otro” (Europa o Estados Unidos).
Esta defensa de posturas individuales fue entendida por los “escritores comprometidos” como arrogancia, vanidad, alienación, o indiferencia por parte de aquéllos que decidieron no pagar el precio o la cuota de sacrificio que demandaba la revolución y lo que hemos llamado la “tradición intelectual”. El escritor, sigue diciendo Benedetti, “debe bajarse de la torre (o el altillo de marfil, y meterse en el fragor de la calle, caminar codo a codo con el prójimo, y arrojar con un descuido su vanidad a la alcantarilla. Cuando su conciencia individual se ensanche tanto que pueda convertirse en conciencia colectiva; cuando se sienta más y mejor aludido si oye decir pueblo que cuando lo mencionan por su nombre, entonces sabrá que está metido hasta el pescuezo en la transformación…” (El intelectual 121)
Una de las mujeres escritoras que concuerda con este compromiso del escritor es Claribel Alegría; y en “The writer’s commitment” define el compromiso político como una “enfermedad contagiosa” que se adquiere cuando se vive en un área infectada (308). Alegría señala que “commitment is a visceral reaction to the corner of the world we live in and what it has done to us and to the people we know” (308). En su caso particular, la escritora salvadoreño-nicaragüense dice haberse contagiado con el virus o enfermedad política de la revolución sandinista ya que la realidad centroamericana ha obligado a sus escritores a ir más allá del llamado “arte puro”: ” I do not know a single Central American writer who is so careful of his literary image that he sidesteps political commitment at this crucial moments in our history, and were I to meet one, I would refuse to shake his hand. It matters little wether our efforts are admitted into the sacrosanct precints of literature. Call them newspapering, call them pamphleteering, call them a shrill cry of defiance” (311).
Como hemos visto, existen otras y otros autores que no están dispuestos a seguir viendo la relación literatura y política de la misma forma en que Alegría, Collazos o Benedetti (y muchos otros) la perciben, y, por el contrario, defienden “contra viento y marea” su libertad personal y artística individual; decididos a construir una nueva concepción del escritor e intelectual latinoamericano. Veamos, finalmente, las opiniones que en torno al tema emitiera el mexicano Octavio Paz. En “La letra y el cetro”, la perspectiva del autor es radical: “La historia de la literatura moderna, desde los románticos alemanes e ingleses hasta nuestros días, es la historia de una larga pasión desdichada por la política. De Coleridge a Mayakovski, la revolución ha sido la gran Diosa, la Amada eterna y la gran puta de petas y novelistas. La política llenó de humo el cerebro de Malraux, envenenó los insomnios de César Vallejo, mató a García Lorca, abandonó al viejo Machado en un pueblo de los Pirineos, encerró a Pound en un manicomio, deshonró a Neruda y Aragón, ha puesto en ridículo a Sartre, le ha dado demasiado tarde la razón a Breton… Pero no podemos renegar de la política; sería escupir contra el cielo: escupir contra nosotros mismos” (546).
De ahí que para Paz, hay una difícil (pero innegable) ligazón entre el ser escritor y el ser político; y su identidad – según el pensamiento paciano- tiene características opuestas: “el político representa a una clase, un partido o una nación; el escritor no representa a nadie” (El escritor 550). Al igual que Vargas Llosa, Paz distingue entre ideólogos y escritores: “La mayor parte de las personas que redactan manifiestos, forman asociaciones, se reúnen, acusan, gritan y manotean, no son artistas sino ideólogos. Y añado: ideólogos con pocas ideas y muchos pulmones. El lugar de los ideólogos está en la tribuna y el púlpito. El artista no es ni orador ni predicador. No hay masas para él sino hombres, personas, cada una con un nombre propio” (Declaración 552).
En los numerosos artículos que el mexicano dedicó a este tema, defendió con manifiestas convicciones, la noción individual y solitaria del escritor, que se debe, principalmente al arte literario ; y quien desee dedicarse a la literatura debe “elegir entre la literatura y el poder: no puede gobernar y escribir al mismo tiempo; el escritor tampoco puede ser funcionario, redentor social, fundador de hospitales o de casas de refugio para desamparadas, apóstol de pecadores arrepentidos, hierofante del culto a Júpiter Amón o jefe de banda: el escritor tiene que elegir entre la acción colectiva, sea filantrópica o mesiánica, y la solitaria escritura. (…) En suma, lo que puede hacer el escritor frente al Estado es, sobre todo y ante todo, escribir. Subrayado: escribir lo mejor que pueda. Escribir bien significa decir su verdad. La palabra del escritor no es la palabra colectiva: es una palabra individual, única, singular. Si el escritor dice su verdad, sus lectores encontrarán que esa verdad les pertenece también a ellos” (La literatura 557).
Como se ha podido evidenciar mediante las opiniones de Benedetti, Alegría y Paz; al igual que en las de Collazos, Cortázar y Fuentes -que sólo son una muestra de los participantes en la discusión- la polémica tomó alcances bipolares, radicales y complejos. Sin embargo, como propusimos al inicio, en esto estriba precisamente su importancia y singularidad. Posiblemente nunca en la historia latinoamericana, las y los escritores habían debatido tanto sobre su propia identidad, sobre su arte y sobre las expectativas sociales creadas en torno a ellos. Indudablemente esas imágenes que han prevalecido durante tanto tiempo son difíciles de romper o modificar; de ahí la tenaz oposición que recibieran aquellos y aquellas que lo intentaron. Sin duda, los más afortunados han sido los que honesta y genialmente han logrado combinar ambas demandas (las de la política y las de la literatura). Esa visión “equilibrada” ha sido muy bien descrita por Arturo Uslar Pietri en una entrevista con Christiane Raczynski : “La literatura no tiene por misión resolver problemas reales y concretos, pero sí plantearlos e iluminarlos. Particularmente en el campo social y cultural la literatura ha sido el agente más poderoso de innovación y de cambio en el mundo entero. Las grandes cuestiones que condicionan el destino de la América Latina en este siglo no serán resueltas por sus solos escritores, pero tampoco podrán ser consideradas debidamente, y mucho menos resueltas, sin tenerlos en cuenta.” (345)
Lo que sí es evidente en toda esta controversia, es que el ser escritor, artista o intelectual en América Latina, ha sido siempre – y será- un riesgo, una aventura, una disyuntiva, una tensión y un mosaico de experiencias que se resiste -al igual que la realidad latinoamericana misma- al encasillamiento. Quizás luego de esta amplia y enriquecedora discusión, escritores e intelectuales hayan ganado más entendimiento de su propia realidad; pero sin lugar a duda, las circunstancias cotidianas y particulares de nuestro continente seguirán promoviendo la tensión entre la imagen del escritor latinoamericano “comprometido” con su medio y la de aquél para quien su propia libertad y sus propias nociones de “compromiso“ y “realidad” son determinantes. Y como bien ha expresado Navarrete Orta, “el ver hacia un lado es no ver hacia el otro. Es una elección, una perspectiva. Y cada perspectiva implica un riesgo. (…) En síntesis, sea cual sea la actitud, el escritor termina por asumir una posición política, aunque ella no pueda precisarse en términos de apoyo o de rechazo a determinados factores de poder. O sea, la práctica literaria termina por subsumir a la práctica política evitada.” (El escritor, 43)
No podemos dejar de mencionar, para concluir, el paradójico -quizás no del todo- hecho de que fuera precisamente en esa época de contradicciones y polémicas, que se produjera el estruendoso “boom” que tanto reconocimiento ha logrado a nivel mundial. Obras como Cien años de soledad, Cambio de piel, Paradiso, El obsceno pájaro de la noche, La casa verde, Tres tristes tigres, De dónde son los cantantes y tantas otras; son una muestra, no únicamente del renovar literario en cuanto a técnicas, estilos y perspectivas artísticas, pero también de esa nueva concepción de escritor e intelectual que se está forjando en medio del ardor de las polémicas y de los nuevos matices que la realidad latinoamericana continúa presentando.
Y todo parece indicar que las nociones de realidad, compromiso, intelectualidad, revolución, nacionalismo, cosmopolitismo, identidad y libertad; así como la visión de “nosotros” en relación con los “otros” (y viceversa), que tantas interpretaciones han provocado a lo largo de la historia latinoamericana seguirán siendo los temas recurrentes de nuestros ensayos, novelas, cuentos, poemas, obras teatrales, películas, sueños, obsesiones, mitos y leyendas.
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