Por: Víctor Meza
Aclaro, de entrada, que no me refiero al partido político que se apellida “nacional” (aunque nunca propone soluciones nacionales). Tampoco se trata de calificar o descalificar a tanta gente buena que, víctimas de un sentimiento ingenuo, suelen confundir el patriotismo con el nacionalismo. Quiero escribir sobre ese falso sentimiento de orgullo criollo que privilegia indiscriminadamente lo propio en desmedro absoluto de lo ajeno. Es decir, esa tendencia voluntarista a creer que lo nuestro, por el simple hecho de serlo, es siempre lo mejor, que el producto local o el pensamiento criollo, por ser nativos, son forzosamente superiores y merecen el sitial de honor. No hay tales.
En un memorable escrito que lleva el sugestivo título de “El elefante y la cultura”, Mario Vargas Llosa, hace ya muchos años, arremetió, con la fuerza de sus convicciones y la elegancia de su escritura, en contra del así llamado “nacionalismo cultural”, consistente este, según el autor, en “considerar lo propio un valor absoluto e incuestionable y lo extranjero un desvalor, algo que amenaza, socava, empobrece o degenera la personalidad espiritual de un país”. El nacionalismo en la cultura, dice Vargas Llosa parafraseando a Jorge Luis Borges, es la cultura de los incultos, algo así como el patriotismo de los bobos. Esta visión, entre pueblerina e intolerante, suele disfrazarse de actitud patriótica y, con demasiada frecuencia, invade el debate político, trascendiendo el simple ámbito de la cultura. Por desgracia es así.
En nuestro país, el impulso nacionalista, reconvertido por su propia dinámica excluyente en simple chauvinismo, aparece y reaparece en el escenario público cada tanto tiempo, cada vez con fuerza más renovada y bullicioso respaldo. Con calculada malicia se pretende descalificar lo externo para privilegiar lo interno. Si la iniciativa foránea es buena y contribuye a fortalecer las instituciones locales y dar un positivo impulso a la lucha contra la corrupción, para citar un ejemplo de actualidad, los patriotas de ocasión la rechazan y descalifican. Sus argucias – que no argumentos – son de una simpleza apabullante: no necesitamos esa ayuda, nos sobran las capacidades locales; tenemos abundancia de recursos, materiales e intelectuales, para librar esta lucha nosotros solos, sin intervencionismos insultantes ni influencia ajena. El país está capacitado para hacerle frente a los grandes desafíos de la corrupción o del crimen organizado. No hace falta la justicia extranjera ni la asesoría de fuera. Nos basta con la propia. Y así por el estilo. Es el discurso del patriotismo calculado, el falso nacionalismo.
No dudo que en el país haya capital humano suficiente y preparado para afrontar con sabiduría los desafíos de la corrupción. Seguramente lo hay. Lo que no hay ni habrá jamás en las élites gobernantes es la voluntad política necesaria para afrontar con decisión y coraje el reto que supone el sistema integral de corrupción, esa telaraña normativa e institucional que actualmente cubre al aparato estatal hondureño y abarca amplios sectores de la sociedad. Ahí está el quid del asunto.
La intervención externa se vuelve inevitable porque el propio sistema interno la hace necesaria. La causa que la provoca no es el intervencionismo, es el colapso de la institucionalidad local, de la misma forma que el efecto no es la pérdida de soberanía sino el positivo fortalecimiento de la justicia criolla. Sin esa presión, traducida hoy en iniciativas como la Misión de apoyo de la OEA en la lucha contra la impunidad y la corrupción (MACCIH), los operadores de justicia local seguirían regodeándose en una esclerosis burocrática, tan desesperante como inútil. La alarma internacional surgida ante el avance impune de la corrupción y el crimen organizado en la sociedad hondureña, es la forma escogida para recordarnos que vivimos en un mundo cada vez más globalizado e interdependiente, en donde cada día cabe menos el nacionalismo trasnochado y el patriotismo de ocasión.
Los patriotas hipersensibles que resienten lo que llaman intromisión abusiva de los extranjeros y rompen lanzas a favor de una falsa y utópica “autodeterminación de los pueblos”, bien harían en informarse un poco más y descubrir de pronto en qué mundo vivimos y qué significa en los hechos la globalización de la justicia. Así como el nacionalismo cultural es el patriotismo de los incultos, el chauvinismo en política puede ser a veces una de las múltiples máscaras de la corrupción.
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Me encanta desafiar el poder y escudriñar lo oculto para encender las luces en la oscuridad y mostrar la realidad. Desde ese escenario realizo el periodismo junto a un extraordinario equipo que conforma el medio de comunicación referente de Honduras para el mundo Ver todas las entradas