La depresión no es broma ni motivo de vergüenza

Defensa del individuo

Por: Mario Roberto Morales

Las religiones nos imponen estándares de perfección que nos hacen sentir malos o, cuando menos, insuficientemente bondadosos, a no ser que adoptemos sus normas de conducta moral. Los sistemas políticos nos imponen estándares de orden social que nos hacen sentir inadecuados, antisociales o, cuando menos, inadaptados, a menos que sigamos sus normas de convivencia. La medicina y la psicología nos imponen estándares de normalidad referidos a la salud física y mental que nos hacen sentir anormales si no abrazamos sus normas terapéuticas. Y el mercado de abalorios y cosméticos nos impone estándares de belleza y comportamiento que nos hacen sentir feos y fuera de la corriente principal si dejamos de consumir los productos que nos ofrece para superar nuestra machacada fealdad y falta de actualización.

Así, una persona es católica o protestante para no sufrir la culpa de ser mala; adhiere a la derecha o a la izquierda para no sentirse fuera de lo que le han dicho que es su deber ciudadano; toma medicinas o se somete a psicoterapia para no sentirse anormal; y consume champúes y cosméticos diversos para no ser fea ni estar fuera de lo socialmente aceptable.

En pocas palabras, vivimos sometidos a la manipulación de intereses específicos por medio de los dictados de los centros institucionales de poder religioso, político, científico, económico e ideológico. Y pregonamos que somos libres de optar y escoger nuestra manera de vivir, como si no protagonizáramos a diario la vana ilusión del individualismo libre en una sociedad que paradójicamente vive absolutamente masificada y adocenada, y en la que la voceada libertad individual inalienable consiste en hacer lo mismo que hace todo el mundo, so pena de hundirnos en la sensación de inadecuación, atraso, frustración, ira, culpa, miedo, resentimiento y depresión. Visto el asunto simplistamente, esto es lo que ha logrado el ser humano desde que apareció en el mundo hasta ahora: crear un universo institucional coactivo para manipular multitudes según los intereses de minorías con poder religioso, político, científico, económico e ideológico.

La utopía socialista pretendió —en la teoría— fundar una sociedad plenamente conciente en la que la manipulación verticalista cediera lugar al ejercicio horizontal y participativo del poder colectivo. Ya sabemos en qué paró esa utopía: en una repetición del mismo esquema manipulatorio de ejercicio del poder por las elites. Sin embargo, las preguntas persisten: ¿es posible el ejercicio horizontal de un poder colectivo? Lo que equivale a preguntarse: ¿es posible una sociedad sin elites verticalistas? ¿Vale la pena proponerse la construcción de una sociedad en la que las mayorías no actúen en razón de los intereses de las elites de poder?

Si la respuesta es que sí, entonces nos enfrentamos con el asunto de la necesidad de construir individuos plenamente libres, concientes y por lo tanto no manipulables. Es decir, individuos críticos que disciernan y que consecuentemente sean capaces de decidir por sí mismos su vida sin la tutela de los discursos del poder verticalista.

Si la respuesta es que no, entonces nuestro horizonte de vida está solucionado porque, visto el asunto en perspectiva de rabiosa actualidad, más allá del hedonismo inmediatista que proporciona el consumo compulsivo no puede haber mucho más, y sólo nos restaría congratularnos hasta la muerte por la dicha inmensa de vivir en la utopía realizada.

Pero como yo creo que la respuesta es que sí porque el sentido de la vida se encuentra en el ejercicio de la perfectibilidad individual, pienso también que la individualidad plena, entendida como capacidad de discernir y de decidir, es la condición imprescindible para la construcción de una sociedad libre de manipulaciones verticalistas de poder. Hace falta crear una fuerza ideológica y política plenamente crítica y autocrítica para luchar por esta utopía de la individualidad conciente, del individuo digno.

La alternativa es la masificación con sus secuelas de fanatismo, ignorancia, fundamentalismo e intolerancia, que nos llevan a deificar la política, el consumismo, la ciencia y el mercado. Y a refugiarnos en religiosidades autoritarias y abusivas que sustituyen en nosotros el desarrollo de la natural capacidad de comprensión y entendimiento. En otras palabras, la alternativa la estamos viviendo con lujo de violencia y estupidez.

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