Fotos y texto: Fernando Destéphen
Tegucigalpa.-Con una temperatura de 32 grados Fahrenheit y una visibilidad de un kilómetro amaneció este miércoles el Distrito Central, producto de al menos 40 incendios que han consumido el bosque del Parque Nacional La Tigra.
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Las ciudades gemelas que integran el Distrito Central, Tegucigalpa y Comayagüela, no se ven entre sí debido una densa capa de humo que se extiende por barrios y colonias de esta precarizada capital que hoy más que nunca echa de menos el agua en sus grifos.
Pese a las vicisitudes cotidianas que se suman a los problemas colaterales surgidos con la propagación del coronavirus (Covid-19), las actividades económicas de los vendedores informales no se detienen. La necesidad los hace salir a buscar el sustento diario, burlando un toque de queda impuesto desde el 16 de marzo cuando en Honduras se decretó un estado de excepción.
Comayagüela ha sido el lugar de residencia de la mayor parte de la fuerza laboral del Distrito Central, el comercio informal domina la economía de esta ciudad, que comienza a salir poco a poco del encierro, impuesto por la cuarentena.
A diario se pueden ver -hoy no por el humo- muchas personas empujando una carreta llena de mangos, bananos, ciruelas, papayas, en general frutas y verduras, que todavía se encuentran porque en su mayoría son de la temporada de verano. ¿Pero qué pasará cuando se agoten las frutas y verduras? Una pregunta a la que el gobierno hondureño no podría dar respuesta y que se complicará si se hace hincapié a la advertencia del Programa Mundial de Alimentos, que ha alertado que durante y luego de la pandemia viene una escasez de alimentos sin precedentes en la historia.
«Esto significa que 135 millones de personas en el mundo se están muriendo de hambre, pero lo peor es que el análisis del Programa Mundial de Alimentos muestra que para finales de 2020 tendremos otros 130 millones adicionales de seres humanos que estarían en las mismas circunstancias, lo que arrojaría una cifra total de 265 millones de personas muriendo de hambre», dijo David, Beasley, director del Programa Mundial de Alimentos de la ONU.
La historia de Luis Antonio Inestroza de 31 años es una de estas. Obligado por la necesidad empuja a diario una carreta de frutas, con la que recorre las calles desde el barrio Morazán hasta llegar a las cercanías del redondel de Las Minitas, próximo al bulevar Morazán de Tegucigalpa. “El gobierno no nos va a mantener”, dice Luis Antonio.
El comerciante compra las frutas, que comercializa, en el mercado Zonal de Comayagüela hasta donde se dirige antes de que salga el sol para luego hacer el recorrido del día.
El contaminado ambiente no impide que Luis Antonio vista un estilo medio kitsch, diseños geométricos en su camisa, gorra multicolor, la que usa hacia atrás, sin cubrir toda la cabeza, barba descuidada, manos callosas, piel morena (más quemada por el sol que por la naturalidad de la pigmentación).
Limones, mangos jade, unas piñas y unas papayas detenidas con cartones. Los carros pasan, algunos compran, otros solo ven, mientras Luis va empujando su carreta con dirección al bulevar Morazán adonde se encontrará con más vendedores intentando vender su carga más rápido que los demás.
En este recorrido Luis abriga la fe: dice que “gracias a Dios siempre se vende”.
Heber Medina de 23 años también está en una acera de la avenida San Martín de Porres en el barrio Morazán vendiendo mangos y ciruelas. Su caso es distinto porque él sí es de los vendedores ambulantes que se estacionan en la proximidad de la Feria de “El Agricultor y el Artesano”. Heber denuncia que los policías municipales los desalojaron de la parte del Estadio Nacional, lo que lamenta porque la venta en este nuevo lugar es lenta. “Nosotros por necesidad tenemos que estar trabajando donde ellos nos pongan, porque si uno no obedece le mandan el camión de decomisos y nosotros somos los que per
demos, por eso nos hemos venido para acá abajo”, cuenta, mientras con una rama hace hoyos a la bolsa de ciruelas que acaba de llenar y cerrar.
Este hombre les pide a los policías municipales se toquen la consciencia y lo ubiquen, junto a sus compañeros, en un mejor lugar.
Heber no tiene mascarilla, usa la gorra hacia atrás, una delgada cadena de plata cuelga de su cuello, viste una camisa blanca por dentro y una de manga corta blanca, abierta y un pantalón negro, no deja de trabajar mientras cuenta que ahora la carga de ciruela cuesta 700 lempiras y que antes la conseguía a 500.
Heber vive en el sector de la Tres de Mayo en Comayagüela, ahí tampoco ha llegado la ayuda del gobierno.
Con tristeza, evidente en su voz, advierte que la temporada de ciruelas se está terminando y debe pensar qué venderá ahora. Antes era más fácil, ahora debe pensar qué vender en un contexto de emergencia nacional por un virus que no se termina de conocer, pero que sí está matando.
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