Los medios de nuestros países latinoamericanos a diario nos informan sobre nuevos hechos de corrupción. El agravamiento de este fenómeno durante el siglo pasado no cesó y «vivimos revolcaos en un merengue/y en un mismo lodo todos manoseos», Enrique Santos Discépolo. Y de tanto usar la palabra «corrupción» perdió contenido. Se redujo al simple «afanar» de un inspector de tránsito, o como mucho «meter la mano en la lata», y a su inevitabilidad «en todo el mundo es igual», pero es mucho más que eso.
Jurídicamente es el aprovecharse de un cargo emitiendo actos o resoluciones a cambio de dinero. No obstante, esa caracterización jurídica parece no bastar, porque es más que eso todavía. Para restituirle su significado vamos de la mano del padre y filósofo Jorge Bergoglio JS, que en 1992 desde una perspectiva cristiana lo explicó en un pequeño libro titulado Corrupción y pecado. «La corrupción no es un pecado-es un estado. Un estado personal y social», dijo.
La corrupción como acción y como proceso
La corrupción comienza siendo acto, pero es el resultado de un proceso. Se trata de actividades en las que el agente es el principio y el final de la acción, se apodera de lo ajeno para su propio enriquecimiento y por eso se trata de una acción inmanente: comienza y finaliza en el agente. Con la «acción, origen del movimiento, se inicia un proceso que instala al agente en el ‘estado de corrupción'». Ese estar del corrupto, más allá de los disimulos y las apariencias que lo acompañan y que veremos brevemente, moldean su ser. Se trata en un «estar siendo». Este proceso, donde intervienen el abuso, el disimulo, la complicidad, el apoderamiento, concluye y por lo general se agota en el enriquecimiento personal. Es decir, no tiene un destino trascendente. El proceso de instalación de la corrupción como estado atraviesa una etapa inicial, de uno o varios actos de corrupción generalmente originados por contagio, una segunda etapa donde el sujeto ingresa en un deslizamiento progresivo hasta dar un salto cualitativo que lo transporta del pecado al estado. Es, además, como vemos, una conducta frente a la cual el sujeto, en lugar de contagiarse de la humanidad, se contagia de la corrupción de los otros. Claro que, como enseña Bergoglio, uno puede ser reiterativo en pecados y no estar todavía corrupto; pero, a la vez, la reiteración del pecado conduce a ese estado. San Ignacio, fundador de la orden de los jesuitas, entiende esto y por ello no se detiene —nos dice Bergoglio— en el conocimiento del acto (pecado), sino que en sus ejercicios aconseja a quien examina esas acciones ir más allá: al propio conocimiento y aborrecimiento del desorden de esas operaciones y de las cosas mundanas y vanas que las estas encierran.
La corrupción no es un delito común
Creo que la distinción entre otros delitos y los actos de corrupción en el plano jurídico es tan necesaria como la que formula Bergoglio entre corrupción y pecado.
Como dijimos, los corruptos agotan el circuito de sus actos en su provecho (acto de inmanencia), por una enfermedad del ego infecto-contagiosa, que se transforma en una patología social y no se reduce a ser pecado, desde la óptica religiosa. Y por eso mismo el papa Francisco nos sorprende exclamando: «Pecador sí, corrupto no». Y también dice: «El pecado se puede perdonar, la corrupción, no».
La complicidad
El corrupto no es un agente solitario, opera con la participación de otros. A este otro del corrupto el jesuita lo llama «cómplice». Cómplice no solo es el ayudante, también es cómplice el corruptor o el socio (por lo general, empresario, sea legítimo o parte de otra empresa criminal) que, al mismo tiempo, se aprovecha de la condición de funcionario del primero y le ofrece o acepta un beneficio generalmente económico a cambio de decisiones funcionales. Lo que podríamos calificar de una relación contractual que oculta una relación criminal. Cómplice también es quien asiste o colabora con el corrupto sabiendo de qué se trata. Como tengo explicado en notas anteriores, el otro puede serme persona pero también puede ser para mí mero objeto, y este parece ser el caso del que sirve al funcionario, un otro instrumental que se asemeja a la relación señor-esclavo. Relación en la cual no solo el funcionario o empresario utiliza a quien lo sirve, sino que lo hace cómplice, dice Bergoglio: «Los rebajará a su medida y los hará cómplices de su opción y estilo».
La justificación de la corrupción por vía de los buenos modales
El corrupto, dice Bergoglio, procura siempre mantener la apariencia: Jesús llamará sepulcros blanqueados a uno de los sectores más corruptos de su tiempo (cf. Mateo, 23, 25-28). El corrupto, agrega, cultivará, hasta la exquisitez, sus buenos modales… para de esta manera esconder sus malas costumbres.
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La justificación de la corrupción por el éxito y la superioridad
Esta es otra nota que distingue al corrupto. Se considera medida. Mide a los otros y a sí mismo considerándose exitoso y superior. Cuando Bergoglio afirma que el corrupto «es la medida del comportamiento moral», está distinguiendo el concepto desde el punto de vista ontológico o teológico, donde rige el «justo medio» (el de nada demasiado) y el sentimiento negativo del corrupto que se considera un ser ejemplar, exitoso que ha logrado honores y riquezas, buenos modales y estatus superior. Por eso es riguroso en el cumplimiento del pago de los impuestos, de la limosna y hasta de las obras de caridad, el cumplimiento de las formas, no siendo como los otros que se atrasan, incumplen o no son corteses. El cumplir de los corruptos es «yo cumplo» «y miento», dice hoy Bergoglio, papa Francisco, no sin cierto humor con sentido docente.
La justificación de la corrupción por vía de la superioridad
«Y refiriéndose a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, Jesús dijo esta parábola: ‘Dos hombres subieron al Templo para orar: uno era fariseo y el otro, publicano. Pero el fariseo, de pie, oraba así: Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos y adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago la décima parte de todas mis entradas. En cambio, el publicano, manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador. Les aseguro que este último volvió a su casa justificado, pero no el primero. Porque todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado'» (Lc 18, 9-14). El corrupto necesita justificarse y para eso, como vemos en la parábola, se distancia del otro, del hombre común, el que suele atrasarse en sus pagos, ordinario en sus modales o que simple y llanamente es un delincuente. Claro que hace una trampa, compara dos géneros distintos: su propia apariencia (la del ser que aparenta) y la realidad del otro (el ser común u ordinario que es o que dice que es), lo que se suele caricaturizar, dice el autor a quien seguimos.
Justificación de la corrupción por vía de la doctrina
El agente de la corrupción elabora, por último, una justificación doctrinal o ideológica finalista. Los fines invocados pueden ser múltiples, pero por lo general desde el ámbito político se alude a «la construcción del poder político», «los gastos de la acción proselitista», «el partido» y hasta «la revolución». Por parte del que corrompe o entrega el dinero la justificación es por lo general «el porvenir de la empresa», «el mantenimiento de la fuente de trabajo», «la realización de la obra», aunque el fin no sea otro que la búsqueda de una ganancia mayor.
La «cultura» de la corrupción
Como dijimos, la corrupción es un estado personal y social en el que unos se acostumbran a vivir. Los valores (o desvalores) de la corrupción son integrados en una «verdadera cultura», con capacidad doctrinal, lenguaje propio, modo de proceder peculiar; cultura que tiene un dinamismo dual: apariencia y realidad; inmanencia y trascendencia (de salón); buenos modales y malas costumbres. Es una de las mayores causas de la desigualdad y de la pobreza del mundo actual y de nuestro país que padecen las grandes mayorías. Hablando de los mecanismos de la economía destinados a domesticar a los pobres y a los países pobres, el papa Francisco afirma: «Esto (la corrupción) se vuelve todavía más irritante si los excluidos ven crecer ese cáncer social que es la corrupción profundamente arraigada en muchos países —en sus gobiernos, empresarios e instituciones— cualquiera que sea la ideología política de los gobernantes» (EG nº 60). Frase en términos semejantes e igualmente condenatoria puede leerse en el discurso del entonces cardenal en la Jornada de la Pastoral Social de la Nación por construir: «Utopía, pensamiento, compromiso», del 25 de junio de 2005.
Las penas contra la corrupción frente al cáncer
En términos generales, la corrupción es definida desde una perspectiva jurídica por la concurrencia de tres elementos: el abuso de una posición de poder, la consecución de una ventaja patrimonial a cambio de su pago y también se menciona, aunque no siempre, el carácter secreto del pago (Norberto de la Mata, catedrático español). Las penas varían en los distintos países, en unos son más o menos breves, acompañadas de grandes multas (800 mil euros en Nueva Zelandia), mientras que en otros llegan a la prisión perpetua o a la pena de muerte, como en China. Lo importante, como decía Beccaria, es que sean ciertas y que el que comete ese delito tenga la certeza de que le será aplicada una pena.
En forma coincidente con el papa Francisco, el gran politólogo y profesor de la Universidad de Columbia, Giovanni Sartori, decía en 1996 que la corrupción es un elemento patológico del sistema que amenaza las democracias occidentales. Y a ello sumaba que hay falta de respeto a la historia, un estado de vaciedad del vacío de valores, muy baja formación de los políticos y gran pérdida de confianza de la gente en la política.
«En realidad, corrupción hay en todos lados»
Para finalizar, quisiera contestar esta afirmación vulgar que resulta verdadera, pero que tiende a oscurecer la verdad si no se la completa. Los insectos existen en todos lados, pero no en la misma proporción en un laboratorio que en un basural. Latinoamérica no tiene ningún representante entre los primeros veinte países menos corruptos del mundo, y solo hay tres entre los primeros cincuenta: Uruguay (21°), Chile (24°) y Costa Rica (41°). Todos los demás, incluyendo la Argentina, estamos después de los primeros cincuenta: Cuba (60°), Brasil (79°), Panamá (87°), Colombia (90°), El Salvador (95°) y la Argentina (95).
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