Por: Rodil Rivera Rodil
Durante el siglo XX, el sistema capitalista experimentó dos grandes deformaciones promovidas por las grandes corporaciones del mundo. La primera, tuvo lugar en los años treinta y cuarenta del siglo pasado, cuando prácticamente las más importantes de Alemania se fusionaron con los gobiernos fascistas de Mussolini y Hitler, en virtud de la cual estos implantaron políticas económicas que maximizaban las ganancias de aquellas, las cuales, a su vez, se identificaban totalmente y contribuían con los objetivos políticos y militares de Italia y del Tercer Reich que terminaron llevando a la humanidad a la mayor hecatombe de la historia.
Por esta poderosa alianza fascista empresarial, la familia Krupp, de la industria de armas de Alemania, fue convertida en una dinastía imperial que no se regía por la ley común sino por decretos especiales de Hitler, conocidos como Lex Krupp. Así, quien se casaba con una Krupp perdía su apellido por el de Krupp, como fue el caso de Gustav Von Bohlen que, en 1907, por disposición del propio Kaiser Guillermo II, contrajo matrimonio con Bertha Krupp y pasó a llamarse Gustav Krupp Von Bolhen.
En el transcurso de la Segunda Guerra Mundial, la empresa Krupp, bajo la dirección de Alfred Krupp, el hijo de Gustav y Bertha, se convirtió en la más grande de Europa y, quizás, del mundo, por el sencillo expediente de apoderarse, manu militari, de las industrias de los países ocupados por los ejércitos de Hitler.
Más tarde, Alfred Krupp fue condenado en el juicio de Nuremberg a 12 años de prisión y a la confiscación de sus bienes tras haber sido acusado, entre otros delitos, de “utilizar mano de obra esclava proporcionada por el régimen nazi asignando prisioneros judíos de los campos de concentración para trabajar en muchas de sus fábricas”. Pero el industrial solo cumplió tres años de cárcel, y a su liberación, le fue devuelto su cuantioso patrimonio.
La segunda grave distorsión del modelo capitalista, esta vez de signo totalmente contrario, surge en la década de los ochenta en Inglaterra y los Estados Unidos, en donde los más importantes capitalistas, frustrados, seguramente, por la mala experiencia que dejó el maridaje con el fascismo, deciden que no quieren saber nada del Estado y comienzan a aplicar a ultranza la funesta teoría monetarista de Milton Friedman y otros economistas, más conocida como “neoliberalismo”.
Este, en apretada síntesis, consiste en reducir a una mínima expresión la intervención gubernamental en la vida económica y dejar esta al libre mercado, vale decir, al mercado casi sin regulación alguna, y cuyo pilar básico es la privatización de todo cuanto se puede privatizar. Y aun de lo que no se puede y hasta de lo que la moral y la lógica del bien común han prohibido privatizar.
Pero, por esto mismo y aunque luzca paradójico, el neoliberalismo exige tener un férreo control del Estado, no solo para que este no se meta en lo que considera sus asuntos, sino para que sí se meta, y de lleno, cuando en los malos tiempos lo necesita para que lo saque de apuros, tal como hemos visto durante la crisis de las hipotecas “subprime” o “hipotecas basura” del 2007-2008 y en casi todas las demás conmociones económicas pasadas, en las que los gobiernos, el norteamericano sobre todo, le entregaron a los bancos con problemas cantidades estratosféricas de dinero para salvarlos de la quiebra.
Pero he aquí que estas dos inhumanas desviaciones del modelo de producción capitalista, que en sus albores proclamó la libertad, la igualdad y la fraternidad, comparten la ideología más conservadora de todas, la de extrema derecha. O, lo que es igual, la que, como marca de nacimiento, adoptaron las grandes élites económicas a los pocos años de la Revolución Francesa, la que le abrió el camino a su monumental desarrollo.
La preferencia, por ejemplo, de la gran empresa por los regímenes autoritarios y su repulsión al sufragio viene de aquellos tiempos. Nunca han podido soportar la idea de que sus intereses puedan ser siquiera mínimamente afectados en unos procesos llamados elecciones por “gente ignorante, que no sabe nada de economía”.
¿Y qué hacen estos hombres de negocios corruptos cuando vislumbran algún riesgo de este tipo? Antaño, podían darse el lujo de suprimir las elecciones, como sucedió en 1850 en Francia durante el mandato presidencial de Luis Bonaparte, el futuro Napoleón III, cuando la asamblea nacional, en ese momento bajo el dominio del “partido del orden”, o sea, el partido de las distintas facciones de la burguesía, pero más que todo, de la alta burguesía, no tuvo ningún reparo en abolir el sufragio universal para impedir toda posibilidad de ganar al partido del proletariado.
Sí. Nada menos que el sufragio universal. La base fundamental de la democracia. Cuando la oposición protestó alegando que esto era inconstitucional, la respuesta del partido del orden fue que “si era necesario, se violaría la Constitución, pero que no hacía falta, puesto que la Constitución era susceptible de todas las interpretaciones y la mayoría era la única competente para decidir cuál de ellas era la acertada”. Cualquier semejanza con lo que hizo la Corte Suprema de Justicia de Honduras al interpretar inconstitucionalmente la Constitución para darle una burda apariencia de legalidad a la reelección de JOH no es ninguna coincidencia. Es exactamente lo mismo.
Pero como en estos tiempos sería muy arriesgado hacer igual cosa, hoy los grupos de poder recurren a una variedad de otros medios no menos eficaces. Dar golpes de Estado “anticomunistas”, suspender elecciones, hacer trampa, denunciar fraudes inexistentes, asaltar capitolios, rechazar resultados que les son desfavorables, etc. etc. En otras palabras, lo que hizo Donald Trump y está pretendiendo hacer Bolsonaro, lo que hicieron los que derrocaron a Evo Morales, lo que ha hecho Keiko Fujimori para intentar desacreditar el triunfo del izquierdista Pedro Castillo en el Perú… En fin, los que solo aceptan los procesos electorales si ellos son los ganadores.
Esto es justo lo que está pasando entre nosotros con la extrema derecha criolla. Juan Orlando y los grandes empresarios con los que entró en contubernio desde el principio de su gobierno, están saboteando las elecciones para facilitar el fraude que tienen preparado. El primero, por el temor a ser extraditado, y los segundos, porque se les pueden acabar los negocios ilícitos que hacen con el gobierno y que los han vuelto multimillonarios. Y porque, claro está, ellos también pueden ir a dar con sus huesos a la cárcel por corrupción cuando JOH salga de la presidencia.
Por tales razones, y no por otras, es que no se aprobó a tiempo la nueva legislación electoral, por la que no se puso en vigencia la segunda vuelta, por la que no se le proporcionan al CNE y al RNP los recursos que necesitan y por las que JOH y su pacotilla insisten en que los votos se cuenten y los resultados se divulguen a la vieja usanza y no por modernos medios tecnológicos.
Y justo por estos motivos es que tampoco se quiere entregar a los organismos electorales el presupuesto que requieren para pagar prestaciones a los empleados especializados en el montaje de fraudes que mantiene en ellos Juan Orlando desde que decidió quedarse en el poder.
Y finalmente, esta es la verdadera explicación, amable lector, por la que los medios tradicionales no denuncian como debieran estos atentados contra la democracia hondureña. Y, por supuesto, porque jamás van a poner en riesgo sus jugosos contratos de publicidad.
Tegucigalpa, 22 de julio de 2021.
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Tengo algunos años de experiencia y me encanta practicar el periodismo incómodo que toque los tinglados del poder, buscando cambios en la forma de gobernar y procurar el combate a la corrupción, develando lo que el poder siempre quiere ocultar. Ver todas las entradas