Por: Sonia Perez D./ Associated Press
MAPASTEPEC, México
La hondureña Madison Mendoza tenía el rostro quemado y los pies lastimados luego de caminar por horas bajo el ardiente sol chiapaneco. Viajaba con su hijo de dos años y no podía contener las lágrimas pese a que por fin ambos pudieron bañarse por primera vez, en un chorro de agua que caía a media calle en Escuintla, una localidad 150 kilómetros (93,2 millas) al norte de la frontera entre México y Guatemala.
“Pensé que en el camino me iban a ayudar con el bebé, mi tía me había dicho que la gente ayudaba a las mujeres”, indicó Mendoza, de 22 años y quien huyó hace dos semanas de Tegucigalpa prácticamente sin dinero ante las amenazas del padre de su hijo, un policía en activo.
Sin embargo, la ayuda no llegó.
La solidaridad masiva que recibieron previas caravanas de migrantes centroamericanos al cruzar México con destino al norte ahora son apoyos con cuentagotas, bien por el cansancio de los pobladores o, como señalan algunos expertos, porque se ha divulgado un discurso que aviva los prejuicios en su contra.
Migrantes centroamericanos que forman parte de una caravana rumbo a la frontera entre México y EE.UU, camina por la carretera en Escuintla, Chiapas, México, el sábado 20 de abril de 2019. MOISÉS CASTILLO AP FOTO
Atrás quedó la ayuda de iglesias, particulares y organizaciones locales que ofrecían comida o transporte gratuito en plataformas de tráileres, camiones o vehículos pequeños para aligerar la travesía que ahora solo tienen lugar de forma muy esporádica. Y todo eso ha incrementado la frustración de muchos de aquellos que huyen de la pobreza o la violencia en Centroamérica.
“Lo que más me angustia es que el bebé me pide comida y ha habido días que no pude darle”, lamentó Mendoza, que el sábado llegó a Mapastepec, una localidad un poco más al norte de Escuintla, pero todavía en el estado de Chiapas.
En el lugar, miles de migrantes continúan varados a la espera de que las autoridades mexicanas les otorguen algún permiso o visa temporal para trabajar en México o, en caso de no obtenerlo, seguir su viaje hacia la frontera con Estados Unidos.
El sacerdote Heyman Vázquez, párroco en Huixtla, municipio de la misma ruta, no titubeó al señalar las razones por las que la solidaridad ha disminuido.
“Se debe a toda campaña de discriminación y xenofobia que se está creando a través de las redes sociales y los medios de comunicación, que culpan a los migrantes de la inseguridad en Chiapas”, explicó.
Esta semana hubo un intento infructuoso de cerrar el paso en esa localidad a uno de los grupos de migrantes, y las autoridades locales incluso emitieron un comunicado en que declararon una emergencia y aconsejaron el cierre de negocios porque la caravana, argumentaron, representaba un peligro para la seguridad local.
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Oscar Pérez, un comerciante que vende carnitas de cerdo en otro punto de la misma ruta, la comunidad de Ulapa, aseguró que la población se cansó de apoyar a los migrantes porque se dice “que se han vuelto agresivos y por eso no les dan ayuda”.
“¿Ya para qué van, si no los dejan pasar (a Estados Unidos)?”, se preguntó Pérez, que, aunque reconoce que él no sabe de alguien que haya sido agredido por migrantes, insiste en que la gente de Chiapas es pobre, pero trabaja en vez de pedir ayuda.
Según el padre Vázquez, la única que recibió apoyo fue la primera caravana, la que salió de Honduras en octubre pasado y llegó a contar con más de 7.000 integrantes. A partir de entonces, sostuvo, se ha promovido el odio. Su parroquia es de las pocas que ha llevado agua y comida a las familias de centroamericanos porque “el resto de los católicos se quedan con la idea que tienen y ni se acercan, tienen muchos prejuicios”.
Este ambiente causa que la frustración se apodere cada vez más de centroamericanos como Geovani Villanueva, un hondureño de 51 años que lleva 25 días en el polideportivo de Mapastepec esperando un permiso, una visa o algún documento que le permita seguir la ruta con su esposa, sus dos hijos pequeños y otros cuatro familiares que viajan con él.
“Creo que es una estrategia del gobierno de cansarnos”, dijo Villanueva.
El Instituto Nacional de Migración cifró el viernes en 5.336 los migrantes que están siendo atendidos en albergues o en la estación migratoria Siglo XXI situada en Tapachula, casi en la frontera con Guatemala, e indicó en un comunicado que más de 1.500 de ellos estaban a la espera de ser retornados. Sin ofrecer más cifras, el INM aseguró que hay otros grupos en movimiento.
La Comisión Nacional de Derechos Humanos indicó esta misma semana que hay más de 8.000 migrantes a lo largo de los 150 kilómetros (93,2 millas) que separan Mapastepec y la frontera de Chiapas con Guatemala y urgió a las autoridades a agilizar las medidas para atenderles.
Estados Unidos ha presionado a México para que controle los flujos migratorios, e incluso el presidente Donald Trump recientemente volvió a amenazar con cerrar la frontera, que está desbordada tanto en el lado mexicano como en el estadounidense. Tan solo en marzo, agentes de la Patrulla Fronteriza detuvieron a 53.000 padres e hijos.
Al margen de las cifras, lo que hay son familias cansadas que duermen en el suelo sobre cartones o cobijas, y con poco que llevarse a la boca.
Nancy Valladares, una hondureña de Progreso, caminaba el sábado apresurada con su marido y sus dos hijas en sendos carritos de bebé. Una vez más, no encontraban vehículo que les llevara un tramo del camino.
Junto a ellos, a lo largo de 30 kilómetros (18,6 millas), marchaba un centenar de migrantes que la policía federal bajó de la plataforma de un camión.
La familia de Valladares tiene la esperanza de que en Estados Unidos puedan curar a su hija Belén, de dos años, que no camina, no habla y come con dificultad porque, a consecuencia del Zika, nació con microcefalia.
Molestos y cansados, algunos migrantes ya no quieren hablar con la prensa y avanzan lentamente por el agotamiento de muchos de los niños. Por el camino, buscan árboles para refugiarse del asfalto ardiente de la carretera y recogen mangos y frutas silvestres de los árboles a lo largo del trayecto.
Sin embargo, no desisten. Villanueva y su familia salieron de la ciudad hondureña de Tela porque unos pandilleros querían asesinarlo por no pagar una extorsión. Él tenía varios locales comerciales. Su salida fue para salvar la vida, así que lo tiene muy claro: no hay vuelta atrás.
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Tengo algunos años de experiencia y me encanta practicar el periodismo incómodo que toque los tinglados del poder, buscando cambios en la forma de gobernar y procurar el combate a la corrupción, develando lo que el poder siempre quiere ocultar. Ver todas las entradas