Por: Víctor Meza
El diálogo político que comenzó hace un par de meses y, auspiciado por la Organización de las Naciones Unidas, se ha mantenido vigente y ha avanzado, entre tumbos y tropiezos, parálisis, avances y retrocesos, está a punto de terminar si es que no lo ha hecho ya. Era de esperar, dados los augurios un tanto pesimistas y dudosos que rodearon y contaminaron sus inicios. Nació y se desarrolló en un ambiente de dudas, excesivo escepticismo y no poca maledicencia. Estaba condenado a rendir escasos frutos y débiles conclusiones.
Los acuerdos logrados, frágiles y fragmentarios, discretamente denominados “insumos”, serán enviados al seno del Congreso Nacional para que sean los diputados, los señores y señoritos de la mal llamada “clase política tradicional”, los encargados de convertirlos o reconvertirlos en leyes de la República. En este proceso, que inicia en las mesas de diálogo y debería concluir en la asamblea de la Cámara legislativa, pueden suceder muchas cosas, comenzando por aquellas que se dedicarán a mediatizar la reforma electoral, mutilar sus aristas más preocupantes y, sobre todo, disminuir su capacidad para cambiar sustancialmente el actual estado de cosas. Una reforma inconclusa, mediatizada, a regañadientes, sin capacidad real para generar un espacio de credibilidad y transparencia necesario. Una reforma para cambiar lo insustancial y conservar lo medular: el control del Estado por parte de los llamados “grupos fácticos” del poder. En esencia, una reforma igual a todas las que registra nuestra historia, repleta de experimentos fallidos e iniciativas transformadoras a medias.
Si las cosas son así, el esfuerzo de diálogo habrá sido totalmente inútil y sus conclusiones quedarán en el vacío. A nadie le servirán, en tanto que instrumentos apropiados para sacarnos del conflicto y concentrarnos en la verdadera búsqueda de una solución al problema. Y si el diálogo no sirve para sacarnos del conflicto, tampoco servirá para encontrarle una solución apropiada a la crisis postelectoral. Habrá sido un esfuerzo inútil, un ejercicio de distracción política que sólo ha sido útil para desviar la atención del problema central y disminuir la tensión ya concentrada.
Quisiera estar equivocado, pero temo que no es así. Ojalá lo fuera. Estoy consciente de que el diálogo nació en circunstancias muy difíciles, en un espacio mutilado, sin la presencia y con la resistencia del principal partido político de la oposición, el partido de Libertad y Refundación (LIBRE). Sus actores fueron limitados y su agenda abiertamente manipulada. En lugar de reducirla a los puntos clave de la crisis postelectoral, los patrocinadores permitieron, y en cierto momento hasta promovieron, que la agenda fuera ampliada sin límites, incorporando en su contenido asuntos de carácter económico y social, elementos subalternos y derivados, que, al final, sólo sirvieron para complicar las negociaciones y dificultar, hasta volverlo imposible, un acuerdo básico para hacer la reforma electoral y empezar a salir del conflicto y resolver la crisis.
Hoy la solución está en las manos de los legisladores, que, a lo mejor, no son las manos más apropiadas y convenientes. La mayoría de esas damas y caballeros, de fulgor dudoso y talento cuestionable, no está interesada en cambiar sustancialmente las cosas. Disfruta del actual status quo y hará lo que sea por mantenerlo. A lo sumo, como en la historia del gatopardo, se trata de cambiar algo para que se conserve el todo, es decir modificar lo periférico para mantener lo esencial. Cambiar para conservar, transformar para no cambiar.
Y si las cosas son así, el país seguirá en su ya casi eterno calvario de crisis y más crisis, de incertidumbre y cotidiano asombro, de sobresalto y desvelo. Si alguna duda cabe, ahí está, para ejemplo innegable, la caravana de compatriotas que, en éxodo bíblico, se va acercando gradualmente a la frontera terrible, al punto clave de la decisión última, al momento del desenlace cuando será posible conocer el resultado entre la vida y la muerte. El punto de no retorno…o del retorno furioso y vengativo.
Nuestro país, su dolorosa historia, está cargado de reformas inconclusas, desde la frustrada revolución morazánica hasta la limitada reforma liberal de Ramón Rosa y Marco Aurelio Soto. Es una historia de iniciativas cortas, a medias, siempre inconclusas, en las que Honduras llega tarde y se aleja antes de las soluciones verdaderas. Llegamos en forma adelantada y nos marchamos en forma prematura. País de apresurados, tierra de inconclusos.
Ojalá que la reforma electoral no sea una más en la amplia galería de las reformas inconclusas. ¡Ojalá!
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Tengo algunos años de experiencia y me encanta practicar el periodismo incómodo que toque los tinglados del poder, buscando cambios en la forma de gobernar y procurar el combate a la corrupción, develando lo que el poder siempre quiere ocultar. Ver todas las entradas