Tanto va el cántaro al agua…

Víctor Meza

Por: Víctor Meza

Que al fin se quiebra,  dice el refrán popular, fuente de inagotable sabiduría y conocimiento cotidiano. Es una forma metafórica de hacer alusión a los límites de la paciencia y a la frontera que suele separar de improviso la rutina del día a día y la súbita ruptura de lo inesperado. El cántaro se quiebra, de la misma manera que la paciencia se agota.

Y esta es la parte que me interesa más en el tema de este artículo de opinión: los límites de la paciencia. He visto, con contenida furia e indignación creciente, el maltrato, la violencia innecesaria y la forma degradante en que algunos militares y policías tratan a los manifestantes que han sido hechos prisioneros durante las múltiples manifestaciones callejeras, que día a día se llevan a cabo en justa protesta contra el burdo fraude electoral que ha distorsionado y burlado la voluntad de los electores en las urnas. Les golpean innecesariamente, les cortan el cabello hasta dejar rapadas sus cabezas como si fueran indefensos reclutas del repudiado servicio militar. Los humillan y maltratan, descargando sobre ellos la cólera incontrolada y una furia que a veces más parece artificial e inducida.

Involuntariamente pero de manera inevitable, no puedo menos que pensar en el reciente pasado, en la siniestras décadas de los años setenta y ochenta cuando los militares, desbocados e impunes, organizaban sus cacerías de jóvenes para reclutarlos y obligarlos a hacer el mal llamado servicio militar. Época terrible también para los disidentes políticos o simples simpatizantes de ideas consideradas exóticas, que debieron enfrentar persecución y acoso, cuando no la tortura y la muerte. Eran los tiempos de las desapariciones forzadas, llevadas a cabo con el auxilio del llamado “método argentino”, que un grupo de criminales y esbirros de esa nacionalidad se encargaban de enseñar y ensayar con sus obedientes discípulos hondureños.

El golpe de Estado del año 2009 fue como un aldabonazo en la conciencia de la sociedad, para recordarnos  que el pasado podía volver a ser presente. Que allá en el fondo de la mente, en los laberintos íntimos del cerebro castrense, seguía agazapada la costumbre fiera, el hábito represor, la manía enfermiza por resolver a balazos y golpes las diferencias políticas e ideológicas. Hoy, apenas ocho años después de aquel zarpazo a la legalidad y a la incipiente democracia local, volvemos a vivir momentos de terror y angustia, en los que los hombres de uniforme vuelven a convertirse en verdugos de su propio pueblo.

Pero ya no son los años ochentas, ni aquí ni en Centroamérica. La sociedad hondureña ha cambiado sustancialmente, tanto en su composición como en su conciencia. Los jóvenes de ayer, son los adultos de hoy. Una nueva generación, más informada, más crítica y propositiva, a la vez que más desesperada y ansiosa, busca solución a sus problemas y demanda mejores y mayores oportunidades de vida. Unos se van, votando con los piés, mientras otros se quedan y votan con las manos. Pero todos esperan y desean, exigen, un cambio. Ya no se resignan tan fácilmente, ya no tienen el miedo de antaño, han aprendido la vieja lección de que no tienen nada que perder como no sean las cadenas que los atan a una irritante condición de miseria y desamparo. Es una generación que lleva la rebeldía a flor de piel, en el corazón y en la cabeza.

Miles de esos jóvenes, hombres y mujeres, están hoy en las calles exigiendo el cambio, demandando el respeto a la voluntad mayoritaria expresada en las urnas. Pero no solo eso: reclaman algo más profundo, exigen ser tomados en cuenta, tener oportunidad de cambiar sus vidas y las de sus seres queridos, ser ciudadanos de pleno derecho. Si el gobierno no es capaz de hacer la lectura correcta del actual estado de insubordinación nacional, en nuestro país no habrá paz ni tranquilidad posibles que permitan siquiera una mínima dosis de gobernanza democrática.

El gobierno que nace falseando las urnas, está condenado a morir en las calles. Revisen un poco la historia de los países vecinos y encontrarán las razones últimas y primarias para justificar esta afirmación.

La paciencia se agota, tiene límites, después de los cuales sólo está el abismo. Los uniformados que hacen gala de su brutalidad impune, pueden un buen día encontrarse frente a desafíos inesperados y la cólera organizada de la masa.

  • Tengo algunos años de experiencia y me encanta practicar el periodismo incómodo que toque los tinglados del poder, buscando cambios en la forma de gobernar y procurar el combate a la corrupción, develando lo que el poder siempre quiere ocultar. Ver todas las entradas

3 respuestas

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