Por: Joaquín Mejía Rivera
La militarización de la seguridad ciudadana ha generado una tensión entre la normalidad y la excepcionalidad, que no es otra cosa que la tensión entre el Estado de derecho y el Estado a secas, ya que no todo Estado es un Estado de derecho, pues este es una forma de organización jurídico-política caracterizada, entre otras cosas, por la incorporación al ordenamiento jurídico constitucional de unos valores considerados fundamentales para la comunidad.
Dentro de esos valores superiores se encuentra la seguridad, que es indispensable para que se realicen las condiciones de una vida social inseparable de la dignidad humana, de sus libertades y derechos. En palabras de Gerardo Ballesteros de León, la seguridad como valor superior “impone principios de organización que se forjan desde la familia, el barrio, la comunidad y el Estado a través de las normas, las instituciones y las políticas públicas”.
Y como lo señala la Corte Interamericana de Derechos Humanos, todo el aparato gubernamental y todas las estructuras a través de las cuales se manifiesta el ejercicio del poder público deben ordenarse de manera que las autoridades puedan ser capaces de prevenir, investigar y sancionar cualquier violación a tales derechos y libertades, y procurar, además, la restitución, si es posible, del derecho vulnerado y, en su defecto, la reparación de los daños producidos por dicha violación.
Dado que un Estado sólo se justifica y legitima en la medida que reconoce, protege y promueve tales derechos y libertades, y asegura el buen funcionamiento de las instituciones y el cumplimiento efectivo y equitativo de sus responsabilidades en materia de justicia, seguridad, educación o salud, la vigencia del Estado de derecho se constituye en una conditio sine qua non para la efectiva garantía de la seguridad de la ciudadanía.
De acuerdo con la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, los derechos humanos permiten abordar la criminalidad y la violencia, y su impacto en la seguridad ciudadana mediante (a) el fortalecimiento de la participación democrática, (b) la implementación de políticas centradas en la protección de la persona humana, (c) la garantía de los derechos particularmente afectados por las conductas delictivas como los derechos a la vida, a la integridad, a la libertad personal, a las garantías procesales y al uso pacífico de los bienes; y (d) la garantía de los derechos a la educación, a la salud, a la seguridad social y al trabajo, entre otros.
La perspectiva de los derechos humanos es lo que caracteriza a las políticas de seguridad ciudadana propias de un Estado de derecho, pues no se basa en la lógica de aprovechar el sentimiento de inseguridad y vulnerabilidad que provoca la criminalidad para instalar en la opinión pública la necesidad de convertir a los militares en los agentes redentores de una sociedad sometida al miedo, y que a cambio está dispuesta a renunciar a sus propias libertades y derechos para concederle a ellos facultades excepcionales y abrir el camino a lo que Andrés Domínguez Vial llama, las “dictaduras dulces”, nacidas de la renuncia de los valores democráticos y de la libertad en favor de la militarización de la seguridad ciudadana.
La gobernanza democrática y el Estado de derecho exigen una separación clara y rigurosa entre la seguridad interior que es facultad exclusiva de la fuerza policial y la seguridad nacional como función de las Fuerzas Armadas, que en casos excepcionales podrían apoyar temporalmente y con límites muy precisos a la primera. Garantizar la seguridad ciudadana implica la organización de instituciones policiales de carácter civil y claramente diferenciadas de las Fuerzas Armadas, que con un cursito de unos cuantos meses no van a cambiar la lógica militar del combatiente que tiene la misión de acabar con el enemigo, por la lógica de proteger y garantizar los derechos y libertades de la ciudadanía.
Recurrir a los militares para tareas policiales entraña un riesgo muy alto para la gobernanza democrática y solo retrasa y complica las profundas reformas normativas e institucionales necesarias para acabar con tantas décadas de corrupción, impunidad, desconfianza en las instituciones y acentuación de una cultura cívica que tolera la ilegalidad.
Estas reformas deben garantizar (a) una verdadera separación de poderes que permita un efectivo mecanismo de pesos y contrapesos del poder público, (b) una administración de justicia sólida y eficaz, (c) una política criminal congruente con los derechos humanos, (d) un replanteamiento de las políticas sociales que promuevan y aseguren el pleno desarrollo de la dignidad humana, y (e) una política pública de reparaciones que subsane la cohesión y el tejido social fracturados por la violencia y la impunidad.
La mejor estrategia en la lucha contra el crimen y la violencia es la construcción de una política pública que se caracterice por los siguientes elementos: En primer lugar, que surja de amplios consensos políticos y acuerdos sociales que permitan reflexionar sobre las diferentes dimensiones de los problemas que originan la criminalidad, y conduzcan a su abordaje integral.
En segundo lugar, que asegure unos estándares especiales de protección que requieren aquellas personas o grupos de personas en especial situación de vulnerabilidad frente a la violencia y el delito; y en tercer lugar, que garantice la participación permanente de una ciudadanía activa que acredite el carácter democrático e incluyente del debate público alrededor del fenómeno de la violencia.
Es imprescindible que la política pública no solo tenga una naturaleza represiva enfocada en acciones eminentemente de “mano dura” o de “cero tolerancia”, sino también que tenga un carácter preventivo que incluya programas orientados a intervenir en las condiciones de extrema pobreza, exclusión social y negación de derechos fundamentales como la educación, la salud, la vivienda, el empleo, entre otros.
La reducción de la violencia y la criminalidad solo podrá ser posible si se diseña e implementa una política pública en seguridad ciudadana con enfoque de derechos humanos que tenga garantía de continuidad, es decir, que sea asumida como un asunto de Estado y que su ejecución no se vea afectada continuamente por los cambios de gobierno.
A su vez, que esté respaldada por un marco jurídico adecuado, congruente con los estándares internacionales en la materia y provisto de una reglamentación que lo instrumentalice; que tenga un presupuesto suficiente para potenciar la implementación de la política pública y garantizar su efectividad; y finalmente, que garantice una integración institucional que refleje la visión integral y el compromiso de todas las ramas del poder público.
-
Me encanta desafiar el poder y escudriñar lo oculto para encender las luces en la oscuridad y mostrar la realidad. Desde ese escenario realizo el periodismo junto a un extraordinario equipo que conforma el medio de comunicación referente de Honduras para el mundo Ver todas las entradas