Fin de la cooperación, momento de reflexión

Por: Bernardo Gortaire Morejón/Latinoamérica21

Portada: meteored.mx

Después de la Segunda Guerra Mundial muchos de los tomadores de decisión se dieron cuenta que la forma más eficiente y efectiva de asegurar la paz y el bienestar propio era a través de la garantía de paz y bienestar ajeno. Muchos gobiernos del mundo se organizaron para generar una gran arquitectura global que satisficiera ese objetivo. Se generó por un lado un sistema de instituciones multilaterales de alcance global y regional, que se unieron en el imaginario de ser parte de las “Naciones Unidas”, y en paralelo se consolidaron las llamadas agencias de desarrollo de carácter nacional.

Dentro de todo, era un sistema imperfecto, porque existían visiones opuestas que impedían la implementación de una agenda única. Nunca se impuso un gobierno global, simplemente un sistema de gobernanza que puso en pausa a las guerras con potencial de enfrentar directamente a las grandes potencias. En cualquier caso, la búsqueda de contención al socialismo soviético provocó que los segmentos liberales utilizaran al sistema estatal e internacional como un medio de difusión de su agenda a través de la inversión de millonarias sumas de dinero que se inyectaban al sistema global.

A través de esa inversión, los países occidentales, principalmente Estados Unidos, se aseguraron puestos en la toma de decisiones y mantuvieron el sistema de manera que la propuesta soviética no se expandiera, pero indirectamente también se logró contener los vicios del propio capitalismo. Aunque se protegía a la empresa privada y el rol del libre comercio, se aseguraban condiciones mínimas de supervivencia para la mayoría de los ciudadanos e incluso se difundió el imaginario de que todos los miembros de una sociedad merecían condiciones de dignidad básica.

Bajo este sistema, la humanidad pudo desafiar los vicios de la guerra (en la tendencia que el siglo XX estaba ofreciendo), el hambre (aunque no se erradicó por completo) y las enfermedades (al menos en sus facetas más mortales). Sin embargo, para muchos segmentos que no se beneficiaban de este modelo, así como críticos del capitalismo y neoliberalismo, ha sido insuficiente, pues el proceso de cambio resultaba demasiado lento.

A pesar que las estadísticas reflejan una mejora significativa de la calidad de la vida humana, al menos en comparación con el sistema previo, la persistencia de los problemas contra los que esta arquitectura global lucha resulta frustrante e insatisfactoria para muchos. Millones de personas siguen muriendo en conflictos de escala media, por inanición, falta de agua potable y enfermedades prevenibles. A esto se suma que millones de personas viven por debajo de la línea de la pobreza mientras el 1% más rico del planeta acumula casi la mitad de la riqueza global.

Aunque el sistema ha venido mostrando signos de agotamiento desde hace más de dos décadas, las advertencias han sido ignoradas en todos los niveles de decisión. El modelo se ha anquilosado, atado a esquemas de gran burocracia, procesos lentos y trámites engorrosos. Lo que muchos tomadores de decisión no se dieron cuenta es que el sistema depende de que los Estados promuevan su cambio, y entre ellos, el más relevante siempre ha sido Estados Unidos.

Es decir, cambiar al sistema no estaba realmente en manos de la gran burocracia internacional de las Naciones Unidas, aunque su silencio cómodo los transformaba en cómplices. Mientras tanto, los políticos de turno han utilizado el sistema internacional vigente para beneficiarse económicamente de la paz temporal creada a través del importante trabajo de agencias especializadas, las cuales han reducido gradual y sostenidamente los conflictos a través de la inyección de recursos económicos y proyectos que mejoraban la calidad de vida de las fuerzas productivas globales.

No obstante, la pandemia de COVID-19 lo cambió todo. La humanidad se enfrentó a un período de intensa crisis que puso en jaque al sistema, paralizó la economía y extrajo recursos de la cooperación para salvaguardar los intereses nacionales y privados. Con esto se elevó las alarmas sobre la efectividad del modelo vigente, pero sobre todo despertó uno de los elementos de supervivencia más poderosos para el individuo, y más peligrosos para la sociedad articulada: la desconfianza.

La enfermedad que, llevó a gran parte de las personas a pensar que sus vidas podían estar en juego, independientemente de sus posibilidades personales, terminó por ser una caja de Pandora que aceleró una multicrisis, donde prácticamente todos los segmentos de la vida humana se han visto entorpecidos o deteriorados, incluyendo la economía, la educación, la salud, el empleo y la seguridad. Los orígenes de este virus aún son motivo de debate, con segmentos que lo consideran un acto premeditado mientras que otros aún lo ven como un accidente, algo que de hecho contribuye a la inestabilidad y la desconfianza interpersonal e internacional. Mientras que los resultados de su mala gestión golpearon severamente la credibilidad de las instituciones globales.

Esto ha sido aprovechado por ciertos segmentos de la élite económica global que desde hace tiempo eran señalados como responsables de las falencias del sistema. Los reportes sobre la ponzoña que representa la desigualdad económica, la evasión y efusión fiscal, y la desproporcionada impartición de justicia venían creciendo desde comienzos del siglo XXI.

¿Qué mejor que un chivo expiatorio para alejar las miradas y desviar las culpas?

Es así como, a pesar de la importante evidencia de cómo la cooperación y la ayuda al desarrollo han traído estabilidad y prosperidad al mundo, el 0.1% más rico ha decidido que esa era ha llegado a su fin. Algunos atisbos de institucionalidad pujan por hacerse presentes. No obstante, la falta de organización de la sociedad civil, que a fin de cuentas es el verdadero motor de cambio estructural, hace que estas victorias sean temporales.

Si los grandes titiriteros del poder global consiguen convencer a la población mundial de que las instituciones democráticas, que están a su servicio, o al menos hacen un contrapeso sistémico a los intereses de las élites, no son necesarias, el mundo entrará en un ciclo de autoritarismo cercano al período feudal. Esto implicaría que el aparato político dejaría de tener interés en responder a las necesidades de las mayorías, pasando directamente a la imposición de quienes acumulen más poder; incluso negando la legitimidad de los reclamos.

Los defensores del nuevo régimen se esforzarán en señalar que no es una réplica exacta. Sin embargo, el retorno a un régimen en donde se tienda a ensanchar aún más la brecha entre quienes ostentan el poder y quienes están al final de la pirámide social demostrará que la esencia del nuevo sistema será semejante al del feudalismo de antaño, con pocos destinados al poder y muchos obligados a seguirlo.

Y aunque existen algunos focos de sana resistencia y debate, todo parece indicar que los anticuerpos para luchar contra esta infección sistemática son demasiado débiles para evitar la consagración de este nuevo e incierto escenario global. Quienes carecemos de herramientas de poder tendremos que ser pasivos espectadores de cómo el mundo que conocíamos queda atrás, hasta que la historia retome un nuevo ciclo, sin garantías de que en esa nueva etapa el homo sapiens siga siendo la especie dominante en la Tierra.

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