Por: Rodil Rivera Rodil
El actual panorama político electoral se caracteriza, entre otros, por dos elementos torales de indiscutible novedad: uno, el plan de gran alcance puesto en marcha por las fuerzas conservadoras del país para impedir que el partido Libre se alce con el triunfo en los próximos comicios generales del 2025, y dos, la abierta participación en el mismo de la embajada norteamericana, la mayor desde los tiempos del embajador John Dimitri Negroponte durante la Guerra Fría. Y no deja de ser curioso que, a pesar de la colosal campaña que en el marco del referido plan se desató contra el gobierno desde hace casi dos años, aún perdure la convicción entre los que la financian y dirigen de que la única forma de garantizar la derrota de Libre estriba en una alianza de todos los partidos de la oposición, o lo que es igual, en resucitar el antiguo BOC.
Tal alianza, desde luego, solamente podrá conformarse una vez pasadas las elecciones primarias, y siempre que todos sus candidatos electos así lo convengan, pero, principalmente, el que surja del Partido Liberal. Esto, porque el PSH, aparte de su menguante caudal electoral, luce aquejado de síntomas de un marcado debilitamiento, sino de un principio de desintegración. Y el Partido Nacional, por su parte, aún no se recupera de la debacle que sufrió en el 2021, ni parece interesado en hacerlo, y porque para la próxima contienda todavía pesará sobre su imagen el ignominioso legado de JOH.
Por lo que toca a la sentencia que acaba de dictarse en una corte de Nueva York contra este, considero, en primer lugar, que no cuento con suficientes elementos de juicio para verter alguna opinión seria sobre ella y las circunstancias que la rodearon, y en segundo, que la pena que, al final, le toque cumplir, pertenece más al infausto drama de su vida personal que a la responsabilidad en que incurrió como gobernante, y sobre la cual ya se pronunció, en inapelable veredicto, un jurado de conciencia de los Estados Unidos.
Lo único que me atrevería a decir es que para una persona de su edad, una condena de 45 años podría terminar siendo, a la postre, más dura que una a cadena perpetua, porque esta última deja poco lugar a la incertidumbre, en tanto que con la primera, los años que sean que permanecerá recluido es muy posible que JOH los viva en una penosa mezcla de incierta esperanza, de angustiosa duda y dolorosa espera: ¿cuándo exactamente volveré a ser libre? ¿Viviré hasta ese día? ¿Cómo me hallaré física y mentalmente cuando salga? ¿Y mi familia? ¿Seré juzgado en mi país por corrupción cuando retorne?…
Piénsese, por ejemplo, en el general Manuel Antonio Noriega, el hombre fuerte de Panamá durante mucho tiempo, juzgado en 1992 por narcotráfico y lavado de activos cuando tenía 58 años, esto es, un poco más que JOH quien en octubre cumplirá los 56. Fue condenado a 40 años, se los redujeron, primero a 30 años y después a 20, pero cuando, después de una prolongada espera a ser extraditado a Francia y año y medio de cárcel en este país, pudo regresar en el 2011 a su patria en lastimosas condiciones de salud, solo fue para ser apresado nuevamente porque allí había sido sentenciado a otros 20 años por el asesinato del médico panameño Hugo Spadafora. Y de este último presidio ya solo salió, seis años más tarde, a morir de cáncer en el cerebro en un hospital el 29 de mayo del 2017 a los 83 años.
Pero, volviendo al tema, mientras Libre y el Partido Nacional ya cuentan con sus casi seguros candidatos, el Partido Liberal se ha sumido en un inextricable embrollo -de no muy clara legalidad estatutaria- sobre quienes pueden o no ser sus directivos y, particularmente, su candidato presidencial. De ahí que es muy probable que pueda producirse la inédita paradoja en la política hondureña de que uno de los aspirantes a esa dignidad nunca haya sido liberal y que otro hubiera abandonado el partido hace ya más de diez años, y que hoy, sin decir agua va, tranquilamente regrese a sus filas nada menos que a disputar el máximo galardón que puede otorgar un partido político. Lo que llevó a uno de los dirigentes de la llamada vieja guardia a deplorar lo que calificó como la renuncia de sus principios y su conversión en refugio de expulsados y desertores de otros partidos, con lo que estaría desapareciendo lo que queda de la identidad programática del partido más antiguo de Honduras.
Solo por cultura general, como se dice popularmente, me permito recordar al estimado lector que la expresión “sin decir agua va” proviene de la época colonial, en la que cada vez que en los pisos superiores de un edificio se llenaba el recipiente destinado a los orines, la ama de casa los lanzaba a la calle con el grito de ¡agua va!para advertir a los transeúntes del riesgo de recibir un singular baño del fétido fluido.
Es indudable que de entre los múltiples aspirantes que hasta ahora han aflorado en el Partido Liberal algunos se hallan comprometidos a incorporarlo a la alianza con el Partido Nacional que impulsa la embajada. Aquí cabe traer a colación que, desde que el partido se propinó el autogolpe en el 2009 y comenzó su acelerado descenso en el favor popular, emergió la imperiosa necesidad de que en la siguiente elección entrara en una coalición para obtener, al menos, una cuota de poder que le permitiera no solo un respiro para detener el declive, sino para llevar a cabo, con el tiempo y los recursos indispensables, las urgentes tareas de reorganización, revisión de ideario y las demás que se requieren para fortalecerlo adecuadamente antes de reemprender la conquista del poder.
La alianza natural del Partido Liberal siempre fue con el Partido Libre, pues fue de aquel que este brotó -lo nuevo siempre nace de lo viejo- y con el que guarda la mayor afinidad ideológica, y no con su histórico adversario, el que, además de su vocación dictatorial y patológica tendencia a la corrupción y a la ilegalidad, representa la absoluta negación de la doctrina liberal. Por no haber entendido esta elemental lógica política, fue que los tres últimos candidatos liberales perdieron, ya fuera la presidencia de la República o la del Congreso Nacional, y en fin, la invaluable cuota de poder que tanto necesitaba, y aún sigue necesitando, el liberalismo hondureño.
De otra parte, sería interesante conocer, en el plan del BOC, cuál de los partidos que lo integran debe encabezar la alianza, pues todos pretenden ese honor, o, mejor dicho, por lo que hemos escuchado, cada uno de ellos está convencido de que es el único que reúne los méritos y requisitos para hacerlo, por lo que serán muy pocos los candidatos, si es que hay alguno, que estarán dispuestos a ceder la candidatura. Y mucho más interesante aún sería que en ese ánimo estuviera el candidato del Partido Nacional, aunque se lo pida la embajada, o se lo ordene, según se vea. Porque ni viéndolo con sus propios ojos lo creería Santo Tomás.
Pero hay más, como atinadamente observó un analista político, todo indica que en los cálculos que están haciendo los dirigentes liberales que quieren empujar al partido a ese contranatural contubernio con el Partido Nacional, se ha incurrido en una imperdonable omisión, cual es la de no haber auscultado debidamente a sus bases y, especialmente, al denominado “voto duro” del partido, que es el que, en definitiva, escoge el candidato en las elecciones primarias.
¿Estarán de acuerdo esos liberales en aceptar una alianza con un Partido Nacional que continúa bajo la férula del juanorlandismo, o bien, en acudir, con el mismo entusiasmo de antes, a votar, ya francamente, por un candidato de indubitable estirpe nacionalista? Habría que ver si, aunque lo presenciara en persona, también se lo creería Santo Tomás.
Tegucigalpa, 28 de junio de 2024
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Abogado y Notario, autor de varios ensayos sobre diversos temas de derecho, economía, política e historia; columnista por cuarenta años de varios diarios, entre ellos, EL Pueblo, El Cronista, Diario Tiempo y La Tribuna, y diputado por el Partido Liberal al Congreso Nacional de 1990-1994. Ver todas las entradas