Por: Rodil Rivera Rodil
En todo proceso histórico de cambio llega un momento en el que los bandos en pugna arriban a un punto de inflexión que, por regla general, conduce a que la confrontación se decida por el que haya logrado acumular la mayor fuerza a su favor. Todo indica que esto es, justamente, lo que está aconteciendo con la Ley de justicia tributaria, sin que, al menos hasta cuando escribo estas líneas, se tenga una idea clara de quién saldrá airoso de la prueba. El propósito esencial de la ley es el de iniciar apenas el largo camino que tendremos que recorrer para lograr establecer un sistema fiscal más equitativo en Honduras. El actual, dice la Cepal, es “uno de los peores del mundo, de los más ineficientes y más desiguales de Latinoamérica”.
De acuerdo con el informe del 2013 del Centro de Estudios Económicos y Políticos de Washington sobre nuestro desempeño económico desde finales del siglo pasado, en la década de los noventa Honduras era, después de Costa Rica, el país menos desigual de Centroamérica, y veinte y tantos años después de que el Partido Nacional implantó el modelo neoliberal, ya había pasado a ser el más desigual. El documento destaca, asimismo, que en ese mismo año los pobres pagaban el 41% en concepto de impuestos, en tanto que los ricos únicamente el 18.9%. Esta es una triste realidad que nadie puede negar y que se hace imperativo cambiar a la mayor brevedad posible.
Los empresarios arguyen que en la presentación del proyecto de ley el gobierno no los ha tratado con la consideración que merecen -y tal vez haya algo de cierto en ello- pero estos, a su vez, deben reconocer que desde la derogación de la ley del empleo por hora y la aprobación de la ley especial para la energía eléctrica que revirtió el proceso de privatización de la ENEE, o sea, desde hace más de un año, fueron ellos, con el aliento de la señora embajadora de los Estados Unidos, los que desataron una campaña de ataques sin cuartel contra la presidenta Castro en todo lo que hace y deja de hacer. ¿Cómo, entonces, piden lo que no están dispuestos a dar?
El Cohep sostiene que por el masivo cierre de empresas que sobrevendrá si se cancelan las exoneraciones se perderán “centenares de miles de empleos”. Esta es una exageración tan monumental que cae por su propio peso y no honra para nada a la organización empresarial. Como tampoco fue cierto que la abrogación de la ley del empleo por hora trajera consigo cuantiosos despidos, No le quepa duda a nadie que el Cohep hubiera armado otro soberano escándalo de haber sucedido así, y ya conoceríamos hasta el menor detalle de todos los negocios que desaparecieron y de los trabajos que se perdieron.
Pero, si en verdad ocurriera que algunas empresas tuvieren que clausurar sus operaciones por la finalización del gran número de exenciones de impuestos, sospechosamente selectivas, que se han otorgado durante casi un siglo, será solamente porque nunca las merecieron. Estas dispensas, por su propia naturaleza, son siempre estrictamente temporales, mientras las compañías favorecidas consiguen ser rentables. Y, sin embargo, algunas de ellas tienen más de 70 años de gozar de tales prebendas, y aun no les basta y se aferran tercamente a ellas. ¿Cómo es posible? La única explicación es que la disminución de utilidades que podrán sufrir parece ser insoportable para los empresarios mal acostumbrados al subsidio gubernamental. Estas exoneraciones ya cumplieron su cometido. Al suprimirlas habrá menos ganancias para los empresarios, sin duda -aunque muy posiblemente solo por algún tiempo- ¡pero habrá ingresos para el país por los impuestos que antes no se percibían!
Un negocio que necesite de la muleta fiscal por más de cinco o diez años para alcanzar el equilibrio entre sus ingresos y egresos nunca debió constituirse como tal y, menos, gozar de ninguna exención de impuestos, sin perjuicio de que se vuelve una ventaja desleal para sus competidores. Recuérdese que las privilegiadas son una minoría de aproximadamente 3.700 empresas, un ínfimo 1.23 por ciento, las que, de una u otra manera, afectan indebidamente a las más de 300 mil que operan en el país.
Y no es casualidad que también estén detrás de la feroz campaña antigubernamental que estamos presenciando los mismos dueños de medios de comunicación que han sido beneficiados con infinidad de exoneraciones, al igual que otras empresas suyas con distinta finalidad. Lo que en otras partes se halla terminantemente prohibido, pues se considera un grave riesgo para la misma libertad de prensa que el dueño de un medio pueda torcer la veracidad de la información que brinda a la sociedad para proteger sus intereses puramente personales. Cuando este es el caso, solo se puede poseer alguno bajo la condición de no interceder en su administración, lo que, por supuesto, no es fácil de garantizar.
Del mismo modo, en otros países, sobre todo en los desarrollados, también es contra la ley que los particulares que controlan instituciones financieras sean, al mismo tiempo, poseedores de empresas mercantiles que no estén directamente relacionadas con dicha actividad, como sucede aquí en Honduras en donde los bancos son dueños hasta de farmacias y hospitales y de toda otra clase de negocios, con los cuales, muy a menudo, incurren en conflicto de intereses y en la violación de la ley por ser partes relacionadas.
Menos luce inteligente y patriótico que se concedan exoneraciones a las empresas de comidas rápidas, de franquicia mayormente estadounidense, lo que allá se conoce como “comida chatarra”, altamente nociva para la salud, mientras que los restaurantes de platos típicos, mucho más sanos, lejos de ser apoyados por el Estado, como acaece en todos los países que estimulan el turismo internacional, pasan al borde de la quiebra por la injusta competencia de los primeros.
No es menos falso que volver a gravar la renta universal, como se hacía antes del gobierno corrupto de Juan Orlando Hernández, es decir, abarcando los ingresos percibidos de fuente extranjera para, entre otros fines, prevenir la evasión fiscal, comprenda las remesas que envían los emigrantes a sus familiares en Honduras. El proyecto de reforma las excluye al fijar taxativamente que solo caen dentro de su ámbito de aplicación “las rentas de fuente extranjera originadas del trabajo, del capital o la combinación de ambos”.Y estas no provienen, para los hondureños que las reciben, ni del trabajo ni del capital, sino que quedan amparadas bajo la figura jurídica del modo de adquirir llamado “donación”, no sujetas a ninguna carga impositiva, como lo sabe cualquier abogado medianamente conocedor del Código Civil y del Derecho Tributario.
No obstante, se ha podido apreciar una obstinada insistencia en que las remesas sí serán gravadas. Y no es que, en verdad, no se crea que no lo serán, sino que se quiere creer que sí lo serán. Y así como no hay peor ciego que el que no quiere ver, tampoco hay peor incrédulo que el que no quiere creer. Ese afán por tergiversar lo que está a la vista, solo cabe inscribirlo en la descabellada teoría de la “realidad alternativa” que surgió de la alucinada mente de Donald Trump.
Y en lo tocante a la eliminación del secreto bancario para fines tributarios que contiene el proyecto, no carece de cierta justificación el temor de sus críticos, por lo que opino que debe buscarse de buena fe con la banca privada una fórmula que permita a la administración tributaria el acceso a la información necesaria para evitar la defraudación fiscal con el mínimo riesgo para la privacidad y seguridad de los usuarios del sistema financiero nacional.
Pero dejar que el secreto bancario se imponga frente a las autoridades tributarias o que estas deban estar recurriendo a los tribunales de justicia cada vez que requieran información resulta simplemente inconcebible. Solo pregúntense los señores empresarios que así piensan si tal cosa les sería tolerada en los Estados Unidos, en donde se atribuye a Benjamín Franklin la célebre frase: “Solo hay dos cosas seguras: la muerte y pagar impuestos”.
De otro lado, me parece aconsejable que se estudie la propuesta del Cohep de rebajar el impuesto sobre ventas, por recaer fundamentalmente sobre la población de menores ingresos, y que representa casi el 70 por ciento del total de la carga impositiva, pero acogiendo, para compensarlo, la sugerencia del Instituto Centroamericano de Estudios Fiscales (Icefi) de incrementar el impuesto sobre la renta y otros impuestos directos a las personas jurídicas y naturales de muy altos ingresos, y “cuya carga sobre el empleo formal sea mínimo o nulo”. “Como se hizo -recuerda este organismo- en El Salvador en el 2011 y en Guatemala en el 2012”. Lo que podría negociarse en el marco de un acuerdo fiscal “con todos los sectores legítimos, no con los señalados por corrupción”, como también lo recomienda el Icefi, lo que, seguramente, debe hallarse incluido en la propuesta para un “gran diálogo nacional” del mismo Cohep, el que, en mi opinión, debería llevarse a cabo aun después de aprobada la ley, si ese fuere el caso, y en el cual podrían abordarse otros temas no menos trascendentales como el de la seguridad.
En síntesis, la reforma sustancial de nuestro régimen tributario para reducir la corrupción, el fraude fiscal y, desde luego, para que los que más ganan paguen más impuestos, como se está haciendo en casi todo el planeta para paliar los efectos de la pandemia, es absolutamente indispensable si en serio queremos empezar a combatir la tremenda desigualdad y pobreza que nos agobia. Deben tener el corazón de piedra los que no se conmueven sabiendo que todas las noches se van a la cama dos millones y medio de nuestros compatriotas sin saber si tendrán qué comer al día siguiente.
Y no es cierto que la Ley de justicia tributaria vaya a acarrear el desempleo, como sostienen sus detractores. Joseph Stiglitz, Premio Nobel de Economía del 2001 y ex primer vice presidente del Banco Mundial, ha dejado sentado que “no son más que mitos que gravar a los ricos reduce el ahorro y el trabajo y que todo el mundo sale perjudicado”. Y, por su parte, el conocido multimillonario, también norteamericano, Warren Buffett, reconoció paladinamente en el 2011 que “su secretaria y cualquier ciudadano promedio de los Estados Unidos pagan más impuestos que él”. Anomalía que él mismo calificó como la mayor de las injusticias que puede existir en una nación que se precia de democrática.
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Abogado y Notario, autor de varios ensayos sobre diversos temas de derecho, economía, política e historia; columnista por cuarenta años de varios diarios, entre ellos, EL Pueblo, El Cronista, Diario Tiempo y La Tribuna, y diputado por el Partido Liberal al Congreso Nacional de 1990-1994. Ver todas las entradas