Por: Víctor Meza
Me ha conmovido profundamente ver el espectáculo de numerosos vecinos de la Colonia Reparto Lempira, en San Pedro Sula, mientras abandonaban sus viviendas luego de recibir una especie de ultimátum de parte de un grupo de pandilleros que operan en la zona. El éxodo forzado ante la amenaza de los delincuentes fue la única salida viable que encontraron las víctimas para poner a salvo sus vidas. El dramatismo de su situación se vio agrandado por la solemnidad religiosa de la Semana Santa. Las víctimas tuvieron su propio calvario en forma anticipada.
El hecho en sí encierra muchas lecciones y permite sacar algunas conclusiones en torno a la profunda crisis y virtual colapso que sufre el sistema de seguridad pública en el país. La indefensión casi absoluta en que se encuentran los vecinos, junto a la ausencia casi total de las fuerzas de seguridad del Estado, son la contraparte siniestra de la impunidad que disfrutan los delincuentes y la libertad de acción que aprovechan. Mientras la institucionalidad estatal se evapora y debilita, la fuerza de la delincuencia crece y se consolida.
La primera pregunta que surge ante este cuadro tan desolador y preocupante es la siguiente: ¿en dónde está el Estado? Si la seguridad es un bien común y por lo tanto es un derecho ciudadano, el Estado está en la obligación de garantizarlo y defenderlo. Para eso existen las fuerzas policiales y demás entidades dedicadas a administrar el sistema de justicia. Para eso se invierten millonarios y crecientes recursos públicos que paga la población con sus impuestos. Por lo tanto, es el Estado el primer responsable por el deterioro y virtual colapso del sistema de la seguridad pública.
Estamos viviendo un lento pero efectivo proceso de evaporación de la institucionalidad estatal. Los grupos de la delincuencia organizada, poco a poco, van ampliando sus redes de influencia y el correspondiente ámbito territorial de sus operaciones delictivas. Al mismo tiempo, con audacia alarmante, invaden los espacios otrora exclusivos del Estado y le disputan su jurisdicción institucional y el monopolio legítimo de la fuerza. Ahora los delincuentes cobran los mal llamados “impuestos de guerra”, controlan sectores completos de la geografía urbana y rural, imponen castigos y penas a la población indefensa, crean estructuras criminales abiertas y no vacilan en aplicar la pena de muerte a quienes consideran sus adversarios o competidores. En las zonas que dominan, se comportan como si fueran los dueños de vidas y haciendas. Imponen restricciones a la libre circulación de las personas y los vehículos, cobran cuotas y tarifas para permitir el ingreso a determinados barrios y colonias, amenazan, intimidan, abusan de la gente y, al final, terminan construyendo sus propios guetos de terror y violencia. Y, lo más indignante, es que esto sucede en forma abierta y cada vez más ampliada, bajo las propias narices de la autoridad estatal.
Cabría entonces preguntarnos lo siguiente: si los grupos del crimen organizado, en este caso concreto las pandillas, ejercen violencia sistemática, poseen armas prohibidas, cobran impuestos, controlan territorio, dominan población y construyen sus propias comunidades delictivas, ¿no estarán entonces edificando estructuras paralelas que desafían la cohesión y el monopolio coercitivo del Estado? ¿No estaremos entonces viviendo ya un proceso que habrá de conducir de manera casi inevitable al Estado fallido? Parece que sí, que así es.
Cuando los espacios institucionales del Estado se debilitan o desaparecen, se abren las posibilidades para la autogestión ciudadana y la libre iniciativa de los individuos en procura de su seguridad personal y colectiva. Así nacen los grupos que luego se convierten en milicias de autodefensa armada, tal como ya ha sucedido en otros países de la región. Aunque, justo es decirlo, muchos de estos grupos corren el riesgo de derivar hacia formas autoritarias y abusivas de paramilitarismo desbocado, por lo que la supuesta medicina podría resultar peor que la enfermedad.
Vale la pena reflexionar sobre estos desafíos que enfrentamos actualmente, en tanto que Estado y sociedad. Si la situación continúa deteriorándose y la delincuencia sigue creciendo y fortaleciéndose, el futuro del país no presagia nada bueno para nadie, ni para los gobernantes ni para los gobernados. Es el presagio del caos y la disolución social.
Por eso, al presenciar las escenas del éxodo forzado de los vecinos del Reparto Lempira, no puedo menos que pensar en la fatídica transición desde el Estado degradado, que ya tenemos, hacia el Estado fallido que se avizora.
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Me encanta desafiar el poder y escudriñar lo oculto para encender las luces en la oscuridad y mostrar la realidad. Desde ese escenario realizo el periodismo junto a un extraordinario equipo que conforma el medio de comunicación referente de Honduras para el mundo Ver todas las entradas