Por Jan-Werner Mueller
PRINCETON – ¿Deberían los periodistas decir y escribir lo que piensan? Las últimas controversias han dado nueva urgencia a viejas preguntas sobre la ética profesional y el papel político que los periodistas desempeñan en la democracia.
Actualmente hay en tribunales un juicio por difamación que ha expuesto cómo -y con qué frecuencia- los presentadores de Fox News mintieron a sus telespectadores sobre las denuncias de que las elecciones presidenciales estadounidenses “habían sido robadas”. La BBC suspendió al ex goleador Gary Lineker por sus tuits en que critica las medidas del gobierno británico contra los refugiados, supuestamente violando el tradicional compromiso con la imparcialidad de la emisora. Y los periodistas en todos lados se encuentran en pleno debate sobre si tomar una decisión política cruza alguna peligrosa línea hacia el “activismo”.
Y, sin embargo, la distinción convencional entre “periodista” y “activista” está mal concebida, porque nunca ha habido nada de pasivo en la función de los periodistas. En tiempos en que los autócratas intentan consolidar su poder atacando a “los medios” (o descartando como “noticias falsas” toda la información que les sea crítica), quienes se nieguen a denunciar esa conducta están, en la práctica, tolerando un autoritarismo en ascenso. Su silencio no tiene nada de neutro.
Como muchos críticos de los medios han hecho notar con razón, la práctica tradicional de reproducir mecánicamente “los dos lados” de una discusión política suele distorsionar la realidad. De ahí que uno de los titulares de The Atlantic advirtiera en 2014 que “Sí, la polarización es asimétrica, y los conservadores son peores”. Desde entonces, el Partido Republicano se ha trumpificado completamente y vuelto en contra de la democracia misma. Presentar como simétrica una situación así de asimétrica genera la apariencia de una objetividad periodística tradicional a expensas de la verdad.
Según el crítico de medios Jay Rosen, esta actitud de “imparcialidad al incluir ambos bandos” no está motivada tanto por una ética profesional de búsqueda de la objetividad como por una acción preventiva del periodista para evitar acusaciones de “parcialidad”. Se trata más de “buscar refugio” que de “buscar la objetividad”, bajo un manto de inmaculada neutralidad.
A la inversa, un periodista que decide convertirse en parte de la “resistencia” democrática puede perder credibilidad si esto se traduce en una posición particular sobre asuntos como el tamaño adecuado de los beneficios por desempleo, que, si bien son importantes, difícilmente sean del meollo de la democracia como tal. Puesto que las democracias siempre contendrán varios temas de legítima discrepancia por lo que navegar, dar a cada historia una agenda -sea esta conservadora o progresista- inevitablemente conduce a un reporteo sesgado. También implica cierto desprecio por los conciudadanos, de los que aparentemente no se puede confiar para que se hagan una opinión por sí mismos. No hay falta de debate y preocupación acerca de la menguante “confianza en los medios” por parte de la ciudadanía, pero esta relación va en ambos sentidos.
En vez de enmarcar el asunto como “periodismo frente a activismo”, una distinción más útil es la de entre reporteo y periodismo de investigación (que no es lo mismo que “periodismo de opinión”, llevado a cabo por celebridades que comentan regularmente todo tipo de temas). Ambos dependen de los hechos y ambos piden a sus públicos que mantengan abiertas sus mentes. Mientras el énfasis principal de los reporteros está en informar, los periodistas de investigación se centran en reformar; pero ese objetivo no tiene por qué impedirles hacer un trabajo investigativo; al contrario, a menudo ese trabajo les da su fuerza.
Los críticos del periodismo investigativo lo presentan como una alternativa al reporteo de hechos, pero sin sesgo. Pero un buen periodista de investigación por supuesto que buscará lo que Carl Bernstein llamaba la “mejor versión obtenible de la verdad”. Solo hace falta ver el ejemplo de Ida B. Wells, quien una y otra vez puso en riesgo su vida para reportear meticulosamente sobre los linchamientos en el sur estadounidense. La base misma de sus campañas periodísticas era un reporteo cuidadoso y preciso, no lo opuesto.
Lo que lo diferencia del reporteo es que va más allá de presentar los hechos y crea una comunidad de seguidores. La mejor manera de generar y movilizar apoyo para una causa siempre ha sido mantener vías constantes de comunicación sobre ella. En tanto y cuanto el proceso sea público y abierto, no tiene por qué entrar en conflicto con la ética profesional.
El punto esencial del escándalo de Fox News no es que haya mostrado a este medio como abiertamente parcial; es el hecho de que las “estrellas” y productores de esta red sabían que las denuncias de que las elecciones habían sido “robadas” eran falsas y optaron por difundirlas igualmente. Los niveles de audiencia y las utilidades tuvieron prioridad sobre los hechos, lo que quedó en evidencia durante el auge de la pandemia de COVID-19: mientras los presentadores de Fox clamaban en la pantalla por la “libertad” y la “apertura de la economía”, las oficinas de la cadena se mantenían cerradas y se les pedía a sus empleados que trabajaran desde sus hogares.
Las organizaciones de periodistas profesionales (categoría en la que obviamente no cabe Fox) pueden tener tanto periodistas de investigación como reporteros. Lo que importa es que el público de una organización de medios pueda evaluar de qué se trata esta: cómo toma decisiones editoriales y cómo hace dinero. Son criterios más fáciles de satisfacer si los medios poseen editores públicos que respondan seriamente a las inquietudes de la audiencia, elevando con ello su fiabilidad.
No hay duda de que, como observa Pippa Norris de la Universidad de Harvard, la verdad no es un bien en sí misma. Mucha gente creyó en charlatanes en línea y negacionistas del COVID durante la pandemia, y algunos siguen buscando medicamentos claramente inadecuados como la ivermectina porque Donald Trump y Jair Bolsonaro dijeron que era una “cura”. Lo que una democracia necesita de sus ciudadanos es lo que Norris llama confianza escéptica, basada en evidencia de la competencia e integridad de las instituciones, no una credulidad o desconfianza cínicas.
Al interactuar con sus audiencias y ser transparentes acerca el periodismo de investigación y el reporteo, las organizaciones mediáticas pueden aumentar los niveles de confianza, demostrando su propia fiabilidad. Los reporteros y periodistas de investigación -junto con columnistas e independientes como Lineker- deben ser objetivos, lo que equivale a decir que deben esforzarse por ser precisos. Pero apoyar una causa y crear una comunidad no es lo mismo que “tener sesgo”. Es más, cuando las protecciones a la libertad de expresión y prensa sufren incesantes ataques por parte de los autócratas, la virtud de la imparcialidad se puede convertir en vicio.
Jan-Werner Mueller, Profesor de Política en la Universidad de Princeton, es miembro de The New Institute, Hamburgo. Su último libro es Democracy Rules (Farrar, Straus and Giroux, 2021; Allen Lane, 2021).
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